En las portadas de los diarios y en las pantallas noticiosas, el regreso a clases después de vacaciones se registra como si el mundo fuera igual al de hace un siglo. Niños y niñas bien peinados con sus mochilas en la espalda, de la mano de su madre en la entrada de la escuela. La única diferencia es que ahora llevan cubrebocas. ¿Qué aprenderán las infancias del siglo XXI en las aulas?

En su libro 21 lecciones para el siglo XXI (Debate), Yuval Noah Harari dedica un capítulo a la Educación en el que plantea: Si todo va bien, los bebés de hoy tendrán 30 años en 2050. “¿Qué hemos de enseñarle a ese niño y esa niña que le ayude a sobrevivir en el mundo? ¿Qué tipo de habilidades necesitará para conseguir trabajo, comprender lo que ocurre a su alrededor y orientarse en el laberinto de la vida?”, se pregunta.

La vida solía ser más predecible en el pasado. Se dividía en dos etapas claras y lineales: un periodo de aprendizaje durante el que se acumulaba información, se desarrollaban habilidades, se construía una visión del mundo y una identidad estable, seguido de otro de trabajo en el que, con base a las habilidades aprendidas, se buscaba un empleo para ganarse la vida y contribuir a la sociedad. Para el autor de Sapiens, ese modelo tradicional será obsoleto hacia mediados de este siglo, cuando las únicas certezas sean la discontinuidad y el cambio. Es decir, la teoría de la educación que heredamos de la Revolución Industrial está en crisis y no hemos creado un relato sustituto ni tampoco una alternativa pedagógica viable capaz de ajustarse a cualquier contexto, ya sea rural o urbano, rico o pobre.

En un mundo de máquinas inteligentes, cuerpos modificados, algoritmos capaces de manipular nuestras emociones, cataclismos climáticos, migraciones y la necesidad de cambiar de ocupación cada década, la incertidumbre será característica del siglo XXI. Por eso, advierte el historiador, necesitaremos mucho mayor flexibilidad mental y grandes reservas de equilibro emocional para desprendernos con facilidad de lo que mejor conocemos y sentirnos cómodos con lo desconocido. Y eso, advierte, es más difícil de enseñar en la escuela que una ecuación de física o una lección de Historia. Si los adultos eran para la niñez una referencia segura porque conocían el mundo, hoy han dejado de serlo y ese es un reto para padres y maestros. ¿Y la tecnología? Puede ayudar mientras tengas claridad de tus intereses, de lo contrario, podrías convertirte en su rehén, como esos “zombis” que van por la calle con la cara pegada a sus celulares.

La pregunta filosófica ¿quién soy? será más relevante que nunca en una era en la que la gente apenas se conoce a sí misma y que cuando quiere “escucharse” cae fácilmente en manipulaciones externas. Porque las voces que oye dentro de sí “reflejan la propaganda de Estado, el lavado ideológico de cerebro y la publicidad comercial”. Aprender a distinguir entre el verdadero yo y el marketing será un gran reto. Cuando los algoritmos entiendan lo que ocurre dentro de ti mejor que tú mismo, la autoridad pasará a ellos. Y las grandes compañías tecnológicas, las marcas y gobiernos autoritarios querrán hackear, no tu celular, tu computadora o tu cuenta bancaria, sino tu sistema operativo orgánico. De ahí que pedagogos y expertos propongan para las escuelas del siglo XXI enseñar las cuatro “ces”: pensamiento crítico, comunicación, colaboración y creatividad. Para que la vida no se decida al azar.

Mientras leo a Harari y escribo, oigo la ceremonia cívica de la escuela frente a mi casa. Igual que cuando yo iba en primaria en los años 60 del siglo XX.

adriana.neneka@gmail.com

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