Reportero y camarógrafo entran a la librería Julio Torri en el Centro Cultural Universitario. La puerta está hecha añicos. Recorren el interior y documentan el desastre. Ejemplares tirados por todos lados, pintas y despojo. Reportan saqueo de libros y de rompecabezas, algunos se los llevaron, otros los quemaron. De pronto se oye una voz desde fuera: “¿Quién está al interior”. Y ordena: “Hay que salirse, ¡¿por qué están adentro?!” Los periodistas de La Silla Rota se ven obligados a evacuar. La escena, en aparente calma, es terrorífica.

Afuera, las cámaras captan otro momento. Sucede, mientras cae la tarde, frente al Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC) donde un grupo enciende una fogata. Se escucha otra voz masculina que dice: “Un día de estos quemaré todos los edificios de Reforma”. Risas.

Por unas horas, sin un solo obstáculo que los detuviera, el llamado Bloque Negro tomó el poder en uno de los espacios culturales más importantes y queridos de la Ciudad de México y del país. Uno de los pocos refugios, al sur de la capital, para hacer comunidad desde la cultura y el arte, escuchar música, ver danza, buscar un libro, tomar un café, recorrer una exposición y disfrutarla o criticarla. El Bloque acusó a la UNAM de “gentrificación”, atemorizó gente, destruyó una caseta, dañó “La Espiga”, escultura de Tamayo, rompió cristales del museo, hizo pintas cargadas de odio (“el Muac está lleno de blancos”) y xenofobia (“putos gringos”), en supuesta defensa de causas muy contrarias a lo suyo que es la violencia. Aunque digan en un comunicado que son anarquistas y que “lo que pasó el domingo en CU es poesía contestataria”.

Nada que ver con el movimiento antigentrificación a cuya marcha, al sur de la ciudad, se infiltraron, como lo hicieron dos semanas antes en la colonia Roma y la Condesa, destrozando bienes públicos y privados impunemente. Como lo hacen en las marchas, ya sea por los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa, las de madres buscadoras, o las de mujeres cada marzo, cuyos reclamos son desplazados de las pantallas por el vandalismo sin sentido.

Me pregunto qué piensa la chica con el bat que rompe vidrios en un museo. Qué tiene por dentro aquel otro, con mochila de marca, mientras levanta una pala amenazante. A qué impulso responden. Quién los protege. Quiénes los alientan. Las autoridades condenan la violencia, lo hicieron la presidenta Claudia Sheinbaum, que asoció la quema de libros con movimientos fascistas. Y Clara Brugada, quien habló de la autonomía de la universidad como argumento para no intervenir cuando en realidad era posible evitar las agresiones antes de que el Bloque Negro penetrara Ciudad Universitaria.

Hace falta más que un posicionamiento en el discurso oficial. Es urgente una investigación. Porque la ciudadanía tiene derecho a saber. La normalización del vandalismo ha escalado y pone en riesgo no solo al espacio público urbano, ahora también a los museos y librerías y, sobre todo, a la ciudadanía que quiere hacer suya la calle y ejercer su derecho a la cultura y a la expresión más diversa, sin miedo.

Por eso firmé, junto con cien personas, un comunicado en donde “exigimos se esclarezca el origen de estos actos vandálicos y expresamos nuestra enorme preocupación ante la frecuencia alarmante con la que actos equivalentes han ocurrido en marchas pacíficas y protestas de la sociedad civil en distintas alcaldías de la ciudad, como resultado de la infiltración impune de individuos y grupos responsables de agresiones crecientes que dañan bienes públicos y privados generando una atmósfera de tensión y violencia”.

adriana.neneka@gmail.com

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