La nueva novela de Carlos Martínez Assad es como un gran mosaico multimedia con múltiples lecturas posibles: la belleza de la provincia en la memoria, la riqueza del vocabulario para nombrarlo todo, la inocencia infantil, la religión como puente hacia la fe o hacia el miedo vestido de fervor, la intolerancia y el fanatismo, la historia sagrada como fuente literaria, la geografía de la vida doméstica, la fiesta como aglutinante del tejido social, la parroquia como centro de la vida comunitaria, el retrato de un México que ya no existe, la microhistoria como una manera de entender la otredad, la riqueza de la cultura popular, un inventario de colores, aromas, sabores, maravillas y celebraciones mexicanas. El libro también es un detonador de la memoria para emprender un viaje hacia episodios personales que parecían olvidados.
Leo en la contraportada a Monsiváis: “Carlos Martínez Assad ha escrito otra historia de la provincia que todos habitamos”. Y eso es justo lo que concluí al terminar la lectura de esta novela que publica Ediciones Bon Art.
No nací o crecí en Sanpancho, Sanajuato como el niño protagonista, pero cuánto me identifico con él y su formación. Y aunque no tuve cerca de mi o de mi familia a un cura, sí bebí de fuentes similares dentro de la educación católica. La Historia Sagrada, que formó parte de mis primeras lecturas, me parecía fascinante: Adan y Eva, Caín y Abel, el Arca de Noé, David y Goliat, José y sus hermanos, La torre de Babel, Moisés en el mar Rojo… O la película de Los diez Mandamientos que veíamos cada Semana Santa. Todas esas historias las devoré como cuentos, con el mismo gusto que a los Grimm, a Andersen o a Perrault.
Lo mismo que el protagonista, leí de niña esas Vidas ejemplares que se publicaban en forma de historieta color sepia. Las biografías de santos me parecían heroicas, sobre todo la de Santa Teresita de Jesús o la de Teresa de Ávila, después. Yo no tenía nana, pero mi amiga Memen sí, se llamaba Goya, y nos contaba todas esas historias y leyendas de los pueblos que nos hechizaban y que alimentaron un gran gusto por la narración en voz alta. Decía mi tío Guillermo Arriaga, el bailarín, que él creía ser muy religioso de niño porque le encantaba ir a misa, hasta que se dio cuenta, en la adolescencia, que en realidad lo que le atraía era el show que le regalaba el rito, los coros, las campanadas, el padre y el latín, las mujeres con su velo, el incienso, la atmósfera teatral...
Como al niño de la novela, algunas películas o estampas me marcaron. Recuerdo que con Marcelino pan y vino descubrí el miedo. Cuando Cristo le hablaba al pequeño o se bajaba de la cruz, me paralizaba. O aquella otra donde una niña pobre miraba una muñeca al otro lado de una vitrina en una tienda y se le aparecía el diablo, con cola y cuernos, para tentarla a que se la robara. Me aterró tanto como la escultura del Señor de las Maravillas que está en la iglesia de Santa Mónica en Puebla, al que me llevaron a ver de niña. O como al narrador de la novela cuando escuchó de las tejedoras de sombreros de palma de su pueblo la historia de un demonio disfrazado de perro callejero.
También leí Corazón, diario de un niño y descubrí los alcances de la fe y el fanatismo con La cruzada de los niños, de Marcel Schowb. Y de pronto, el encuentro con La Divina Comedia, de Dante, ilustrada por Doré, se hace hilo conductor de la novela y marca literaria en la vida del protagonista... Les esperamos mañana en la presentación, junto con el autor y Martín Casillas, a las 18 horas en la Casa de la Cultura Jesús Reyes Heroles en Coyoacán.