A punto de culminar el 2020, cuando la pandemia del coronavirus alcanza ya un millón 780 mil muertes en el globo, leo a Romain Rolland: “El mundo se está sofocando. Reabramos las ventanas. Traigamos el aire fresco. Respiremos el aliento de los héroes”. Es 1903 y se refiere a Beethoven.
Cuando el mundo se preparaba para conmemorar todo este año el 250 aniversario del nacimiento de Ludwig van Beethoven (Bonn, 16 de diciembre de 1770), el virus emprendió su recorrido de cuerpo en cuerpo alrededor del planeta y cerró las salas de concierto, por lo que celebramos al compositor en la intimidad del confinamiento.
Así, me atraparon las sonatas para piano, pero también el volumen Beethoven y Paganini de la colección Músicos y Medicina, Historias Clínicas de Grandes Compositores, de Adolfo Martínez Palomo (El Colegio Nacional, 2020). El médico nos adentra en la biografía del cuerpo del compositor alemán que alcanzó las cimas más excelsas del arte de la música sumido en el silencio.
Viruela, bronquitis, asma, molestias abdominales desde los 25 años atribuibles a la enfermedad de Crohn o a una colitis ulcerativa, dolores reumáticos, molestias oculares y, sobre todo, según él mismo escribió “está la melancolía, que es una calamidad tan grande para mi como la enfermedad”.
Según narra el autor, en un caluroso día de verano de 1796, cuando tenía 26 años, Beethoven regresó a casa acalorado y sudoroso, abrió de forma brusca las puertas y las ventanas, se quitó la ropa, con excepción de los pantalones, y se refrescó en la brisa. El resultado fue una enfermedad cuyos efectos alteraron su oído durante la convalecencia y después la sordera aumentó progresivamente. Intentó guardar el secreto sintiéndose “la criatura más miserable de Dios”. A los 32 años les escribe a sus hermanos: “(…) solo un poco más y hubiera terminado con mi vida. Es el arte, y sólo el arte lo que me detuvo, porque me pareció imposible dejar este mundo antes de lograr todo de lo que yo siento que soy capaz”.
En 1821, a los 51 años, la sordera es total. Su aislamiento, casi permanente. Con pancreatitis crónica y cirrosis hepática (causa de su muerte a los 57), lee a Plutarco, a Homero, a Platón, Aristóteles... La poesía de Goethe es una inspiración. En 1823 compone la Novena Sinfonía y le da eternidad a la Oda a la alegría, el poema de Schiller. Los últimos años compone cuartetos de cuerda, que hacen decir a Stravinski: “Todo en esta obra es perfecto (…)”. Wagner glorifica la música tardía de Beethoven como obra de quien es forzado a escuchar hacia dentro, a quien la naturaleza blindó contra el mundo exterior, lo “que le permitió concentrarse solo en su música”. Para su biógrafo Maynard Solomon, la sordera no alteró sino incrementó sus habilidades como compositor que, en su mundo sordo, “podía experimentar nuevas formas de experiencia”. En palabras de Martínez Palomo, la limitación se entiende “no como una deficiencia sino como una diferencia” que permite al genio obras sublimes “no a pesar de la sordera sino, tal vez, gracias a ella”.
Por eso Romain Rolland encuentra en Beethoven una fuerza heroica. Escribe: “Él es el más grande y el mejor amigo de los que sufren y los que luchan. Cuando estamos entristecidos por las miserias del mundo él es quien viene hacia nosotros (…) océano de voluntad y fuerza (…) De él se desprende una sensación contagiosa de valor y serenidad por la lucha”.
Este fin de año necesitamos a Beethoven.
adriana.neneka@gmail.com