Es martes 19 de septiembre de 2017, a las 13:10 horas: termino mi primera colaboración para EL UNIVERSAL. La hora del cierre, en la sección cultural, es a las 2 de la tarde. “La reviso y la mando”, pienso desde mi cuevita, es decir, mi pequeño estudio. En eso estoy cuando empieza a temblar, los libros emprenden su vuelo desde el librero, caen los que están en segunda fila, los retratos, las miniaturas… salen disparados. Cada vez más fuerte. Me salgo asustada y veo mi casa tambalearse, las macetas bailan, los cristales de la escuela de enfrente hacen un ruido aterrador que, junto con la alarma sísmica aderezan el miedo con acústica. Esto es un terremoto, pienso en voz alta, porque de todos los anteriores ninguno sentí así de fuerte. La tierra cruje, la escucho. Vuelvo al estudio, miro el desorden y tomo el celular para averiguar cómo está la familia. No tengo señal, ni luz, ni teléfono. Me preocupa mi texto atorado en una computadora que no enciende. Tomo una laptop con poquísima batería y lo reescribo de memoria con la idea de lanzarme a una papelería o a un café y enviarlo. Nerviosa, estresada, con intenso mareo, ignoro que se cayeron edificios en mi ciudad, que hay muertos y gente sepultada entre escombros, igual que hace 32 años.

Cada persona tiene una historia con respecto a los sismos en México. La mía comenzó el 28 de julio de 1957, cuando tenía siete meses dentro del vientre de mi madre y ella atestiguaba la caída del Ángel de la Independencia provocada por un sismo de 7.7 grados. Siguió el del 14 de marzo de 1979, cuando llegué a la Universidad Iberoamericana, donde tenía examen a las 7am y me topé con escombros y cientos de estudiantes y maestros con lágrimas en los ojos que no podían creer aquella escena. Un sismo de 7.6, a las 5:07 am, había destruido todo, menos la biblioteca. El 19 de septiembre de 1985 tenía siete meses de embarazo cuando me despertó un terremoto de 8.1 grados que provocó decenas de miles de muertos y damnificados, la desaparición de edificios, escuelas, oficinas, multifamiliares, a lo largo de mi ciudad. Trabajaba en La Jornada. Recorrer las avenidas devastadas para llegar al Centro era tan impactante como doloroso. Luego, el temblor del 7 de septiembre de 2017, de 8.2 grados, me sorprendió mientras cuidaba a mi nieto Pedro, de nueve meses, en casa. Y 12 días después, otro más de 7.1 grados.

Antier, otra vez en un 19 de septiembre, a las 13:05 horas, un sismo de 7.7 grados me saca del estudio al que acabo de volver luego del simulacro. Por tercera vez la tierra nos sacude en la misma fecha. Me pregunto: Si durante el terremoto de 1985 la sociedad civil mostró su mejor rostro, se organizó y con asombrosa solidaridad rebasó al gobierno en las tareas de rescate de las víctimas y en la instalación de centros de acopio; si en 2017 los jóvenes se dieron cuenta de lo que son capaces y se movilizaron en bici y por WhatsApp para salvar vidas, repartir víveres, medicinas… Es decir, si los sismos han sido espejo de lo que somos y también de lo que podemos ser, ¿tendrá consecuencias sociales este movimiento telúrico en plena militarización del país?, ¿se necesitan víctimas mortales y emergencias para sacar lo mejor de la ciudadanía? ¿surgirán nuevas formas de organización y mejores usos de las tecnologías digitales?

Por lo pronto, hoy como ayer, recuerdo a José Emilio Pacheco: (…) No quiero darle tregua a mi dolor/ ni olvidar a los que murieron/ ni a los que están a la intemperie./ Todos sufrimos la derrota,/ somos víctimas del desastre./ Pero en vez de llorar actuemos: Con piedras de las ruinas hay que forjar/ otra ciudad, otro país, otra vida.

adriana.neneka@gmail.com

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