El 15 de noviembre no será un día más. Será un día de sombreros blancos y pasos firmes, de voces que se niegan a ser silenciadas por el ruido ensordecedor del poder. La marcha convocada por jóvenes de la generación Z, no es sólo una respuesta al asesinato de Carlos Manzo, sino un acto de memoria activa, una coreografía nacional de dignidad frente a la violencia, la omisión y el desprecio institucional.

Pero también será un día de preguntas. Preguntas que los propagandistas del oficialismo deberían escuchar, aunque prefieran blindarse con vallas y discursos prefabricados. ¿Quién les dio el derecho de decidir por los mexicanos cuándo y por qué marchar? ¿Por qué creen que sólo ellos pueden abanderar causas justas, como si la justicia tuviera color partidista? ¿Por qué pretenden que todos respondamos al unísono, como robots adoctrinados, sin criterio propio ni disenso legítimo?

La democracia no es un coro uniforme, es una sinfonía de voces diversas. Y sin disonancia, no hay evolución. Pretender que la legitimidad de una causa depende de la filiación política es como decir que sólo los árboles plantados por el gobierno merecen florecer. Pero la tierra es de todos, y la raíz del hartazgo ha crecido en cada rincón ignorado por el poder. ¡Los jóvenes lo saben!

La marcha del 15 de noviembre es también una metáfora viva: el sombrero blanco no es sólo un símbolo, es una vela encendida en medio de la oscuridad. Es el eco de los campos abandonados, de los caminos inseguros, de los jóvenes que no encuentran futuro en programas que prometen capacitación pero entregan incertidumbre. Porque no basta con sembrar becas si el terreno sigue siendo árido. No basta con presumir cifras si el fruto no llega a la mesa.

Y mientras el gobierno instala distractores —grupos de choque, narrativas de confrontación, vallas que protegen edificios pero no a las personas— los jóvenes se organizan. Porque cuando el poder teme a la crítica, es señal de que ha dejado de escuchar. Y cuando la protesta pacífica se convierte en amenaza para el régimen, es porque la verdad ha comenzado a incomodar.

Aunque el llamado ha sido impulsado por jóvenes de la generación Z, ha sido replicado y compartido por todas las generaciones, porque comprendemos y acompañamos su exigencia. Como madres, padres, hermanos y hermanas, sabemos que es su generación la que está en mayor riesgo, y es su futuro el que enfrenta barreras impuestas por gobiernos que administran el presente sin visión de largo plazo. Su grito es también nuestro, porque el país nos vuelve aliados de su esperanza.

México se levanta porque ya no puede esperar. Porque la esperanza no debe ser patrimonio de unos cuantos, sino el derecho de todos. Porque la democracia no se decreta desde el púlpito oficial, sino que se construye desde la calle, desde el disenso, desde la pluralidad.

El 15 de noviembre, México no sólo marcha: se pregunta, se afirma, se sueña. Y en ese sueño colectivo, cabe un país donde la vida valga, donde la protesta no sea criminalizada, y donde el sombrero blanco no sea símbolo de luto, sino de dignidad en movimiento. O acaso temen que, al levantar la vista, descubran que los mexicanos no somos robots, sino ciudadanos despiertos, diversos y profundamente humanos.

La marcha del 15 de noviembre no es un punto final, sino el primer compás de una reorganización ciudadana que exige ser escuchada por todos los actores políticos. Es el inicio de una nueva partitura democrática donde la sociedad ya no está dispuesta a seguir el ritmo que le impongan desde arriba.

Y en esa sinfonía de exigencias, los partidos de oposición también deben afinar sus instrumentos: reconocer sus errores, asumir sus debilidades y eliminar sus complicidades. Porque quienes marchan con el interés superior de México como brújula no están dispuestos a tolerar simulaciones ni oportunismos. Esta movilización no busca reemplazar una ceguera por otra, sino abrir los ojos de todos. Los ciudadanos han comenzado a escribir su propia partitura, y esta vez, no permitirán que nadie desafine el futuro.

Política y activista

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