María recibió la noticia de la muerte de su hijo. En medio del caos y la tristeza, predomina la impotencia de saber que tendrá que buscar la justicia que el Estado no le dará. Estoy segura que día a día se pregunta por qué no se ha hecho nada para combatir la inseguridad, por qué no hay paz tal y como lo prometió el presidente. ¿Cómo explicarle a ella, y a tantos más, que el rencor a todo lo hecho en el pasado ha detonado una estrategia de abrazos para delincuentes, cárcel para muchos inocentes y un sinfín de muertes sin sentido?
Mientras miles de familias sufren la pérdida de familiares, amigos o conocidos, en un México azotado a la par por muerte violenta que por contagio de un virus, predomina la incapacidad de las autoridades para responder a su desesperación e impotencia; mientras miles de personas viven un duelo, desde Palacio Nacional se difama, se descalifica y, lo peor, se burla del dolor humano que pudo ser evitado, si existiera compromiso y voluntad de hacerlo. Ninguna tragedia merece una burla.
¿En qué momento se perdió la brújula para confundir la máxima responsabilidad de cualquier autoridad, que es garantizar mejores condiciones de vida, con la ciega participación de integrantes del gobierno, en una tragicomedia que ya cobra vidas? Peor aún ¿qué pasa cuando aquello que indigna a la mayoría de los habitantes, provoca ataques y risas desde el púlpito presidencial?
¿En qué momento quienes votaron por López Obrador, porque apostaron a un gobierno que daría respuesta a los graves problemas nacionales, consintieron que nos faltara al respeto de esta manera?. Nada justifica la terrible “normalización” que se ha hecho de la tragedia en nombre del combate a la corrupción y la culpa al pasado neoliberal. No hay adjetivos ni sustantivos que califiquen esta perversidad. Lo cierto es que México vive el momento más triste, fúnebre y preocupante de su historia moderna.
Dos años de narrativa presidencial de ataque, desdén e intolerancia han hecho mucho daño. Es más, seguro que miles de electores lamentan el sentido de su voto, porque es inconcebible lo que estamos viviendo. El tamaño de la indolencia es increíble.
La realidad en datos enoja al presidente, pero olvida que estamos en estas condiciones porque él así lo ha decidido. Es profundamente doloroso ver que el país se derrumba, que hay tantas crisis sin salida; lastima saber que tenemos un presidente que se ríe de la tragedia, en vez de resolver todo aquello que nos preocupa como nación; está más atento en frenar la crítica de su ineficaz desempeño.
Sus rencores, desprecios, filias y fobias, todos esos sentimientos obsesivos de un pasado que ha decidido no superar, han desatado sus fantasmas internos, de tal suerte que desde el espacio público los ha asumido de manera personal para cobrar revanchas, en lugar de gobernar por la paz y el bien común.
Nada explica su inacción frente a la muerte de casi 75 mil personas por Covid, o de las niñas y los niños con cáncer porque no recibieron oportunamente sus tratamientos oncológicos, o los más de 70 mil fallecidos por homicidios dolosos, que incluyen los 429 homicidios múltiples en este 2020, un promedio de 96 asesinatos por día, o de los cientos de personas desaparecidas.
Ante el sentimiento colectivo de injusticia, emociones que perturban la tranquilidad individual, que conjunta inconformes dispuestos a exigir sus derechos y los preocupantes brotes de conflicto social, la respuesta del gobierno es la risa burlona que lastima la circunstancia presente pero sobre todo, violenta el pasado reciente de dolor ante el despojo o la pérdida de vidas humanas.
El presidente ha convertido su mandato en un espectáculo permanente, donde los problemas del país pasan de un momento a otro de la tragedia al desdén, de la tragedia a la risa. Esa es la forma más fácil de evadir responsabilidades; lo que debería ser el centro de las soluciones, se convirtió en el Palacio de la risa.