Cuatro semanas lleva ya el inquilino de Palacio Nacional dándole una y otra vez al tema de la investigación periodística sobre el posible conflicto de interés evidenciado por el ostentoso estilo de vida de su hijo mayor en Estados Unidos, contrario, a todas luces, a sus declaraciones de austeridad franciscana y combate a la corrupción.
La queja del presidente sobre la investigación de la casa de Houston es que se hizo pública y argumenta que lo difundido "son calumnias". Nada más falso, pues ninguno de los datos exhibidos ha sido desmentido. Su discurso es utilizado para mantener, en el ánimo social, la confrontación entre quienes están con su supuesto proyecto transformador y aquellos que "quieren dinamitarlo", actuación que le ha permitido polarizar al país.
Andrés Manuel le ha apostado a la división entre los suyos, los buenos, y los otros, los golpistas, porque quien no ofrece lealtad ciega, es un conspirador; porque aquel que discrepa, es un malqueriente del espíritu transformador; porque el que no es servil, seguramente tiene intenciones mercenarias y es un franco traidor, un criminal en el orden mesiánico.
Ante los hechos, es más fácil desacreditar y evadir la responsabilidad de disipar cualquier duda que ponga en entredicho su tan devaluada frase de "honestidad". Una vez más, pretende dejar en el limbo, como lo hizo con sus hermanos Pío y Martín, cualquier explicación -que no justificación de su doble moral e incongruencia-, sobre la contundente corrupción-extorsión-tráfico de influencias familiar, que muestra el verdadero color de su desgastada "autoridad moral", a pesar de sus lágrimas para victimizarse y conmover al "pueblo bueno y noble".
¡Cómo cambian los tiempos! Resulta que ahora las evidencias son calumnias.
El ataque directo a distintos periodistas no sólo tiene que ver con limitar y condicionar la libertad de expresión de las distintas formas que existen para presentar la realidad, sino con la necedad de controlar nuestro derecho, como ciudadanos, a estar informados, mediante cualquier vía, con veracidad y sin engaños oficialistas sobre asuntos de interés público.
Ante las evidencias, no se puede ocultar que cada una de las acciones de gobierno han respondido al ideal controlador del que por ahora concentra todo el poder, del que ayer se decía reprimido y que hoy es represor sin escrúpulos, al que se le hace tarde para cortar cabezas y demostrar su poderío. Baste la reciente militarización del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México para demostrar quién manda.
Tiene claro que ninguna persona -por más conocida y reconocida que sea, trátese de mujeres, hombres, activistas, periodistas, empresarios, académicos, científicos, estudiantes, pacientes o trabajadores-, jamás podrá enfrentarse al control de los mecanismos de difusión con los que cuenta el poder público.
Aunque la discusión se ha centrado en atacar a periodistas que cumplen con su trabajo de informarnos y, reitero, que no ha podido desmentir ni un dato, es un hecho que llevamos ya en estos tres años de su gobierno, observando embates inexplicables e injustos contra todos los sectores de nuestro país. La descalificación no comenzó con Loret, ni con Aristegui, ni Ciro, ni con Penyley. Su afán destructor se evidenció desde la cancelación del aeropuerto de Texcoco, la denuncia de los muertos de Tlahuelilpan, la benevolencia concedida a Ovidio, la falta de reconocimiento a la violencia contra las mujeres, la indolencia ante el sufrimiento de niñas, niños y jóvenes con cáncer; o con su nulo interés por cuidar el medio ambiente, de su mercenario actuar contra científicos y académicos, de su falta de interés por mejor la economía de la clase media y atender a los más pobres, como lo había prometido. En resumen, debemos comprender que el ataque es contra todos los mexicanos.
Si logramos entender que el presidente nos está destruyendo como país, seremos capaces de actuar para que el panorama cambie. No importa cuanto nos descalifique, tenemos que resistir, pensar y actuar, porque todos somos México.