Por LORETA CASTRO REGUERA
“...para los nahuas el componente y atributo distintivo o nuclear del jardín es Tláloc o los Tlaloque (agua y cerros).”[1]
Durante los últimos meses los capitalinos hemos sido testigos y presas de la lluvia. Ya sea en forma de llovizna o de tromba, las tardes y noches de esta temporada se han visto cubiertas de agua, casi sin excepción. Las consecuencias: inundaciones, baches, árboles caídos, accidentes de tráfico, por mencionar las más recurrentes. Pero también hemos presenciado el anegamiento del aeropuerto Benito Juárez y del Metro en por lo menos dos ocasiones. El 2025, al día de hoy, registra la precipitación pluvial más intensa de los últimos veinticinco años, con 616.2 mm de agua registrados en el periodo enero-agosto, según la información del Sistema Meteorológico Nacional (SMN).
Llueve y ya no sabemos a quién culpar. La realidad es que gran parte de la prodigiosa Ciudad de México se desplanta sobre lo que hasta hace algunos siglos era un lago que formaba parte de un grupo de cuerpos de agua que, durante miles de años, cubrieron una superficie de aproximadamente 9600 kilómetros cuadrados. Con la formación de la Cuenca de México (particular por su condición endorréica o cerrada) durante la era del cuaternario, el sistema de cinco lagos crecía y decrecía con cada temporada de lluvias, formando un solo cuerpo de agua en los momentos de mayor precipitación. Las distintas civilizaciones que históricamente han poblado esta cuenca se establecieron en la riviera de los cuerpos de agua, protegiéndose de esta condición cambiante para en su lugar, aprovechar la riqueza que este paisaje hídrico les brindaba.
No fue sino hasta 1325 que un grupo de personas provenientes de Aztlán (aztecas), se establecieron en un islote ubicado en el centro del lago más bajo del sistema. Ahí se fundó Tenochtitlán, una ciudad que desde su concepción ha tenido que librar una batalla con el agua. Sus pobladores pusieron en práctica lecciones aprendidas de los antiguos habitantes del valle a la vez que implementaban sofisticadas estrategias de ingeniería hidráulica, desafiando a la naturaleza. La mítica ciudad de canales y chinampas siempre ha sido asediada por inundaciones y sequías. Y sin embargo, Tenochtitlán llegó a convertirse en la cabeza del imperio más importante de Mesoamérica y en una de las urbes más pobladas de su época.
En Tenochtitlan se veneraba a Tláloc, dios del agua, y a Chalchiuhtlicue, deidad de las aguas terrestres. También al sol, al viento y al fuego. Pero la ciudad adquirió su forma a partir de una lectura minuciosa de su contexto hídrico, integrando plazas, jardines, núcleos de vivienda, baños y templos; calzadas, canales, acueductos y albarradones; todos estos delimitados por los volcanes y montañas circundantes, formando así un solo sistema. Esta estructura permitía la vida. Daba cabida al paisaje, la flora, la fauna, los seres humanos y sus deidades. Era capaz de unir al mundo físico con el metafísico a través de una profunda comprensión de su posición geográfica privilegiada. Pero además, posibilitaba su replicabilidad a través de la creación de los jardines, o huey tecpan, diseñados al replicar a escala el mismo sistema que conforrmaba a la Gran Tenochtitlán.
No cabe duda de que la conquista marcó un antes y un después en la relación de la Ciudad de México con su contexto natural. En primer lugar, el “balance” hídrico se perdió a partir de la transformación de la ciudad prehispánica en una renacentista, donde había poca cabida para canales, pozas, acueductos y albarradones. Las inundaciones, siempre presentes en la historia de nuestra ciudad, no se dejaron esperar. Y, como había ya sucedido, se empleó la ingeniería hidráulica más avanzada de la época para tratar de contenerlas. La diferencia más importante está en que una civilización permitía la estrecha convivencia con el agua, mientras que la otra planteaba alejarse de este elemento. Una veneraba al elemento como parte de la naturaleza, mientras que la otra veneraba al ser humano sobre la naturaleza. Así, las batallas para librar a la urbe de las inundaciones persistieron durante toda al época colonial y la del Mexico independiente. Más aún, hay evidencia histórica, hermosamente relatada en la reciente publicación “La ciudad sumergida,” del querido y admirado Manuel Perló Cohen, de que tanto Tenochtitlán como el México colonial emplearon sofisticada tecnología hidráulica para hacerse de agua potable. La ciudad en el centro del lago también ha sido históricamente propensa a la escasez.
La historia de la ciudad moderna no ha sido diferente en cuanto al control de inundaciones, aunque sí ha marcado un parte aguas en términos de acceso al servicio tanto de drenaje como de agua potable. A partir de la inauguración del Gran Canal del Desagüe en 1900, la Ciudad de México adoptó los sistemas hidráulicos más modernos, capaces de dar servicio a las grandes poblaciones. Al Gran Canal le siguió el Drenaje Profundo y luego el Túnel Emisor Oriente (TEO). Enormes tuberías construidas para librar a la ciudad del exceso de agua, capaces de constantemente drenar el sistema lacustre que alguna vez ocupó 9600 kilómetros cuadrados de la superficie de la Cuenca de México y del que hoy quedan menos de cincuenta kilómetros cuadrados. Sin embargo, cada vez que nos enfrentamos a un periodo de lluvias atípicas, ni la tubería más grande del mundo (el TEO) es capaz de conducir la lluvia y los escurrimientos de agua provenientes del sistema de montañas y volcanes que delimitan este valle. El día de hoy, vemos llover y la angustia nos invade. Inicia el periodo de estiaje y con él la ansiedad por la escasez. Vivimos en una paradoja hídrica.
Los habitantes del Valle del Anáhuac libramos una constante batalla con el agua. Pero, ¿cuál es la diferencia entre la ciudad de ayer y la de hoy? No es que la ingeniería hidráulica en la época prehispánica haya sido mejor que la colonial, ni mucho menos que la del México independiente y el moderno. Tampoco tiene que ver con el uso de tecnologías industrializadas contra aquellas vernáculas. La gran diferencia, desde mi punto de vista, radica en que durante los últimos siglos nos hemos dedicado a denostar la relación íntima e intrínseca que exisite entre los seres humanos y el agua. Hemos perdido la memoria hídrica, la imagen del agua en la ciudad.
Tengo una visión para la Cuenca de México que se ha ido gestando durante los últimos quince años, tras aprender de la historia, tratar de comprender los sistemas de manejo hidráulico y encontrar las cualidades positivas y negativas de las estrategias de ayer y de hoy. Esa visión considera a los grandes sistemas hidráulicos que permiten la vida en la urbe, pero también entiende de la necesidad de implementear estrategias a otra escala, a escala barrial, capaces de crear un sistema hídrico alterno, decentralizado, paralelo y sostenible de manejo de agua. Esta ciudad se concibió como un huey tecpan, un jardín nahua, con el agua al centro y visible; integrado por árboles, plantas medicinales, fauna y arquitectura; y delimitado por las montañas y volcanes que definen sus carácter endorréico. Ese jardín potencialmente sigue ahí, visibilizando a líquido que permite la vida. Ese jardín es capaz de pulverizarse en miles de otros. Cada espacio público, cada plaza, cada área libre, tiene la posibilidad de reconstruir el sistema.
Hace unos meses, tras la lluvia del 29 de junio de 2025, la jefa de gobierno, Clara Brugada, habló de las Acupunturas Hídricas como esas inserciones urbanas capaces de acoger al agua, almacenarla, absorberla y conducirla hacia las enormes cisternas naturales de nuestra ciudad, los acuíferos. “La ciudad dejará atrás la lógica extractiva del agua y se transformará en una ciudad esponja, capaz de absorber, infiltrar y aprovechar el agua de lluvia desde parques, camellones, pozos y espacios públicos.” Es probable que este discurso no se haya escuchado nunca en la Ciudad de México. Seguramente no en los últimos cuatrocientos años. Esta frase plantea un camino, abre una puerta y permite la reconstrucción de una ciudad capaz de abrazar al agua.
Arquitecta y en Diseñadora Urbana
[1] Rodríguez, et. al. p. 33