ERNESTO BETANCOURT

La modernidad urbana en México puede ser fechada con toda precisión: 25 de junio de 1856. En el contexto de Leyes de Reforma, Miguel Lerdo de Tejada promulga la llamada “Ley Lerdo” para la Desamortización de Fincas Rústicas y Urbanas Propiedad de Corporaciones Civiles y Eclesiásticas, que estableció las condiciones para la desincorporación y venta de propiedades y latifundios que poseía principalmente la Iglesia Católica y corporaciones civiles, incluso indígenas. En pocas palabras, se establecieron las condiciones para conformar un mercado de suelo, la tierra se convirtió en mercancía, como los lo son textiles, los granos o el petróleo. Ciertamente una mercancía peculiar, pues no se puede trasladar y su producción queda limitada por su disponibilidad e incorporación a ese mercado, con la dotación de servicios, y lo más importante: el reconocimiento de un estatuto jurídico que le otorga propiedad, superficie, linderos y atributos varios, obligaciones o restricciones consignadas en las leyes correspondientes y reconocidas por gobernantes y gobernados.

El proceso modernizador de las ciudades en todo el mundo no se dio mediante planes urbanísticos, infraestructuras para autos, grandes rascacielos o incluso la llegada de la industria como suele repetirse: todos efectos colaterales de una causa anterior: la renta urbana, es esa transfiguración del suelo en mercancía y su plusvalor lo que permitió a las ciudades salir de sus ataduras feudales o coloniales, lo mismo en Londres, que en París, Barcelona o en México, Buenos Aires o La Habana, digámoslo coloquialmente, se volvió más redituable vender manzanas lotificadas, que manzanas comestibles.

Desde mediados del siglo XIX, en las principales ciudades, el suelo urbano adquirió un valor de cambio muy por encima de su valor de uso, superior también a la renta rural, el flujo económico desatado atrajo a cada vez más foráneos que deseaban incorporarse a ese mercado laboral y de oportunidades, se incrementó la densidad y la congestión, que no es otra cosa que una sobre-demanda de espacio urbano, provocando la ocupación extensiva del territorio, ya sea de forma vertical u horizontal, normalmente ambas.

Los huertos y haciendas agropecuarias se urbanizaron con calles y lotes, en la Ciudad de México muchas todavía conservan los nombres de las antiguas haciendas: Nápoles, Santa María, Romita, San Rafael.

Mientras el suelo no escasea, así sea de mala calidad, sin servicios adecuados o incluso en zonas de riesgo, el Estado puede administrar su uso y usufructo, utilizarlo como prenda política y mitigar sus efectos nocivos, sea mediante reservas territoriales, normas, ordenanzas o la regularización de ocupaciones informales o incluso ilegales, sin embargo el crecimiento tentacular va dejando localizaciones preferentes que atraen más inversión y más interesados en ubicarse justo ahí, donde el valor queda tasado por el monto máximo ofertado en un momento determinado.

Esta condición puede no gustarnos, podemos imaginar un mundo ideal donde el suelo sea inextinguible y disponible, donde como quería Fourier -el socialista utópico, hasta el mar sería de limonada, pero eso no es así, ni aquí, y literalmente ni en China, pues aunque en el país asiático la propiedad es estatal, su adjudicación sigue las mismas reglas del mercado.

Dado que el valor del capital generalmente es más alto que el del trabajo, sobre todo tratándose de trabajo de cuello azul -eterno conflicto al interior del capitalismo, siempre estará en desventaja a la hora de ofertar, no solo tratándose de usos comerciales, sino residenciales, si el capital puede ofertar siempre más por el suelo mejor localizado, sus dueños lo están para ofertar por sitios privilegiados y mejor servidos para residir.

Hace unos días un grupo de personas desfilaron en varios puntos de las Colonias Condesa y Roma, para desafiar esa realidad, gritando consignas contra la gentrificación, contra los llamados: “nómadas digitales", principalmente estadounidenses y por el costo de las rentas, la protesta derivó en la vandalización de comercios, violencia verbal y física contra transeúntes y consumidores, y consignas xenófobas, el enfrentamiento obliga a la reflexión.

Si todo lo dicho antes no basta para explicarlo agregaré que esos reclamos exacerbados, son el terminante signo de que la expansión horizontal de la ciudad ha concluido, la dispersión que posibilitó por décadas el acceso a viviendas de todo tipo, llegó a su fin: la red de transporte ya no admite más distancia ni demoras, el suministro de servicios básicos: agua y energía está colapsado, la vulnerabilidad por riesgo: inundaciones, deslaves, o derrumbes, por no hablar de la violencia, es alarmante.

En las últimas décadas, las circunstancias sociales, políticas, económicas, incluso culturales de la ciudad han cambiado, las autoridades se encuentran entrampados en una telaraña burocrática e ideológica, las normas que tutelan tienen paralizado el desarrollo urbano y siguen fondeadas en un pantano de programas urbanos

obsoletos del siglo pasado, obstaculizando el acceso a la vivienda digna en zonas centrales, es ese el reclamo y el conflicto visto y oido en la perturbadora manifestación del pasado 4 de julio..

Pero la responsabilidad no es únicamente del gobierno, ni de la “avaricia” de arrendatarios o las triquiñuelas de eso que llaman: “cartel inmobiliario” -tesis simplista con la que una izquierda acalambrada pretende explicar el fenómeno, sino también compartida por lo que se ha denominado: “vecinocràcia”, enclaves de “colonos” que viven aferrados a “usos y costumbres” igualmente anquilosados: usos habitacionales unifamiliares, densidades ínfimas, alturas ridículas de dos pisos, a menudo encubiertas en la defensa retórica del patrimonio, prejuicios que los gobiernos de todos colores alientan para conservar sus nichos clientelares de votantes.

La gentrificación es buena, la expulsión no, no tienen porque ir unidas obligadamente, no se quieren ciudadanos de primera y de segunda, la solución es sencilla: si la oferta horizontal se acabó, hay que buscarla hacia arriba y acrecentarla, nuevas formas de cohabitación demandan no solo vivienda, sino áreas verdes, espacio público de calidad, todo los que la Condesa, Roma, Juárez o Cuauhtémoc ofrecen.

Lo peor sería imponer un control de rentas, ya se hizo en los años 40 y acabó por destruir el patrimonio y corroer las pocas opciones de renta que quedaron, además de generar mercados desregulados, desventajosos siempre para el arrendador.

Con tan solo pasar de dos a cinco niveles el “techo legal”, se triplicaría la oferta privada de vivienda, el gobierno cuenta con suficiente suelo ocioso, desperdiciado y bien localizado: corralones, depósitos, centros de transferencia, donde ofrecer vivienda, puede crear bancos de aire, incluso expropiar suelo inutilizado, una buena herramienta de planeación, siempre y cuando no se convierta en un despojo y su justo valor sea restituido a los propietarios.

El Estado debe convencerse y convencer a las muchas vecinocracias, que, o se cambia el modelo de ciudad petrificado en una normatividad obsoleta y estéril, o no solo viviremos más contaminados, más atorados en el tráfico y más furibundos unos con otros, sino en un conflicto interminable, cada vez más violento y más frecuente. A esa mesa junto con autoridades y ciudadanía se tiene que convocar a la renta urbana, protagonista ineludible, o de otra manera nos la pasaremos nadamás imaginando utopías. La solución como dice Bob Dylan: is blowing in the wind.

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