Los regímenes democráticos atraviesan una grave crisis, y muchos de ellos comparten uno de los efectos más nocivos que han derivado de ella: gobiernos diseñados y producidos para las cámaras, los reflectores y algunas audiencias.
Donald Trump fue el pionero del concepto. Con una campaña que para muchos era un truco publicitario sin mayor trascendencia, a través de declaraciones espontáneas, muchas veces sin fundamento lógico o científico, logró hacerse de la silla más poderosa del mundo. Su mandato no ha sido diferente. Trump entendió un fenómeno que se empezó a gestar desde hace mucho tiempo, en donde la tecnificación y especialización de prácticamente todas las ramas de la economía, y la política, poco a poco fueron alienando a un segmento importante de la población. Este grupo estuvo dispuesto a votar en 2016 por un candidato “que se expresaba como la persona promedio”, que compartía diagnósticos simples para problemas complejos, sin pruebas, pero sin dudas. Votaron por un candidato que les permitía entender un mundo que desde hace tiempo había dejado de entenderlos a ellos. Apostaron por un candidato que se expresaba “como el pueblo” y no por la candidata con relativizaciones y respuestas largas a preguntas cortas, cuyo principal problema no eran esas respuestas, sino su falta de “simpatía”. Pareciera que hoy en los gobiernos, al igual que en cualquier programa exitoso, el protagonista debe generar una reacción emocional en la audiencia. Que sólo necesita fingir que puede desempeñar un papel, aunque sea el papel principal de las democracias.
Hemos entrado en una era en la que, para los dirigentes, es más importante comunicar y “conectar” efectivamente con sus audiencias que resolver los problemas para los cuales dijeron tener incontables soluciones. Aún hoy, cuando la crisis actual requiere una atención primordialmente científica, Donald Trump insiste en encabezar sus reuniones con la prensa, estrategia que ha resultado más costosa que efectiva. Esta semana cientos de personas fueron hospitalizadas, buscaron atención médica o llamaron a líneas de emergencia por usar u obtener información de cómo utilizar productos químicos de uso común para combatir el coronavirus, tras las desafortunadas declaraciones del presidente Trump. Y ni este lamentable resultado ha hecho vacilar al presidente norteamericano, pues nada es más valorado por este líder que el tiempo de cámara, pues en este (triste) espectáculo, él es el protagonista, y gobierna a través de primicias y giros inesperados en la trama.
En El Salvador, ocurre un fenómeno muy parecido. El pasado 27 de abril, a través de un tweet acompañado de un video (que bien podría ser el corto de una película de acción norteamericana), Nayib Bukele, presidente del país, anunció su nueva estrategia de seguridad, mediante la cual hará “que los pandilleros que cometieron homicidios, se arrepientan toda su vida de haber tomado esa decisión.” Las medidas incluyeron mezclar a los miembros de pandillas rivales en las celdas, sellar las celdas para evitar su comunicación con el exterior, cancelar las visitas y autorizar el uso de fuerza letal por parte de los cuerpos de seguridad en su combate a las pandillas. Estas medidas generaron críticas inmediatas de diversas organizaciones enfocadas en la protección de derechos humanos. Su apuesta: mostrar mano dura ante los grupos criminales en marco de una pandemia que se ha salido de control.
Es comprensible que esta postura resulte atractiva para muchas personas, pues en esta época se ha popularizado la percepción de que los criminales (asumiendo que todas las personas en las cárceles lo son) no merecen ser sujetos de derechos humanos (hasta que alguien nos acusa de algo). Pero es de llamar la atención cómo el líder de una nación prefiere tomar estas decisiones a través de un contundente mensaje audiovisual que arriesgarse a abrir el debate sobre la efectividad de dichas medidas, los impactos sociales que tendrán, cómo tales acciones podrían exacerbar la pandemia en centros penitenciarios, y no digamos reflexionar en las externalidades tanto económicas, sociales, y de seguridad que pueden desencadenar. Se privilegió el mensaje para generar rating en una ciudadanía tratada como audiencia en espera de un contenido atractivo y no como un ejercicio de rendición de cuentas ante personas preocupadas por las condiciones de la sociedad en la que desarrollan sus vidas. Además, no es menor el hecho de uno de los mensajes replicados por la estrategia es #QuéBonitaDictadura, porque si el término ganó popularidad de acuerdo con lo que dictan las reglas de las redes sociales, se debe usar, sin pensar un segundo en las implicaciones de este lenguaje en el contexto histórico de los países latinoamericanos.
En México tenemos nuestro propio espectáculo. Primero fueron mañaneras que de una hora se fueron extendiendo hasta dos, luego la vespertina de salud, después la vespertina de economía, y próximamente, la vespertina de los programas sociales. Hoy por hoy acumulamos más de cuatro horas al día del espectáculo del presidente (sin contar los videos donde comparte sus aficiones, como la jardinería). Como todo programa cuando se debe alargar la temporada, seguramente deberá recurrir a la paja, pero lo bueno es que el villano (el neoliberalismo) se sigue manifestando en nuevas y diversas formas. Las cámaras y los reflectores ofrecerán mucho material para ver en las salas de espera de los hospitales, pero quién sabe si habrá camas para hacerlo. Cada quién su programación.