Elena tenía apenas 14 años de edad cuando sus padres, Socorro y Martín, decidieron ofrecerla en matrimonio con Lorenzo, un joven de 24 años que se dedicaba a trabajar en el campo. Los padres de ambos fijaron la fecha de la unión, que sería el 13 de octubre de 2000, en el municipio de Metlatónoc, Guerrero. Pero antes, los progenitores de él acordaron que Socorro y Martín recibirían una “dote” o pago de 60 mil pesos.
La adolescente, quien ayudaba a sus padres con la venta de legumbres en las calles de esa pequeña localidad, no comprendía por qué su madre le insistía tanto en que ya no viviría con ellos, sino con Lorenzo, con quien nunca había cruzado palabra y sólo había visto en unas cuantas ocasiones tomando cervezas con sus amigos. Hoy, ya con 35 años a cuestas, reniega de esta costumbre que le robó su adolescencia.
“No entiendo por qué está tan arraigada en mi estado una costumbre que me causó tanto dolor y sufrimiento. Todo esto me dejó una herida abierta que todavía me hace temblar y me hace maldecir la infame pobreza que existe en mi pueblo y en mi estado”, externa la mujer.
Lee también: Admite juez recurso para que FGR y Fiscalía de Guerrero combatan trata de niñas en el estado
A Elena le cuesta trabajo hablar del tema. Toma aire una y otra vez durante la llamada telefónica que le hace recordar una infinidad de maltratos y vejaciones de las que fue objeto.
En un principio se había negado a hablar sobre su experiencia, pues no quería remover las aguas de tantos recuerdos.
Fue la insistencia de Julia, una activista guerrerense que conoce a Elena como la palma de su mano, quien la convenció para platicar sobre su vivencia, ocurrida hace 21 años.
Elena continuamente pide una pausa para seguir hablando del otro lado de la línea telefónica. Y es que cuenta que una vez que se fue a vivir con Lorenzo a la casa humilde que habitaba con sus padres y tres hermanos menores que él comenzó su calvario. Porque al año de estar en esa casa su exsuegro empezó a abusar sexualmente de ella.
Las noches y las madrugadas eran una verdadera pesadilla para Elena, pues Bernardino, su exsuegro, aprovechaba las constantes ausencias y la embriaguez de Lorenzo para someterla.
Después vendrían el llanto y los gritos de dolor, que se le quedaban atorados en la garganta.
Lee también: Obedecen a criminales en Huitzuco por miedo a violencia
Bernardino la tenía amenazaba con hacerles daño a sus padres y a sus cinco hermanos si contaba a alguien lo que estaba viviendo. Dice que, aunque ya han pasado más de 20 años de esa pesadilla, Socorro, su madre, aún desconoce todo lo que vivió en esa casa de Metlatónoc.
“Nunca les he dicho nada, quizá por vergüenza, quizá para no hacerlos sentir culpables. Y pienso no contarles nada, ¿ya para qué?, el daño ya está hecho”, cuenta con voz triste.
Durante el tiempo que Elena pasó al lado de sus suegros y Lorenzo tenía prohibido visitar a sus padres, que vivían a una hora de distancia. Quizá por el temor a que contara lo que ocurría.
“Fue un infierno lo que viví… no podía decir nada a nadie. Estaba paralizada, aterrorizada, y no podía regresar a mi casa porque si dejas al marido la gente de la comunidad te agrede de muchas maneras. Es más, a algunas hasta las meten a la cárcel”, comenta Elena, quien ahora agradece que nunca tuvo hijos con Lorenzo, con quien estuvo durante dos años.
Cuenta que en una ocasión ya no aguantó más. Después de la paliza que sufrió a manos de Lorenzo, quien descargó su ebriedad en ella, ya no pudo más. Entrada la madrugada, sigilosamente agarró unos billetes que traía en una bolsa el pantalón de su marido. No tomó nada más. Estaba dispuesta a irse con el vestido y los huaraches que traía puestos. Salió despacio, muy despacio para que nadie la escuchara, pues sabía lo que vendría después si alguien se percataba de lo que ocurría. Al cruzar la puerta de la vivienda corrió y como pudo llegó a un paradero de autobuses y huyó.
Lee también: Huitzuco, bajo amenaza de los criminales
Hoy vive en el municipio de Zapopan, Jalisco, donde labora como trabajadora doméstica y gana 13 mil pesos mensuales.
Ya no regresó jamás a su pueblo por temor y una vez al año envía dinero a sus padres para que la visiten. Decidió no tener hijos y mucho menos quiso volver a juntarse o a casarse con alguien, por el temor de que se repitiera la pesadilla que había sufrido con su marido.