En la Central de Abasto de Iztapalapa, donde el bullicio nunca se apaga y los desechos se amontonan por toneladas, dos mujeres escriben su vida entre cartones, botellas y plástico. Sus historias son el reflejo de un trabajo invisible, duro y vital para que este gigantesco mercado no se inunde de basura.
Miriam tiene 29 años y mide menos de metro y medio. Pesa 40 kilos pero cada día carga fardos que igualan o superan su propio peso.
Desde la adolescencia sobrevive en este oficio: más de 13 horas diarias detrás de los contenedores, con el sol o la lluvia como compañía. Sus manos curtidas y la frente marcada hablan del esfuerzo para ganar apenas 300 pesos al día.
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Mientras ella va y viene con su carga, muchos hombres esperan en lo alto de los camiones, observando el botín.
En este mercado mayorista que equivale a 53 zócalos capitalinos, los recolectores venden el cartón a un peso el kilo, y aunque parecen negocios de hombres, la tarea de rescatar los montones de desechos recae principalmente en ellas. Mujeres encapuchadas con trapos viejos que usan como escudo contra el sol.
Norma lleva casi 35 años entre estas pacas. Siguió a su madre en este oficio y ahora lo comparte con su hijo.
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A sus 53 años todavía carga bultos que pesan lo mismo que ella. Cada día enfrenta el machismo, el calor y la injusticia de ser parte de la mayoría en el trabajo más pesado.
“Somos más mujeres —dice—, y somos las que andamos cargue y cargue”.
Su vida entera está aquí: desayuna en el comedor de la Central con compañeros que ya considera familia. Desde que salió de Michoacán, nunca volvió a su tierra.

De lo que junte depende todo: la renta de un cuarto compartido, la escuela de sus hijos, el pan sobre la mesa, 200 o 300 pesos diarios a cambio de cargar más de 200 kilos de reciclaje. Entre montones de desechos ellas han encontrado una forma de vida.
Mujeres que cargan más que cartón: cargan resistencia, cargan familia, cargan futuro, pues al reciclar “ayudamos un poco al planeta”, ríe la madre de familia, porque detrás de cada paca de cartón hay una historia de desigualdad, pero también de dignidad.
“Porque sí se puede vivir desigualdad, hasta en los desechos, aquí somos muchas”, culmina.