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No hay soluciones simples para un problema complejo como lo es el de los grandes flujos migratorios. De hecho, cuando se recurre a ellas, los problemas se agravan. Tal es el caso de las políticas migratorias que criminalizan a las personas. Sus alcances inequívocos son cultivar la xenofobia y generar incentivos perversos para lucrar con la migración irregular. Cuando se saturan los servicios básicos y no se respeta el estado de derecho, la delincuencia organizada encuentra su espacio idóneo, siempre en el oportunismo del caos.
Un buen diagnóstico del problema y sus posibles soluciones empiezan por reconocer las realidades geopolíticas de la región y los intereses que le subyacen, sean abiertos o encubiertos. Que las amenazas de imponer aranceles progresivos a las exportaciones mexicanas se hayan retirado de la mesa, al menos temporalmente, muestra el éxito de la gestión de la Cancillería mexicana. Pero hasta ahí. Mientras no concluya el proceso electoral en los Estados Unidos, la condición del tema seguirá siendo inestable. Pensamos que para tener una relación bilateral más estable, conviene mantener por separado, hasta donde sea posible, al comercio de la migración y de la seguridad.
Más allá de la retórica, hay que reconocer que la situación migratoria que enfrenta México trasciende lo nacional y lo bilateral. Ante un flujo migratorio irregular mixto que incluye refugiados (principalmente de Centroamérica pero también de otras partes del mundo), la dinámica a la que nos enfrentamos es de gran complejidad. No parece haber ante ello una respuesta unívoca. En consecuencia, se antoja necesario explorar modelos y construir opciones. El Plan de Desarrollo Integral (PDI) para Centroamérica, desarrollado bajo el liderazgo de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), es uno de tales modelos. Hay que acabar de pulirlo, fondearlo y aplicarlo en todos los países involucrados. Se requiere de un mayor compromiso internacional y de los organismos multilaterales interesados en el tema. Ciertamente las alianzas se van construyendo, pero tomarán algún tiempo.
Ante el planteamiento de que México se convierta en un tercer país seguro para los Estados Unidos, como ya lo es Canadá, conviene tener presente que no es una buena opción y que puede haber modelos alternativos, acordes a nuestras leyes y tradiciones de asilo –que mucho valoramos y defendemos–, que sean capaces de responder a nuestras realidades geopolíticas, a nuestros intereses colectivos y a nuestras necesidades nacionales.
¿Qué implicaría ser “tercer país seguro”?
Durante años los Estados Unidos han puesto sobre la mesa la idea de que México se convierta en tercer país seguro. Ello implicaría que, para cualquier extranjero que arribe a los Estados Unidos desde México y pida asilo, esta solicitud se le niegue de entrada. Tendría que solicitar su condición de refugiado ante el gobierno de México. México asumiría entonces toda la carga administrativa y financiera que implica la protección internacional correspondiente, y de esta forma, ambos países (los Estados Unidos y México) cumplirían con su obligación, según las leyes internacionales, de non refoulement, es decir, de no devolver al migrante al territorio donde se genera el temor —fundado— de que su integridad está en riesgo. Se asume que fue esa la circunstancia que motivó su salida del país de origen y es, a su vez, la razón sobre la cual se sustenta la petición de refugio.
En suma: en un esquema de tercer país seguro, la opción que tiene el solicitante de presentar su caso ante el gobierno de los Estados Unidos, desaparece. Es muy distinto a lo que actualmente contempla el programa Permanecer en México (Remain in México). Aquí lo que ocurre es que quien solicita asilo en los Estados Unidos debe esperar la resolución de su caso en México, y aunque el asunto pueda tardar años en resolverse, quien lo resuelve no es México. Por razones humanitarias, México se ha hecho cargo —hasta donde ha sido posible— de atender a miles de migrantes en esta condición. Pero resulta inexacto afirmar que, de facto, somos usados como tercer país por los Estados Unidos.
En cambio, si el asilo se solicita a México y se determina que la condición de refugiado procede, el solicitante se convierte en residente permanente de nuestro país, con todos los derechos y obligaciones que la ley mexicana le otorga. Finalmente, en caso de que se niegue en definitiva la condición de refugio, al igual que la protección complementaria, la persona puede ser retornada a su país de origen, siempre y cuando no persistan las condiciones que justifiquen la continuidad de su protección internacional. Como puede apreciarse, hay diferencias sutiles en la letra y en los procedimientos descritos que son de enormes consecuencias para las personas y para los países involucrados. Se trata de un verdadero laberinto jurídico, diplomático y administrativo.
Ahora bien, como se ha insistido en artículos previos (EL UNIVERSAL 24/06/19), no todos los migrantes son refugiados. Por eso es que los flujos de los movimientos migratorios irregulares procedentes de Centroamérica son mixtos. Sería entonces un grave error pretender dar el mismo tratamiento a todas las personas migrantes sin hacer una valoración individual, caso por caso.
Para que México fuera un tercer país seguro de los Estados Unidos, tendría además que firmarse un tratado, cuya ratificación necesitaría ser aprobada por el Congreso para convertirse en ley. Dentro de los muchos temas a negociarse en dicho acuerdo estarían los procedimientos a seguir, una vez denegada una solicitud de asilo en cualquiera de los dos países. Por ejemplo, si México niega la condición de refugiado a una persona, ¿podría solicitar dicha condición a Estados Unidos, o la negativa mexicana constituye una negativa de ambos países y viceversa? Llegar a ese punto presupone una cierta compatibilidad legal e incluso un andamiaje de movilidad humana continental que no tenemos. Similar a la que existe en la Unión Europea, por ejemplo. Además, México (pero no los Estados Unidos) es parte de la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados desde 1951, de tal suerte que usamos criterios distintos para aplicar nuestras leyes. Así que, aunque algunos así lo quisieran, tampoco es tan fácil volverse un tercer país seguro. Al menos no parecería haber una razón inminente de alarma. Finalmente, eso de país “seguro” pues resultaría muy poco creíble. Desafortunadamente, México no es hoy un país seguro por muchas razones, de sobra conocidas.
Hacia un nuevo modelo de gestión migratoria
Las fronteras norte y sur del país cuentan con características muy diferentes, pero tienen en común ser el inicio y fin de la jurisdicción nacional, demarcando los límites de lo que legalmente se concibe como integridad territorial. Las fronteras dividen pero también unen. Tomando en cuenta las necesidades en cada una de las fronteras, se puede plantear un esquema ad hoc regional con tres zonas diferenciadas.
1. Zona Mexicana de Solidaridad. La conformarían los seis estados de la frontera norte del país, en donde quienes solicitasen asilo en los Estados Unidos podrían aguardar el desenlace de su proceso y, mientras tanto, tendrían acceso a empleo y servicios básicos.
2. Zona de Protección Humanitaria para el Desarrollo. La conformarían los estados al sur del istmo de Tehuantepec, en donde los permisos de trabajo no estarían ligados a un empleador, pero sí al Sistema Nacional de Empleo. Aquí la permanencia dependería de una valoración semestral de las condiciones que hayan motivado la expedición de las Tarjetas de Visitante por Razones Humanitarias (TVRH).
3. Zona de Integración y Cohesión. La conformarían todos los demás estados del país, en donde únicamente podrían estar aquellas personas que no se ajusten a los dos supuestos anteriores, pero que cuenten con alguna condición migratoria regular. De hecho, la Oficina del Alto Comisionado para Refugiados de la ONU (ACNUR) ya inició algunos programas de reasentamiento en dichos estados. Esta zona liberaría de tensiones a la frontera sur.
Al regionalizar las acciones migratorias, sería necesario también ampliar la capacidad consular tanto en los Estados Unidos como en Guatemala y Belice. En el norte, implicaría que quienes se encuentren en territorio estadounidense y hayan solicitado asilo, sean presentados ante consulados mexicanos (aunque caigan en el supuesto del Programa Permanecer en México) para recibir ahí una valoración individualizada y los apoyos necesarios antes de su eventual reingreso al territorio nacional. Lo importante de esta adecuación de procedimientos sería que, ante alguna duda o irregularidad, se abriera la posibilidad de dialogar con las autoridades estadounidenses in situ, antes de que los regresen a México. Esto ayudaría a descongestionar la frontera norte.
Bajo la misma lógica, la capacidad de emitir TVRH y otros permisos de internación desde Guatemala y Belice también contribuiría a ordenar los flujos migratorios en el sur. La motivación de la Zona de Protección Humanitaria para el Desarrollo sería la de mantener a las personas en el sur del país, al tiempo que se generen condiciones de desarrollo incluyente. En lugar de que el empleo esté ligado a un solo empleador, los permisos temporales facilitarían el acceso a cualquier actividad económica formal. Si la prioridad son los proyectos productivos en esa región, se pueden vincular la asistencia humanitaria y el desarrollo, haciendo a los migrantes copartícipes en la creación de condiciones sostenibles, en cumplimiento de la Agenda 2030.
El reasentamiento temporal o permanente de ciertos migrantes en algunas ubicaciones del centro del país, debe darse tras una valoración individual. Si existen oportunidades para que algunos jóvenes centroamericanos continúen sus estudios, hay que apoyarlos. Sería una gran opción. Para quienes no tengan oportunidades de reunificación familiar, las opciones de empleo o estudio deben generarse también en la Zona Humanitaria.
Esquemas como el someramente descrito, pueden incorporarse al PDI. Contribuirían a frenar los flujos hacia los Estados Unidos, a respetar los derechos humanos y a promover los objetivos del desarrollo sostenible. Además, es consistente con la realidad de los flujos mixtos, en donde los refugiados utilizan las mismas rutas que el resto de los migrantes. Este tipo de proyectos son, asimismo, propicios para recibir fondos internacionales, asesoría técnica y cooperación por parte de la ONU. La contrapropuesta a estos planteamientos son los campamentos de refugiados y las jaulas para migrantes. Opciones que nada resuelven, y que son inadmisibles por denigrantes e inhumanas.
Convendría tener presente que México preside en la ONU el Marco Integral de Protección y Soluciones Regionales (MIRPS), en el que participan, entre otros, países como Belice, Guatemala, Costa Rica, Honduras y Panamá. Este programa, que cuenta con el apoyo técnico de la ACNUR, ha logrado ya algunas adecuaciones a los procedimientos de refugio. Por supuesto que falta mucho trabajo para materializar las opciones de reasentamiento en terceros países, pero el marco para ello existe y puede potenciarse.
Así como ningún país puede atender satisfactoriamente el fenómeno migratorio por su cuenta, tampoco es posible que algún gobierno lo logre sin la participación activa de la sociedad civil, del sector privado y de otros actores relevantes a nivel local. Si se alinean las políticas y los procedimientos con las mejores prácticas internacionales, se sentarían las bases para hacer funcional un nuevo modelo de gestión migratoria. Ese es el reto, desde nuestra perspectiva.
Cuando se observa el problema a nivel global, en el que participan (en mayor o menor grado) 193 países y al menos 258 millones de personas consideradas migrantes, queda claro que no puede haber un modelo unívoco. A nosotros, como país, nos toca construir el nuestro. Uno que refleje nuestra realidad y tome en consideración todas las implicaciones políticas, financieras, humanitarias, económicas, sociales y diplomáticas, que conlleva un problema de esta magnitud.
El éxito de estos programas depende en buena medida, de la capacidad de coordinación local efectiva y de la cooperación internacional que se tenga. Al diseñar procedimientos y políticas migratorias y de refugio, es ineludible contar con la disposición para la cooperación de todos los otros países interesados, lo cual implica una eficaz gestión diplomática. El ordenamiento de los flujos migratorios requiere de acciones concertadas en ambos lados de una o más fronteras, para desincentivar la migración irregular y promover la disponibilidad de vías regulares y seguras. En otras palabras, la forma más efectiva de ejercer la soberanía nacional en materia migratoria es cooperando con otros Estados soberanos.
Hace algunos años, nadie hubiera pensado en la necesidad de legislar y actuar con firmeza para atender una tasa negativa de migración de México hacia los Estados Unidos. Hoy, ese retorno es una realidad ineludible. La lección aprendida de la experiencia mexicana obliga a no perder de vista que debe prevalecer un balance entre la certeza (con frecuencia transitoria) y la flexibilidad (siempre necesaria). Los temas complejos no necesariamente se resuelven en un solo momento de la historia y menos aún por una sola vía. Hay que reevaluarlos periódicamente y adaptarlos a escenarios inherentemente volátiles, como los que hoy vivimos. Pero algo puede quedar claro: la opción de ser un tercer país seguro, para México, no debe ser la opción.
*Mision Permanente de México ante las Naciones Unidas