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Cuando tenía 14 años, Esther “N” tuvo que abandonar su hogar en Santiago Jamiltepec, Oaxaca, porque uno de sus familiares abusó de ella y quedó embarazada.
No huyó de su pueblo por temor a las agresiones, sino porque su misma familia la acusó de haber “pecado” y provocado la situación en la que estuvo inmersa.
“En Jamiltepec no nos creen, nos culpan a nosotras por ‘provocadoras’ y como el gobierno es de usos y costumbres, la ley es machista. Todos abusan de sus hijas, sus sobrinas y no pasa nada”, relata.
Para tener una vida mejor, la joven viajó a la Ciudad de México. En la capital del país encontró un trabajo en una tienda naturista y conoció a un hombre “de esos que venden hierba y hablan de la suerte”.
En un inicio, esa persona le ofreció comida y un techo donde dormir, pero también comenzó a abusar de ella. De igual forma, en ese lugar Esther conoció a quien sería su tratante durante los siguientes dos años.
“Quien me enganchó era hermano de otra trabajadora que estaba en la misma casa, era un padrote y empezó a hacer amistad conmigo. Después se ofreció a cuidar a mi bebé, me dijo que todo mejoraría, que me iba a apoyar y no iba a haber ningún problema. Tiempo después me explotó sexualmente”, recuerda.
A pesar de que Esther sólo podía descansar cinco horas al día cuando la comenzaron a prostituir, lo más doloroso para ella es que le arrebataron a su hijo de un año.
“Me mantuvieron bajo amenazas, me prometían que me iban a devolver a mi bebé si trabajaba más y más. Así estuve dos años, pero me desesperé y un día me pude subir a un carro, me fui lejos. Después de eso, creí que podría volver a recuperar a mi hijo, pero ya no pude”, señala la joven.
Recuerda que cuando fue víctima de trata de personas vivía con otras mujeres en un departamento pequeño en la colonia Merced. Ahí tenía derecho a alimentarse dos veces al día, siempre y cuando no subiera de peso. La comida era suministrada por sus victimarios, quienes le quitaban a las mujeres la mayor parte del dinero que ganaban.
Esther también tiene claros los momentos en los que su vida estuvo a punto de terminarse por las agresiones que recibía: “Enfrentar la calle es muy difícil, es el mismo infierno, porque hay todo tipo de violencia. Una mujer en esta situación llega a arriesgar su vida completa, ya que los hombres no respetan los límites sexuales que pones”.
Después de escapar de sus tratantes, la joven no pudo encontrar trabajo “porque la prostitución te deja marcada, coloca estigmas”. Por ese motivo decidió volver a las calles y explotar su cuerpo, aunque en esta ocasión lo hizo de manera autónoma y con el cuidado de no caer nuevamente en las redes de trata de personas.
Fue hasta hace un año cuando conoció la organización El Pozo de la Vida, donde la han apoyado con terapias sicológicas, para que pueda superar los traumas de la violencia sexual. Además le ofrecieron entrar a un programa de empoderamiento económico.
En esa misma organización, Esther tuvo la oportunidad de conocer a mujeres que han vivido historias similares a la suya. Eso también le ha ayudado a salir adelante, pues ahora hay gente que entiende su dolor y le ofrece el cariño necesario para sanar sus heridas internas.
“En El Pozo de la Vida tengo un proceso de aceptación, aquí encontré mi libertad y mi felicidad. Si Dios me presta tiempo y vida, quiero seguirme preparando. A futuro me veo cumpliendo dos de mis grandes sueños: escribir un libro y terminar con mis estudios pendientes”, afirma.