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“Mi realidad fue transformada a partir de que fui alfabetizadora”, dice Águeda, una chica de los 4 jóvenes que se han dedicado a enseñar a leer de manera voluntaria en comunidades de algunos estados.
El 8 de septiembre es el día Internacional de la Alfabetización, y según datos de El Instituto Nacional para la Educación de los Adultos (INEA) en diciembre del año pasado se calculó un total de 3.7 millones de analfabetas en todo México, Chiapas en primer lugar con casi medio millón, Baja Califronia Sur en el último lugar con 9 mil, y Ciudad de México en el número quince con más de 69 mil y Puebla con más de 300 mil.
Por medio de la fundación Adeco A.C., estos chicos viajan a comunidades determinadas por un proceso de selección, y en una estadía de 7 semanas se dedican exclusivamente a generar un espacio educativo que responda a los intereses y necesidades de las personas del lugar. Señalan que las edades de los educandos con quienes han trabajado varían de los 13 a los 70 años.
Aranzazú Díaz, directora general de Adeco, explica que aunque no reciben apoyo económico por ser una labor voluntaria, les dan capacitación para enseñar lectoescritura, ser promotores educativos, y para que lleven a cabo la logística y recaudación de fondos para sus gastos durante las salidas a otros estados. Además les proporcionan respaldo legal.
Usualmente hacen un estudio previo de los lugares, y si sus autoridades y pobladores están de acuerdo, ellos van. Se quedan en primarias u otros espacios que les facilitan para dormir y trabajar.
La comida, el transporte y rentas de lugares las pagan con las recaudaciones que consiguen a través de cenas baile, y con la venta de talones de papel llamados becas, que ofrecen en las universidades públicas.
Ángela Leyva, de 20 años, estudia en la Facultad de Filosofía y Letras en Ciudad Universitaria, y cuenta una inquietud de conocer el trabajo en comunidad, la llevó a alfabetizar en un inicio, aunque admite que en ese momento había cuestionado la importancia de enseñar a leer. “Ahí se veía el cambio social que luego se busca y no se sabe cómo llevar a cabo, y en mi primer año sí vi transformaciones concretas y me gustó la idea de seguir formándome”, expresa.
Su motivación para seguir en esa actividad, nació al ver sus efectos. “Estuvimos los últimos 3 veranos en una comunidad, y sí se puede ver el cambio de un primer año a un tercer año (…) lo ves en cómo la gente empieza a hablarle a sus vecinos con los que antes no hablaba, o cómo las energías comunitarias se han transformado”, dice.
Entre los retos que se han encontrado, Ángela expone que es complicado enfrentarse a personas que ya tomaron clases antes y no les gustaron, y que dejan como consecuencia nociones negativas previas que traban nuevas maneras de enseñar y aprender.
Las personas a las que han dado clases, no saben escribir por varias causas. “Con los adultos mayores, muchas veces no había escuela en las comunidades (...) aparte de mujeres a las que no se les dejó estudiar cuando eran niñas”, explica Ángela.
Narciso Cuevas, joven de 27 años, es comunicólogo y trabaja actualmente en una organización abocada a los derechos humanos en Ciudad de México, decidió ser alfabetizador inicialmente por la apatía de sus compañeros en la universidad hacia las causas sociales, aparte de que se sentía inactivo sólo tomando clases.
Tuvo el deseo de continuar como voluntario al conocer las condiciones de vida de las personas que visitaron.“Hay interés de la gente en aprender y enseñarte, además de que el acceso a la educación, a pesar de ser un derecho, está muy restringido”, comenta. “ Además el hecho de ver una educación alterna, en otros espacios, no como la tradicional, que es en un salón y siempre hay un maestro al frente”, dice.
Uno de los mayores intereses que tienen las personas, es poder firmar documentos. “Lo que nos decían era que querían aprender a leer y escribir para saber qué era lo que firmaban, para poner su nombre en algunos papeles oficiales porque a veces esto les impedía recibir ciertos apoyos de un programa social”, detalla Narciso.
Alejandra Pedraza estudia psicología en la UAM y comenta que el analfabetismo podría estar relacionado con la actividad de las comunidades. “Para muchas personas es trabajar en el campo, atender su tienda o platicar con la vecina y no hay espacios donde se practique cotidianamente la lectoescritura”, opina.
Águeda Martínez tiene 19 años de edad, cursa la licenciatura en Estudios Latinoamericanos y dice que la primera vez entró a las campañas para alfabetizar, fue por su interés hacia la lingüística, y luego decidió continuar por la convicción que tiene en ese proyecto educativo.
Estuvieron en dos comunidades al norte de Puebla: San José Corral Blanco y Chachahuantla. Ambos lugares tienen alrededor de mil habitantes y un grado de marginación alto, pues además de que la mayoría de sus pobladores son analfabetas, sus condiciones de vivienda son precarias, según estudio de la Secretaría de Desarrollo Social, del 2013.
En Chachahuantla, en el municipio de Naupan, la comunidad indígena habla Náhuatl, lo que significó un desafío para dar clases. “Fue un reto porque de alguna forma tú llegas con esta idea de qué tan correcto o no es enseñar el español, o si estás imponiendo la lengua, pero de alguna forma tratas de evaluarlo”, comenta Narciso.
“Creían que no se podía leer y escribir lo que hablaban [náhuatl] por lo que fue muy revelador para ellos”, comenta Águeda. “No me generó conflicto enseñar español, porque finalmente fue una necesidad que ellos mismos manifestaron, algunos lo ven como colonialismo, pero yo no lo sentí así”, agrega.
El método de la palabra generadora, del pedagogo Paulo Freire, es el que utilizan para alfabetizar. Consta de 14 palabras que van aumentando su complejidad, primero se enfoca en comprender vocales y luego consonantes. “Es [un método] fonético silábico, vas aprendiendo a escribir con cachitos, que son sílabas, y pues con todo lo que se desprende de una sílaba”, explica Ángela.
“El aprendizaje y tiempo de escala a más palabras varía según el educando”, dice Águeda, quien ejemplifica con dos señoras con quienes trabajó: “con Enedina estuve una semana en la primera palabra y de ahí las demás tomaron menos tiempo, en cambio con Rufina no pasé de la primera en todo en verano”, detalló.
En San José Corral Blanco, gracias a las clases, fueron cada vez más capaces de ser autores de su contexto, escribieron su realidad en el libro “Un mundo en un lugar pequeño, San José Corral Blanco”, que recopila el trabajo de 3 años de esfuerzo de las personas y los voluntarios.
A los 4 educadores se les iluminó el semblante y les apareció una sonrisa al evocar a quienes conocieron. Águeda recuerda a la señora Enedina, quien llegó hasta la octava palabra “guitarra” en 3 años; Narciso recuerda a doña Rosa quien habla español, y en Chachahuantla les ayudó a traducir al náhuatl parte de las clases; Ángela a las 2 mujeres junto a quienes hizo un grupo para analizar el papel de la mujer en la comunidad, y compartir experiencias a partir del ser mujer a través textos.
Respecto al trabajo de institucionesgubernamentales, ellos manifiestan su opinión: "en Chachahuantla me dijeron que el INEA sí fue, pero solo les dejaron manuales, no fue a dar clases", asegura Águeda. “Todo el modelo educativo tradicional está muy viciado de cosas que hacen que la gente no concrete esos aprendizajes, y lo podemos ver nosotros en nuestra educación, no solo en la educación de 'los otros'”, dice Ángela.
Al parecer la alfabetización puede ser una experiencia de aprendizaje transmutadora, mientras permita crear espacios y procesos que faciliten a las personas no sólo saber leer y escribir, sino a través de estos conocimientos encontrar soluciones a los problemas locales.