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Cuando la luz se apaga, el silencio llena el salón de clases de la Academia de Policías de Puerto Vallarta, Jalisco. En el pizarrón un trabajador del Instituto Jalisciense de Ciencias Forenses (IJCF) proyecta fotografías de personas asesinadas, cuerpos olvidados, no reconocidos, resguardados en la morgue en espera de su identificación desde 2011.
La primera imagen es la de un hombre de unos 40 años. El cuerpo tiene tatuado un guerrero en el pecho, y en el brazo una mujer con un bebé. Lleva “Orgullo mexicano” escrito en el abdomen. En la espalda, la Virgen de Guadalupe. Tiene símbolos mayas y un escudo nacional en la pierna. Viste ropas viejas, rotas y llenas de tierra.
El IJCF muestra la imagen a cuatro familiares de hombres desaparecidos , tres son de Aguascalientes. Está María de Jesús de León que busca a su hijo, José Guadalupe Rodríguez, desaparecido hace 9 años en el puerto junto con Arturo Muñoz, hijo de Angélica Romo, también presente. Se encuentra Javier Espinosa, quien busca desde hace 13 años a un hijo que lleva su mismo nombre. Laura Orozco viaja desde Michoacán en busca de su padre y dos hermanos desaparecidos en 2008 y 2012. Les acompañan ocho activistas que pertenecen al Observatorio de Violencia Social y de Género de Aguascalientes (OVSGA).
María de Jesús mira las fotografías. Respira profundo y rápido. Javier Espinosa observa atento y de vez en cuando, ante el horror que acompaña a las muertes, baja la mirada. Angélica Romo prefiere no ver. Una mueca de enojo se dibuja en la cara de las activistas.
Y sigue el desfile de fotografías: “Génesis and Camila”, se lee en otro cuerpo. Su cuello está lleno de moretones. Otro lleva un tatuaje en medio de los hombros con el nombre de un municipio michoacano: Jiquilpan. Lo asesinaron a balazos. Luego una mujer con un tatuaje de sirena, un corazón y en la pierna un pez espada. Torturada. Tenía 25 o 30 años.
Son cuerpos irreconocibles. Rostros desvanecidos. Algunos todavía tienen cabello. Uno se tiene que imaginar en dónde estaban los ojos, la nariz, la boca. Después, huesos negros, casi calcinados. Imposibles de distinguir.
Y el silencio.
Es imposible encontrar a José Guadalupe, el hijo María de Jesús, ”Chuy”, como le dicen, un muchacho delgado con ojos negros y pequeños, o Arturo Muñoz, hijo de Angélica, de orejas grandes y labios reducidos, entre imágenes de osamentas calcinadas y cuerpos incompletos.
Búsqueda entre fotografías de personas fallecidas no identificadas en los archivos del IJCF. Crédito: Mónica Cerbón
Es lunes 17 de agosto. Los familiares observan la presentación de PowerPoint sobre 45 cuerpos y osamentas no identificadas entre 2011 y 2020. La mayoría son hombres de entre 45 y 50 años, solo hay una mujer.
A través de un proyector viejo, la perito Mar Tovar Peña, representante del IJCF en el puerto, muestra una fotografía de extremidades humanas acomodadas encima de una mesa metálica y explica: “De esta persona solo se encontró la mitad del cuerpo, del abdomen para abajo”.
La luz se enciende. Y el silencio se rompe en reclamos.
Javier Espinosa se pregunta cómo podrá identificar a su hijo, si sólo ve cuerpos a la mitad, huesos y rostros desfigurados. “A tu familiar se lo llevaron bien. Que lo vayas a ver de esa manera te trastorna. Hay gente que no aguanta. Nos dañan”, se lamenta. Su hijo Javier llevaba una playera negra sin mangas, un pantalón de mezclilla y tenis blancos el día que desapareció. Era bailarín de breakdance. En abril del 2007 fue a recoger el último pago de un trabajo temporal como albañil cuando un comando armado se lo llevó con otras ocho personas.
Violeta Sabás, del OVSGA, critica la “tortura” a la que son sometidas las familias obligadas a ver una pasarela de víctimas desfiguradas de las que “solo el 10% es identificable”. “No hay madre o padre que pueda reconocer a su familiar en cuerpos irreconocibles”.
Pese a ello, las familias tienen que apechugar y mirar atentas el desfile de horror con la esperanza de encontrar algo conocido: un tatuaje, una cicatriz, una prenda. Y, al mismo tiempo, con el deseo de no encontrar.
La sospecha de que el familiar desaparecido haya sido llevado a una entidad diferente a la de origen es siempre una posibilidad que hace que la búsqueda se vuelva tortuosa e infinita. Las fiscalías estatales ocasionalmente intercambian datos, y poca gente tiene dinero para viajar, visitar morgues, abrir gavetas con cuerpos o revisar los archivos de la muerte con la información de cada cadáver ingresado.
Familiares de víctimas de desaparición colocan carteles de búsqueda en la puerta de la Fiscalía Regional de Justicia Zona Costa de Puerto Vallarta, Jalisco. Crédito: Mónica Cerbón.
Eso motivó el viaje de la primera Caravana Regional de Búsqueda de Personas Desaparecidas entre Aguascalientes y Jalisco, que recorrió las fiscalías y semefos de Puerto Vallarta, Guadalajara y Lagos de Moreno, en el centro del país, donde hay, al menos, una decena de carpetas de investigación abiertas por la desaparición de personas originarias de Aguascalientes buscadas por el Colectivo Buscando Personas, Verdad y Justicia:
Sergio de Lara, de 28 años, salió de viaje en 2011 al municipio de Villa Hidalgo, Jalisco, y no regresó a casa.
Paola Álvarez, de 16 años, desapareció en 2015 en la comunidad La Lumbrera, Cieneguilla, un ejido golpeado por la pobreza a 15 minutos de territorio jalisciense. Un testigo dijo haber visto cuando un hombre, trabajador del Circo Olímpico, se la llevaba. El testigo, presuntamente amenazado, no dio más información. En esa misma comunidad, en 2017 se perdió el rastro de Cristian y José Ángel Vázquez, de 22 y 23 años.
El 10 de mayo del 2018, Maricela Aguirre desapareció en Encarnación de Díaz, a 20 minutos de Aguascalientes. De su caso no hay mayor información.
“No hay estrategia de coordinación ni protocolos estandarizados de búsqueda, eso los ha hecho ineficientes”, explica Sabás, coordinadora del OVSGA, asociación que organiza el trabajo del Colectivo Buscando Personas, Verdad y Justicia. Si hubiera coordinación las familias no tendrían que peregrinar entre fiscalías y servicios médicos forenses (semefos) de distintos estados.
La caravana recorrió 1 mil 161 kilómetros para incrustarse en salones reducidos donde se proyectaron imágenes de personas sin nombre y apellido, convertidas en cuerpos descompuestos, asesinados a balazos, molidos a golpes.
Esta es la tercera vez que Chuy busca en un anfiteatro a su hijo. La primera vez fue hace seis años en la Ciudad de México, la segunda en 2018, cuando acudió al forense de San Pedro Tlaquepaque para buscar entre los cuerpos de los tráileres. Otro peregrinar ha sido el de Angélica Romo y su esposo Arturo, que estuvieron en el semefo de Puerto Vallarta y después en el de Nayarit. Luego en los de Monterrey, Michoacán y Ciudad de México.
“Una se siente afectada, con nervios, es muy triste. Mi esposo casi se desmaya en el forense de Ciudad de México, le afectó mucho”, recuerda Angélica.
Desapariciones transfronterizas
José Guadalupe Rodríguez luce una playera azul y Arturo Muñoz una camisa a cuadros café. Posan juntos en el Malecón de Puerto Vallarta. Es de noche. Detrás les acompañan luces adormiladas y el mar. La foto es del 8 de mayo del 2011, el día en que hombres uniformados como policías, con rostros cubiertos y armas largas, llegaron en una camioneta blanca sin placas a los Condominios Cocorit y apuntándoles en la cabeza los sacaron con violencia. En el lugar quedó un zapato de Arturo, una gorra de José y dos cervezas que no alcanzaron a destapar. Tenían 15 y 17 años.
“Yo lo vi todo. Los golpearon. El mío se resistió. Estaban en la terraza. A mí me apuntaron con una metralleta”, cuenta Angélica Romo, madre de Arturo.
“A mi niño le gustaban mucho las gorras”, platica Chuy, madre de José Guadalupe, y se lamenta porque tardó 15 días en enterarse de la desaparición: “No saberlo antes me dolió mucho”.
La foto es la más reciente que tienen las madres, la tomaron durante esas vacaciones. Nueve años después, la llevan impresa en camisetas para la búsqueda de sus hijos.
A 14 años del inicio de la “guerra contra el narco”, emprendida por el expresidente Felipe Calderón y prolongada por sus sucesores, a las familias de personas desaparecidas las une la esperanza de encontrar a sus hijos, las empodera la colectividad y las rodea un estado que las orilla a realizar sus propias indagaciones. Por eso esta mañana, Chuy y Angélica revisan la carpeta de investigación de sus hijos en la Fiscalía de Vallarta.
En 9 años las autoridades ministeriales han acumulado 572 hojas de oficios de colaboración con otras instituciones y apenas 21 páginas de investigación.
“Los oficios de poco han servido, el avance es nulo”, afirma Chuy, quien se dice determinada a encontrar a su hijo “como sea”.
En Jalisco hay oficialmente 3 mil 682 personas sin identificar, una tercera parte de las 11 mil 97 personas desaparecidas en ese estado hasta octubre del 2020. En contraparte, Aguascalientes tiene un registro de 255 personas desaparecidas, aunque la Fiscalía estatal reconoce sólo 110.
Además de 150 kilómetros de frontera, estos estados comparten proyectos económicos, víctimas de violencia y crimen organizado. De acuerdo con información de la Unidad de Inteligencia Financiera de la Secretaría de Hacienda el triángulo territorial entre estos dos estados y Zacatecas es disputado por el Cártel Jalisco Nueva Generación y el Cártel de Sinaloa, principalmente. Pero también hay presencia de Los Zetas, el Cártel del Golfo, el del Noroeste y la Familia Michoacana.
A las afueras de la Fiscalía de Vallarta las familias de víctimas se aglutinan para pegar en la puerta los carteles de búsqueda con los rostros de sus parientes desaparecidos. En esa labor está Laura Orozco, una abogada de 30 años, hija de Leonel Orozco y hermana de Leonel y José Iván, desaparecidos en Michoacán en 2008, 2009 y 2012, respectivamente. La familia es productora de aguacate.
Familiares y activistas llevan miradas de angustia, de impotencia. Apenas se hablan entre sí. Y así sigue el camino rumbo a San Pedro, Tlaquepaque.
El paisaje de la carretera son árboles frondosos, flores tropicales y plantas enredadas entre los troncos, escenario de crímenes, fosas clandestinas y desapariciones de personas. “Venía maravillada. Luego pensé: ¿cuántos cuerpos estarán perdidos ahí?”, dice, antes de caer la noche, Gloria Romo, defensora jurídica de las víctimas.
Gráfico: Omar Bobadilla.
Las técnicas de desgaste a las víctimas
Es martes 18 de agosto, segundo día de búsqueda. En el estacionamiento de la sede central del Instituto Jalisciense de Ciencias Forenses (IJCF) en San Pedro Tlaquepaque, familiares y activistas esperan sentadas en la banqueta. El olor de los químicos para el tratamiento de cuerpos que sale del edificio provoca dolor de cabeza. Han pasado dos horas desde que Sergio Palacios, perito de la Dirección de Búsqueda, se negó a permitirles el ingreso con la excusa de que no podían entrar quienes no fueran familiares directos.
La espera detona una discusión con los funcionarios:
“Los papás de Paola están enfermos, ¿les van a pedir que vengan? ¿Quieren aquí a las familias de las 70 mil personas desaparecidas? Venimos a buscarles”, reclama al funcionario Mariana Ávila, integrante del Observatorio y representante de la familia de Paola Álvarez, desaparecida en 2015.
“Solo familiares con número de carpeta (de investigación)”, responde molesto Palacios.
Al colectivo se unen las hermanas Silvia e Iraís Urrutia. Entraron en contacto con la caravana por redes sociales. Ellas buscan a su hermano Ángel, de 35 años, y al hijo de Silvia, Luis Ibarra, de 24, desaparecidos en Jalisco el 22 de junio del 2019. El último punto registrado por la geolocalización de sus celulares marcó en San José de Gracia, Michoacán, a 20 minutos de los límites con Jalisco. Es la primera vez que podrán hurgar en un archivo forense.
En medio de la espera y discusión con los funcionarios, víctimas y activistas deciden presentar una queja en la Comisión de Derechos Humanos de Jalisco por el mal trato, y a punto de formalizarla, Palacios accede a que ingrese la caravana. Antes retienen celulares.
Palacios les lleva a un cuarto de paredes blancas y sillones azules. Ahí, está a punto de transmitirse una película de horror: la cara más cruda de la violencia mexicana. El aire huele a muerto, para ser precisos a 575 muertos, que están ahí, en otros salones. En el cuarto contiguo, funcionarios cantan Las Mañanitas. Aplauden y ríen.
El perito presume a las y los buscadores el Sistema para el Archivo Básico de Personas Fallecidas, creado en octubre del 2018 por el gobierno de Jalisco. “Sólo podrán ver fotos tomadas desde esa fecha”, advierte. No contiene ningún registro de años anteriores porque, acepta, no saben cómo digitalizar “las libretas” con información de personas asesinadas.
Las libretas son carpetas llenas de fotografías impresas de personas fallecidas no identificadas desde, al menos, 2008. “Es el mismo horror, pero impreso en hojas de máquina”, cuenta Javier Espinosa, que buscó a su hijo entre esas fotografías en 2010, cuando visitó las instalaciones de la entonces Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada (SIEDO), en Ciudad de México. Esta es la primera vez que busca en el semefo de Jalisco.
“No sé cuánto tiempo tardemos en migrar todos los archivos al nuevo sistema”, comenta Palacios. Y tiempo, saben las familias, es lo que menos tienen.
En la pantalla cada registro está clasificado por estado del cuerpo (si fue encontrado completo o no), causa de muerte (desconocida en la mayoría de los casos), fecha de hallazgo y género. Además, hay cuatro íconos de colores en el extremo: amarillo si tiene tatuajes, negro para señas particulares, rojo para fotografías del físico o la osamenta, y azul para las pertenencias con las que fueron encontrados.
No se puede filtrar, por ejemplo, por rango de edad aproximada, lo que implica que, si Chuy y Javier Espinosa quieren buscar a sus hijos, que este 2020 tendrían 24 y 30 años, deben pasar por 13 mil 364 fotografías de fémures y torsos calcinados, caras amoratadas, cuerpos incompletos, cráneos con tiros de gracia, huesos manchados de tierra o de sangre. Cabezas encima de mesas metálicas y hasta fetos olvidados.
“Es una técnica de desgaste”, susurra Laura Orozco, miembro de Familiares Caminando por Justicia. Quienes escuchan asienten.
A las fotografías las antecede un aviso de “Advertencia” en letras rojas, anticipando el horror. Cuando comienzan a desfilar por la pantalla, hay silencio y sólo se escuchan caer gotas de agua de un filtro para desinfectar el salón por la pandemia de Covid-19.
Palacios parece dictar una clase de anatomía. Ejemplifica el proceso de descomposición humana con un trozo de carne: la putrefacción es diferente si le da el sol directo, o si se entierra, o si se hunde en el agua.
“¿Se atreven a ver lo que había en esta fosa?”, reta el funcionario. Nadie responde. Las caras son de angustia, de dolor. Enfrente, otra vez, el horror traducido en huesos y rostros carcomidos, desfigurados.
De pronto aparece un cuerpo parecido a Diego Portocarrero, de 44 años. Diego es de Aguascalientes y desapareció en un viaje de trabajo a Puerto Vallarta en abril del 2020.
“A ver, otra vez la foto”, pide Violeta Sabás, coordinadora del Observatorio. La mira, anota el número de reporte, y el desfile de fotografías sigue.
Después la activista Mariana Ávila exige saber si las muestras de ADN de las familias siguen en resguardo y si cotejan con cuerpos o restos no identificados.
Gráfico: Omar Bobadilla.
Una década perdida y sin documentación forense
Han pasado 14 años desde la estrategia militarizada de la “guerra antidrogas” calderonista, y aún no se tiene un sistema eficiente de perfiles genéticos que permita cotejar restos de los 38 mil 891 cuerpos sin identificar de los anfiteatros del país, con las muestras de las 75 mil familias que buscan a una persona desaparecida.
El 16 de noviembre de 2009, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) estableció la obligación del Estado Mexicano de utilizar perfiles genéticos para la identificación de víctimas, a través de la sentencia del caso conocido como Campo Algodonero. Durante los últimos años de la administración de Calderón se anunciaron al menos tres diferentes proyectos de identificación a través de muestras de ADN: la Base de Datos en Genética Forense, anunciada en 2010, la implementación del sistema CODIS, un año más tarde, y el programa Genética Forense, que iniciaría en 2012.
En contraste, durante esos tres años se acumularon -al menos- 6 mil 853 cuerpos sin identificar en todo el país, de acuerdo a respuestas obtenidas vía solicitudes de información.
En 2013, el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) donó a México una plataforma tecnológica llamada sistema AM/PM (Ante Mortem/Post Mortem), que “permite gestionar información de personas desaparecidas (AM) y restos humanos (PM) para facilitar la identificación”, estandarizando la forma de registro y facilitando el cotejo entre los datos.
En octubre del 2015 -cuando ya había en México 16 mil 221 personas desaparecidas y 2 mil 374 cuerpos sin identificar- la entonces Procuraduría General de la República (PGR) anunció la puesta en marcha del sistema en todo el país. Pero para marzo de 2020 todavía no había sido instalado en dos estados y apenas 22 de las 33 fiscalías tenían conexión con la base unificada que administra la actual FGR.
Información entregada por la FGR indica que, para marzo de 2020, la base de datos del Sistema AM/PM apenas contaba con datos de 6 mil 789 personas desaparecidas y 5 mil 400 registros de cadáveres. Siete meses después, las cifras incrementaron otros mil 100 (7 mil 889), largas entrevistas sobre las características de personas desaparecidas, y mil 400 formatos sobre cuerpos humanos (6 mil 817). El rezago es enorme: Quinto Elemento Lab documentó que casi 39 mil cuerpos que ingresaron los últimos 14 años a anfiteatros siguen sin ser identificados.
Un ejemplo, Sinaloa tiene mil 217 cadáveres y osamentas sin identificar, y únicamente ha ingresado a la base de datos AM/PM, que permite hacer el cotejo a nivel nacional, la información de 78.
A nivel nacional sólo se tiene información de tomas de muestras genéticas a 6 mil 550 familiares de las personas desaparecidas, sin que sea claro si las muestras corresponden a más de una persona del mismo núcleo familiar.
Las autoridades forenses y de la fiscalía de Jalisco apenas registraron alrededor de 162 tomas de ADN, mientras que en Aguascalientes fueron 17.
Ante la falta de ese sistema prometido desde hace una década, las familias de todo el país se ven condenadas a recorrer morgues, observar cuerpos almacenado, mirar las libretas de registros, carpetas con fotografías, periódicos que exhiben muertos, una y otra vez, todos los días de su vida, esperando encontrar la playera azul de José Guadalupe, los tenis blancos de Javier Espinosa, la camisa a cuadros de Arturo Muñoz.
Una tortura.
En 2018, cuando fueron descubiertos dos tráileres que deambulaban por Jalisco con 344 cuerpos almacenados, las autoridades de Aguascalientes anunciaron que a través de muestras genéticas se logró identificar a dos de los cuerpos. Y han sido los únicos.
“El horror echa a andar la imaginación de lo que pudo pasarle a nuestros hijos”, dice Javier Espinosa al salir decepcionado del ICFJ de Tlaquepaque. Y ese horror, quizá, hace que parezca estar siempre despierto o que Angélica Romo no pueda dormir; que por la noche mientras el Colectivo duerme en una casa oscura y de renta en Guadalajara, se escuche el rechinido de las puertas y pasos a media noche. Que nadie quiera hablar de los archivos de la muerte.
Lagos de Moreno: el horror y la precariedad
Lagos de Moreno, a 40 minutos de Aguascalientes y alejado de la zona conurbada con Guadalajara, es un pueblo mágico color ocre en el que han sido localizadas 29 fosas clandestinas entre 2012 y 2020. Su Fiscalía está rodeada por caminos empedrados. Tiene un moño negro en la entrada y una morgue saturada.
Catalina Mireles, madre de Ana Elvira de 23 años y desaparecida en Lagos en 2015, recibe a la caravana. Está también Jaime López, un hombre mayor de ojos grandes y llorosos. Jaime busca a sus “muchachos”: Gilberto y Jorge López Reyna, de 44 y 42 años, mecánicos industriales de profesión. En septiembre de 2019 les ofrecieron trabajo en un rancho de Encarnación de Díaz, a 30 minutos de Aguascalientes. No regresaron.
Integrantes de Buscando Personas, Verdad y Justicia, y familiares de víctimas de desaparición en la Fiscalía de Lagos de Moreno. Crédito: Mónica Cerbón.
La región Altos Norte de Jalisco, a donde pertenece Lagos de Moreno, es una de las más violentas del estado. De acuerdo con datos del Sistema de Información Sobre Víctimas de Desaparición, en ese municipio han desaparecido 323 personas desde 2013. Pero se cree que son más, la gente vive atemorizada, no denuncia por temor a represalias. La razón principal de la violencia es la conexión con Aguascalientes, Zacatecas y la disputa territorial entre el Cártel Jalisco Nueva Generación y el de Santa Rosa de Lima, con sede en León, Guanajuato, el estado con mayor número de homicidios en 2019.
En la zona sólo existe un investigador: Ricardo Arias Mesa, quien llegó en abril del 2020 a trabajar como Agente del Ministerio Público Distrito 3.
La oficina de Arias es pequeña y desordenada, hay pilas de cajas por todos lados, archiveros adornados con bolsos de mano, un calendario escolar, una grabadora vieja, una estampa del Sagrado Corazón, un teléfono de cable encima de tres cajas. Sillas rotas y polvorientas.
-¿Qué necesita que le demos para que haga su trabajo? ¿Para buscar a mis hijos?- pregunta, indignado, Jaime López.
-Falta personal para tantas carpetas de investigación. Víctimas y testigos no quieren declarar. Hay poca confianza entre las corporaciones policiacas -reconoce Arias. “Se esperan hasta que encontremos fosas”, dice alguien en la oficina.
A las familias en Lagos de Moreno no se les permite hacer búsquedas en campo, como ocurre en otros puntos del estado. En Aguascalientes tampoco se permite. A casi un año de la desaparición de “sus muchachos”, esta es la primera vez que Jaime López podrá entrar el instituto forense para buscarlos.
“Uno se siente presionado, nervioso, no sé qué va a pasar si reconozco algo”, se sincera.
La caravana entra a la delegación del IJCF en Lagos de Moreno, donde hay cuerpos que pertenecen a personas de Guanajuato, Michoacán o Estado de México, pero el personal no sabe explicar por qué siguen en esa morgue que, además, está saturada: resguarda 102 cuerpos aunque le caben 87. No sólo retienen, también pierden. El instituto jalisciense tiene “en investigación” el destino de 355 cuerpos ingresados a sus instalaciones, como admitió ante una solicitud de información.
En un pasillo estrecho, familiares escuchan una explicación que bien podría reflejar el rompecabezas de restos humanos en los que se ha convertido el país:
“Estamos viendo, de acuerdo con su perfil genético, qué cabeza le corresponde a cada cuerpo”, explica Enrique Camberos López, delegado del IJCF. Y por las mejillas de algunas mujeres se escapan pequeñas gotas de agua.
A diferencia de los semefos de Puerto Vallarta y San Pedro Tlaquepaque, en Lagos de Moreno las fotografías de los cuerpos no identificados muestran las escenas del crimen: campos abiertos, patios traseros de casas, brechas rurales. Los cuerpos amarrados con cuerdas, dentro de bolsas negras, semi enterrados, repletos de golpes, calcinados.
Jaime López está concentrado en la imagen de un hombre con el rostro hinchado y golpeado de unos 40 años, casi la edad de sus hijos. Se acerca a la computadora, mira por unos segundos, da unos pasos hacia atrás y concluye: “No, no es”.
Mientras, Chuy y Angélica esperan en la camioneta. Dicen que no pueden pasar otra vez por el mismo proceso: tortuoso, revictimizante. Este día nadie de la caravana pudo reconocer alguno de los cuerpos. Chuy a veces siente que no hay esperanza. Mirar imágenes de cuerpos irreconocibles la pone triste. Y la esperanza sólo regresa, dice, cuando sueña a su José Guadalupe. Vivo.
Para el reconocimiento de cuerpos, familiares de víctimas se amontonan en un estrecho pasillo de la Delegación del IJCF en Lagos de Moreno. Crédito: Mónica Cerbón.