Manuel nunca tuvo miedo de expresar su orientación sexual hasta que sus compañeros de preparatoria lo golpearon y obligaron a comerse su comida del suelo “por ser amanerado”. “Empezaron con la típica ofensa de llamarme joto, a echarme miradas por mi forma de ser, pero yo nunca me sentí inseguro. Ni si quiera el día que me cachetearon porque me defendí de ellos”.
Sin embargo, cuando delató a sus agresores con una profesora, no obtuvo ayuda, sólo la petición de ser más discreto para evitar cualquier tipo de “juegos” en su contra.
Sin dar explicaciones, pidió a sus papás cambiarlo de escuela. No por el temor de volver a ser agredido, porque él podía defenderse, pero sí por la indiferencia de quienes se suponía tenían que cuidarlo.
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“Yo salí del clóset en la prepa. Vestirme diferente, portarme diferente hizo que mis compañeros me apartaran sin confirmar mi género, ni orientación. Fui aislado y agredido. Pude salir de ahí, pero otros no pueden hacerlo”, comenta.
Manuel tiene 28 años. Actos como miradas lascivas, comentarios groseros y ataques físicos le han sucedido por su forma de expresarse.
Mientras caminaba a casa de regreso del gimnasio un carro se orilló y dos hombres intentaron retenerlo. “¿Te subes o te subimos?”, amenazaron. Afortunadamente, una señora le ayudó a resguardarse.
“Te quedas pensando: ¿Y si me violan y me matan?, ¿y si vuelvo a salir y no regreso? Todo por mi orientación sexual.
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“Pienso en los juegos que decía la maestra. Nos educan de esa forma (...) aceptando que las ofensas son un juego, sin hacer nada y se convierten en crímenes”, explica.