Por las calles de , entre mercados bulliciosos y fiestas improvisadas, Javier de la Palma aprendió a . Tenía apenas unos años de adolescente cuando se quedaba mirando a las parejas girar con precisión sobre la banqueta, con pasos firmes y brincos que parecían desafiar al concreto. De ahí, de esas esquinas, nació su pasión por lo que llama “el baile de barrio”.

Hoy, con más de cuatro décadas de trayectoria, Javier es reconocido como parte del Club Estrellas de la Salsa, un colectivo que transforma cualquier hueco de la Ciudad de México en una pista de baile. Con su pareja, con quien se acopló después de varios intentos fallidos bailando incluso con compañeros de su mismo sexo, se ha ganado el mote de “la pareja estrella”.

“El sonidero es más brinquito, a ras de piso y más rápido, a diferencia de la cumbia o la salsa”, explica Javier, con la voz todavía acelerada después de una tanda.

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Lejos de los prejuicios que suelen acompañar al movimiento sonidero, defiende que en esos bailes no hay etiquetas sociales.

“Pobres, ricos… aquí todos cabemos, no hay discriminación”. El baile, dice, no define quién eres. En la pista se juntan comerciantes, profesionistas, estudiantes. Todos buscando lo mismo: libertad.

Esa libertad, indica, es lo que lo mantiene vivo. “Cuando bailo, me olvido del mundo”, confiesa.

Si Javier representa la memoria viva de los sonideros, Marisol Mendoza, la musa mayor, es parte de la fuerza que los mantiene vigentes. Es una de las fundadoras del colectivo Musas Sonideras, un grupo de mujeres que han tomado la batuta para preservar y resignificar este fenómeno cultural.

La música une a quien gusta del baile, aseguran quienes como Emilia, disfrutan el ritmo del barrio. Foto: Diego Prado / EL UNIVERSAL
La música une a quien gusta del baile, aseguran quienes como Emilia, disfrutan el ritmo del barrio. Foto: Diego Prado / EL UNIVERSAL

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“La música nos une, es hacer comunidad desde la pista”, asegura, y lo dice convencida de que, aunque los espacios públicos para organizar bailes son cada vez más reducidos, el eco del sonidero no se apaga.

“Seguimos buscando el goce y el disfrute en los pedacitos de la ciudad. Si hay banqueta, hay baile. Si hay calle, hay fiesta”, asegura.

Sin importar las inclemencias del clima, ellos no dejan de practicar.

El colectivo, como muchos otros, ha hecho resistencia desde la música: con bocinas, tornamesas y la cadencia de los timbales, las congas, el acordeón y el bajo que retumban en las esquinas. A eso se suman los saludos que, entre mezclas, los sonideros dedican a sus barrios y a su gente, un sello que distingue a esta tradición de raíz popular.

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Desde el corazón de La Merced, donde cada aniversario de su mercado se convierte en un carnaval sonoro, hasta los rincones más inesperados de Iztacalco o Tepito, los sonideros siguen encendiendo la ciudad con identidad, resistencia y memoria.

Para Javier, cada paso bailado es también un homenaje a los barrios que lo vieron crecer. Para la musa mayor y sus compañeras, cada sonido y pista improvisada es un recordatorio de que la cultura no necesita escenario: basta un trozo de calle y la voluntad de seguir danzando.

Porque, como dicen quienes han hecho de este movimiento su vida: “Mientras haya música, habrá baile, y mientras haya baile, habrá comunidad”.

Pobres, ricos, comerciantes, profesionistas y estudiantes se olvidan de las diferencias para disfrutar del sonidero. Foto: Diego Prado / EL UNIVERSAL
Pobres, ricos, comerciantes, profesionistas y estudiantes se olvidan de las diferencias para disfrutar del sonidero. Foto: Diego Prado / EL UNIVERSAL
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