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Cada vez se ha vuelto más frecuente escuchar y leer sobre el uso cotidiano de la inteligencia artificial. Desde herramientas como ChatGPT, Gemini, DeepSeek o Meta AI, hasta su integración en procesos educativos, administrativos y creativos, la IA ha dejado de ser una promesa futurista para convertirse en una realidad tangible y ubicua. Su impacto se extiende a prácticamente todas las esferas de la vida social, y el derecho constitucional no es la excepción. En este contexto, la pregunta sobre el papel que estas tecnologías deben desempeñar en la construcción de normas fundamentales adquiere una urgencia inédita.
¿Estamos preparados para permitir que una inteligencia artificial intervenga en la redacción de nuestra Constitución? La pregunta, que hace apenas una década habría parecido absurda o digna de la ciencia ficción, hoy interpela directamente a juristas, legisladores, desarrolladores y ciudadanos por igual. Richard Albert y Kevin Frazier, en su provocador ensayo Should AI Write Your Constitution?, no abogan por un gobierno de algoritmos, pero sí plantean una inquietud que ya no puede ser pospuesta: ¿qué papel debe jugar la inteligencia artificial en los procesos constitucionales del siglo XXI?
De esa provocación conceptual emerge el término “constitucionalismo algorítmico”, entendido no como la delegación del poder constituyente a un programa, sino como un marco de colaboración estratégica entre tecnología y ciudadanía. Esta visión propone que la IA puede y debe ser empleada como una herramienta auxiliar —nunca sustitutiva— en tareas como el análisis semántico de propuestas normativas, la traducción a lenguas originarias, la visualización de datos jurídicos complejos, o la detección automática de contradicciones normativas. El núcleo deliberativo y soberano del proceso constitucional, sin embargo, debe permanecer en manos humanas, no negociable ni parcialmente automatizable.
El ensayo de Albert y Frazier se basa en una encuesta aplicada a más de un centenar de constitucionalistas de diversos países. La mayoría coincide en rechazar el uso de la IA para decisiones sustantivas —como la definición de principios, valores o derechos fundamentales— pero reconoce su valor técnico y operativo. Para evitar cualquier automatización furtiva, los autores proponen un marco denominado Democracy Shield, que actúe como una muralla ética, jurídica y técnica para garantizar que toda participación algorítmica esté subordinada a la deliberación humana y a los principios democráticos.
Este debate no es meramente teórico. En Islandia, por ejemplo, se utilizaron plataformas digitales y procesamiento de lenguaje natural para sistematizar las aportaciones ciudadanas durante el proceso constitucional de 2011. En Taiwán, la herramienta vTaiwan ha permitido procesar con IA las opiniones de miles de ciudadanos para construir políticas públicas más participativas. Estos ejemplos no son paradigmas perfectos, pero sí ilustran que es posible usar tecnología para profundizar la democracia, no sustituirla.
En México, esta discusión adquiere un interés particularmente relevante tras la constitucionalización de la elección popular de jueces y magistrados, una reforma que ha reconfigurado el equilibrio entre la democracia representativa y la autonomía del Poder Judicial.
En este nuevo contexto, la inteligencia artificial podría cumplir funciones técnicas valiosas: evaluar perfiles de aspirantes mediante criterios objetivos, transparentar procesos, identificar vínculos partidistas ocultos o mapear redes de conflicto de interés. Pero también existe el riesgo contrario: que los algoritmos, mal diseñados o deliberadamente sesgados, sirvan para simular neutralidad, manipular percepciones públicas o legitimar decisiones previamente tomadas por grupos de poder.
¿Quién audita al algoritmo? ¿Bajo qué valores se entrenan los modelos que procesan información jurídica? ¿A qué intereses responde la infraestructura digital utilizada en procesos constitucionales? Estas preguntas no pueden dejarse en manos del mercado ni de tecnólogos ajenos a la deliberación democrática. Incorporar IA sin marcos normativos claros podría derivar en una nueva forma de despotismo digital: una constitución aparentemente neutral, pero programada para beneficiar a unos cuantos.
Por ello, la discusión ya no debe centrarse en si la inteligencia artificial debe incorporarse al ámbito constitucional, sino en cómo hacerlo con responsabilidad institucional, legitimidad democrática y apego estricto a los principios de derechos humanos, transparencia y soberanía popular. La tentación tecnocrática debe ser contenida por una ética del límite: la tecnología al servicio del pueblo, nunca en sustitución del pueblo.
Estamos, sin exagerar, ante una encrucijada histórica. El constitucionalismo algorítmico no debe ser un experimento improvisado ni un fetiche tecnófilo, sino una herramienta cuidadosamente diseñada para enriquecer —no suplantar— la deliberación democrática. Si se hace bien, puede convertirse en un mecanismo poderoso para ampliar la participación, reducir opacidad y construir normas más inclusivas, plurales y comprensibles.