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“No podía con mi alma”, recuerda Éricka, una colombiana residente en Milán, Italia, al pensar en el 3 de abril de 2020. Ese día, sola en su apartamento, no tenía fuerzas para respirar; el Covid-19 la invadía.
Caía la noche en la ciudad lombarda, cuyas calles daban cuenta de una cuarentena sin precedentes, donde las luces y el sonido de la ambulancia acercándose a su edificio eran lo único que podían darle esperanza. Estaba lista para abrirle la puerta al paramédico: “Me salvó esta persona que entró vestido como astronauta”.
Aunque le pidió subirse a la camilla, ella no quería hacer “show” frente a los ojos sorprendidos de los vecinos que se asomaban por las ventanas, con el miedo de estar cerca de una paciente de Covid-19, el virus que generaba terror en el mundo. Ericka bajó las escaleras desde un quinto piso y, al llegar a la puerta del edificio, se desvaneció: “Me tuvieron que esperar con una silla de ruedas, ahí me puse a llorar. En mi vida había necesitado una silla de ruedas”.
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En la ambulancia, camino al hospital Instituto Clínico Città Studi, les escribió a sus hermanos en Colombia y les envió los contactos de sus amigos, quienes estarían al tanto de su situación. No alertó a sus padres porque “los podía matar” con la noticia. “Yo esa bomba no la podía soltar”, recalca en charla con El Tiempo.
Tenía miedo de perder la consciencia, de ser intubada. Pensaba que podía ser el final.
“Era ver mi vida como en un video, pero ya no estaba sola e iba a recibir atención médica”, recuerda. Aquel 3 de abril completaba tres semanas encerrada en casa soportando un virus que le daría un vuelco a su existencia.
De sus 47 años, Éricka ha vivido 28 en Italia. La bogotana llegó en 1996 para unas vacaciones y decidió establecerse allí para formarse como diseñadora y consultora en comunicación. Durante más de dos décadas, estuvo al frente de proyectos publicitarios, relaciones públicas y más, en Milán, una de las llamadas capitales de la moda.
"Pensé que exageraban"
A principios de 2020 se vinculó a una multinacional alemana, con sede en Milán, para promover el programa EU Gateway, estrategia de la Comisión Europea con la misión de ayudar a las empresas a expandirse a Asia. Su trabajo consistía en establecer contactos con las firmas y, de alguna manera, alentarlas a explorar el continente que para ese momento era más común en las noticias, no por su economía, sino por la desconocida enfermedad respiratoria reportada en Wuhan, China.
“Alcancé a pensar que estaban exagerando”, reconoce.
Cuando vio el conteo de contagiados, la perspectiva cambió: “Empiezas a decir ‘¡miércoles, esto está mal!”.
Sin reparar en fronteras, el virus SARS-CoV-2 se propagó en cuestión de semanas. Italia, para el 24 de febrero, contabilizó 219 infecciones y cinco fallecidos. Pese al riesgo, aún no había medidas drásticas de aislamiento, por lo que Éricka continuó asistiendo a la oficina. “Había zonas rojas. Toda la gente de esas zonas se desplazaba en los trenes que yo tenía que coger para llegar a mi trabajo”, rememora.
Como si la exposición del tren no fuera suficiente, la colombiana asegura que la empresa tenía fallas: no funcionaba plenamente la calefacción en temporada de invierno, escaseaba el jabón en los baños, no había distanciamiento y los empleados compartían computadores y audífonos sin la debida desinfección.
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“Al final del mes, nos llegó una comunicación de la empresa. Decían que ‘generosamente’ había un seguro de vida con una aseguradora italiana”, comenta. “Quien se contagiaba, y podía demostrarlo, tenía un pago de mil euros (más de cuatro millones de pesos colombianos al cambio actual) y quien fallecía, de 10 mil euros (unos 42 millones de pesos). Ya se sabía que podía causar la muerte porque en China estaban cayendo como moscas”.
Con más de nueve mil contagios y 460 muertos por Covid-19, se impuso la cuarentena en Italia el 9 de marzo para 60 millones de personas. “Nuestro futuro está en nuestras manos”, aseguró Giuseppe Conte, el entonces primer ministro. La orden era quedarse en casa; no obstante, Éricka debió ir a la oficina otros seis días porque no le habían dado aval para el teletrabajo.
“No quería perder la cabeza”, pero sabía que todo parecía “un tren directo a estrellarse”: “¡Vaya suerte la mía, estoy en el núcleo de todo el desastre!”.
Su objetivo laboral de impulsar a las empresas europeas a extenderse a otro continente tampoco andaba bien. “¿Le parece que alguna empresa quería irse a Asia en marzo de 2020? La gente me contestaba ‘¿Está bien de la cabeza?, ¿usted sabe lo que me está proponiendo?’. Qué vergüenza”, contó a El Tiempo.
Cuarentena sin atención
Lo inevitable llegó: aparecieron los síntomas cuando estaba encerrada en casa. Creía que tal vez eran producto del estrés y cansancio del trabajo, sumado a molestias por el asma, enfermedad que la acompaña desde niña. De todas formas, no era una simple gripa, pues la migraña, la pérdida del gusto, el olfato y el apetito— junto con un fuerte malestar— se apropiaron de sus días.
Según el sistema de salud de Italia, debía llamar primero a su médico de cabecera y reportarle el contagio. Para que le contestara el teléfono, estuvo marcándole dos semanas. Y la respuesta la dejó perpleja: “No me creyó que tenía síntomas y me dijo que lo mío era ansiedad. Me pidió tomar un medicamento y unas vitaminas. Dijo que me iba a llamar después y se desapareció. Ahí yo ya no me podía levantar de la cama, me daba fatiga ir al baño, me tocaba arrastrarme hasta el computador para trabajar”.
Tras otra tanda de horas llamando a una línea de emergencias de Covid-19, la operadora le preguntó si tenía fiebre, pero el termómetro le marcaba entre 34 y 35 °. Si quería recibir atención, le aconsejó comunicarse con la Guardia Médica, un servicio a domicilio, y afirmarles que su temperatura superaba los 38 °. Así lo hizo y procedió a esperar a la ambulancia.
“No podía dormirme porque me daba miedo ahogarme y no despertarme más. ¡Fue horrible!”, añade.
Positiva a Covid-19 durante cuatro meses
El paramédico, con traje similar al de un astronauta, la sacó de casa y la subió a una ambulancia con destino al Instituto Clínico Città Studi. Ericka iba vestida como si se tratara de un camping —abrigo, jeans y tenis—; creía que estaría de vuelta en dos días.
En el hospital, la sometieron a exámenes, rayos X y un hisopado ‘de protocolo’ porque era evidente su condición. Sus pulmones estaban a punto de colapsar, tenía una hemorragia y una neumonía avanzada. Quedó internada tres semanas, viviendo en carne propia y siendo testigo de la dureza del Covid-19 con otros pacientes que lloraban y gritaban como si se tratase de “un pabellón psiquiátrico”.
“El Apocalipsis estaba ahí, en el corredor del hospital. Yo también pensaba en cómo le iba a decir esto a mis papás para no preocuparlos más de la cuenta. Sabía que había metido la pata”, narra.
Al cumplir los 20 días, bajo tratamiento con antibióticos y con una bala de oxígeno, le ordenaron la salida, no para ir a su apartamento, sino a un sitio especial: el Hotel Michelangelo, de 17 pisos y 200 habitaciones adecuadas exclusivamente para aislar a los enfermos.
Las secuelas iniciaron el protagonismo en la nueva etapa de la enfermedad. El largo cabello rizado que caracterizaba a la colombiana se caía; no había mañana en la que despertara y no viera los mechones en la almohada. El cansancio escasamente le permitía abrir los ojos. También le costaba ponerse de pie y caminar.
“Yo antes del Covid, difícilmente, sudaba. Luego, desplazarme de la cama al baño era sudar como 100 camisas. Me preguntaba ‘¿qué está pasando?’. Esto te derrumba”, rememora.
La estancia en el hotel se prolongaba cada dos semanas porque la prueba del coronavirus le arrojaba resultado positivo. Sola en su habitación, con una ventana hacia la desolada Milán, vio el paso de 70 atardeceres. El 2 de julio de 2020 pudo regresar a casa.
Era como una viejita de 90 años
El contrato con la multinacional terminó tres días antes, el 30 de junio. No se lo renovaron ante el largo periodo de incapacidad y porque, según cuenta, los directivos “esperaron calladitos” para retirarla y considerar que tuvo “una enfermedad simple”, no un infortunio laboral.
“Mi molestia no es haber perdido el trabajo porque no era el trabajo de mi vida”, sentencia. “Ellos me quitaron la capacidad de trabajar”.
Salir del hotel fue como si “el mundo se le hubiera caído encima” debido a que las secuelas no desaparecieron. Por ejemplo, sus manos se volvieron frágiles, no podía exprimir un limón ni sostener las ollas: “Era como una viejita de 90 años. Me preguntaba por qué y trataba de justificarlo… Decía ‘estuve encerrada mucho tiempo, a la próxima semana a lo mejor me aliento’”. Las semanas corrieron y no sanó. La indicación del médico era que guardara reposo.
Ericka perdió su identidad. “Ya no soy yo, ya no soy la misma. Era una persona hiperactiva, llena de energía, pero esto demuele”, enfatiza. Aunque ha estado en terapias y golpeando las puertas de distintos médicos, hasta ahora no ha podido cortar de raíz el denominado covid prolongado, condición por la que padece síntomas después de más de tres años de la enfermedad.
No hay una cifra exacta de pacientes como ella. Estimaciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS) indican que entre el 10 y 20 % de quienes superaron el Covid-19 pueden experimentar efectos a mediano y largo plazo. Según la autoridad médica multilateral, los síntomas incluyen fatiga crónica, disfunción cognitiva, problemas de memoria, dolores musculares, pérdida del olfato y gusto, entre otros que están en estudio y para los que, hasta ahora, no hay tratamiento farmacológico probado.
Perderlo todo
A lo largo de estos años, sin trabajo, la bogotana vivió de un subsidio gubernamental en Italia, el cual le fue retirado a mediados de 2023. Como los ahorros se esfumaron, ha debido recolectar fondos y acudir a la ayuda de sus amigos y familiares para tener con qué comer.
¿Por qué no se devuelve a Colombia? Es una de las preguntas que algunos le formulan. “¿Ir a pesar en la economía de un pensionado, que es mi padre, y mi mamá, una ama de casa, para no desacomodar a una multinacional que jugó con mi vida?”, responde, con dos metas claras en su cabeza: lograr que le reconozcan invalidez civil y una indemnización por accidente laboral que, por dificultades con los sindicatos, trámites y falta de recursos para pagar un abogado y demandar, manifiesta que no ha podido concretar.
“Estoy en una condición de discapacidad, de una enfermedad crónica y degenerativa, por lo que necesito estar cerca de la investigación en Europa”, agrega para El Tiempo.
Camino a la sanación
La colombiana celebró como si hubiese “ganado la lotería” que en octubre de 2023 fuera incluida en un grupo de 182 personas de un ensayo clínico con el tratamiento Temelimab, fármaco empleado para la esclerosis múltiple que busca confrontar los síntomas neuropsiquiátricos y el deterioro funcional de los pacientes de covid-19 prolongado.
Para el selecto estudio europeo, Ericka fue llamada por pertenecer a la Asociación Italiana Long Covid y superar las pruebas, por las cuales le fue detectada la proteína HERV-W ENV, presente en la sangre de quienes padecen el también llamado covid persistente.
Con donaciones de allegados, el Consulado de Colombia en Roma y un grupo de colombianos, ha viajado sin falta desde Milán hasta el Hospital Gemelli, de Roma, para cada una de las dosis que le dan esperanza y le traen semanas de energía o de fuertes efectos secundarios. Le falta una inyección y hasta junio de 2024 sabrá si le administraron el medicamento o un placebo.
Si bien espera que Temelimab ayude a mermar unos síntomas, no es la sanación completa. Por ello, busca un tratamiento de cédulas madre en una clínica de Medellín para expulsar la enfermedad definitivamente, solo que no cuenta con el dinero para costearlo.
“No sé qué me vayan a decir en junio, pero no quiero vivir más años así. No sé si voy a volver a recuperar mi salud, pero si me curo mañana, seguiría en esto”, dice sobre los proyectos de divulgación de salud y ciencia que tiene en mente y para los que busca apoyo mediante su cuenta de Instagram (@nonsono_piuio_real1).
Ahora, está convencida de que hay que “poner siempre primero el bienestar y la salud” sobre cualquier cosa. Mientras se alista para su última transfusión, asegura “merecer un momento de descanso y no de zozobra”.
“Esto no da tregua”, concluye.
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