Hace 199 años Simón Bolívar convocó en Panamá, entonces parte de la Gran Colombia, al llamado Congreso Anfictiónico con el objetivo de buscar la unión de las nuevas naciones americanas. Asistieron la Gran Colombia, México, Perú, Bolivia, la República Federal de Centro América, Bolivia y Estados Unidos, a instancias de nuestro país. Participaron también observadores de la Gran Bretaña y, a título personal, de Países Bajos, ambos rivales de España. Entre otras cuestiones, el Congreso discutió la “efectivización de la Doctrina Monroe”, contingentes militares comunes y medidas de presión para obligar a España al reconocimiento de las nuevas repúblicas. Sin embargo, pleitos fronterizos entre Perú y la Gran Colombia por Guayaquil, así como México y Centroamérica por el Soconusco afectaron las discusiones, lo mismo que el desacuerdo entre nuestro país y la Gran Colombia sobre quién debería encabezar el esfuerzo anticolonial en el Caribe. A fin de evitar que el congreso quedara “bajo la influencia omnímoda de Bolívar” se propuso que los trabajos continuaran en Tacubaya, pero las convulsiones políticas que vivía nuestro país lo impidieron. Las limitadas conclusiones del Congreso fueron plasmadas en un tratado que sería ratificado solo por la Gran Colombia.

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Jefes de Estado de los países participantes en la cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), tras la reunión en Buenos Aires, el 24 de enero de 2023. (17/03/2025) Foto: Luis Robayo | AFP
Jefes de Estado de los países participantes en la cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), tras la reunión en Buenos Aires, el 24 de enero de 2023. (17/03/2025) Foto: Luis Robayo | AFP

Salvo que EU formaba parte del “sueño de Bolívar” y que España era el enemigo común, poco ha cambiado en dos siglos. Disputas, proyectos antagónicos, rivalidades nacionales y hasta personales: muchos de los obstáculos a la ansiada unidad latinoamericana son los mismos, aunque se han agregado más complejidades. A las diferentes experiencias coloniales y las muy diversas geografías, demografías y riquezas naturales en cada territorio se comenzaron a sumar otros factores, unos más determinantes que otros para crear divisiones. Guerras, nuevas disputas limítrofes, vaivenes políticos e ideológicos, diferentes papeles de la Iglesia y los ejércitos, desigual acceso a recursos naturales, intromisión de potencias extrarregionales y el grado de cercanía (geográfica y política) con EU, distintos niveles de industralización y educación, así como divergentes modelos de desarrollo y cultura democrática, entre otros. Tanto así que resulta difícil argumentar que la historia de los países del continente no ha moldeado naciones muy distintas entre sí. Con excepción de Brasil y el Caribe no hispano, América Latina comparte idioma y una potencia colonial común, pero es una región mucho más heterogénea y dividida de lo que la leyenda romántica ha hecho creer.

La revolución cubana, las dictaduras militares y las guerras civiles en Centroamérica trajeron escasez, represión e inseguridad, ampliando, si se puede, las diferencias y singularizando a los pocos países que, como México, disfrutaban de crecimiento económico y estabilidad social y política, aunque fueran relativos. La paz, el paulatino regreso de elecciones a la mayor parte de la región y el final de la Guerra Fría trajeron un relativamente breve periodo de consenso regional en torno a valores como la democracia, la defensa de los derechos humanos y el estado de derecho. Hija de esos años de entendimiento es la paradigmática Carta Democrática de la OEA del 2001. Sin embargo, alentadas desde Caracas, comenzaron a regresar las divisiones a la región, al tiempo que, con dinero venezolano, La Habana salió del aislamiento en que había quedado durante la luna de miel de la democracia en América Latina.

Después de la creación de la OEA en 1948, la región ha intentado distintos modelos de agrupamiento, algunos para lograr el “sueño de Bolívar”, otros para lo contrario: desde organismos subregionales hasta mecanismos informales de concertación política o económica, pasando por cumbres transatlánticas y uniones aduaneras o comerciales. Con distintos grados de éxito y con diferentes lógicas, unos han resultado complementarios, otros divisivos o francamente hostiles y varios se han vuelto irrelevantes ante la falta de intereses comunes concretos. Veamos:

CARICOM fue el primer esfuerzo de coordinación subregional (1973). Hasta la fecha continúa siendo muy funcional para elevar el valor de los votos en bloque del Caribe no hispano en organismos internacionales, como ilustra la reciente elección del canciller de Surinam como secretario general de la OEA. Mercosur, por su parte, es una unión aduanera, integrada desde 1991 por países del sur del continente. La manzana de la discordia había sido hasta ahora la membresía de Venezuela, contraria a su vocación democrática. Sin embargo, el reciente acuerdo de reciprocidad para la eliminación de aranceles entre EU y Argentina obligará a Milei a solicitar una dispensa a sus socios de Mercosur para otorgar un trato diferenciado a EU o podría ser la excusa para abandonar el bloque, lo que sería un duro golpe para el organismo por el peso relativo de la economía argentina.

ALBA, formalizada en 2004 como contrapartida al Área de Libre Comercio de las Américas —promovida entonces por EU—, pronto se transformó en una plataforma de movilización política de gobiernos aliados a Venezuela y Cuba para avanzar la agenda “bolivariana” en la región, incluyendo actos de desestabilización y apoyo a candidatos simpatizantes en elecciones en todo el hemisferio. Dependiente de la riqueza petrolera venezolana de la época, ahora esfumada, el foro ha perdido relevancia. UNASUR fue otro experimento de la marea roja de principios del siglo. Iniciativa resultado del expansionismo brasileño, llegó a reunir a todos los países de Sudamérica para “desarrollar un espacio regional integrado”. Sin embargo, como resultado de un giro a la derecha de la mayor parte del continente, Argentina, Chile, Colombia, Brasil, Paraguay y Perú suspendieron su participación en 2018. Aunque Brasil regresó, actualmente está inactiva. Por su parte, la Cumbre Iberoamericana, establecida en 1991, es un animal distinto que, a contrapelo de otros ejercicios, buscaba mirar hacia afuera, no hacia adentro en un afán de reconciliación histórica, que incluyó lo mismo a Latinoamérica que a los antiguas potencias coloniales, España y Portugal. Pese a haber tenido un arranque exitoso, con el correr de los años ha ido perdiendo relevancia como espacio de diálogo político de alto nivel para transformarse más en un gestor de programas de cooperación.

La suspensión de Cuba de la OEA en 1962 fue origen y ha sido sustento de una exitosísima campaña negra de la izquierda latinoamericana más rancia contra el organismo, que perdura a la fecha. Por ello, era natural que la isla se negara a reintegrarse cuando la OEA decidió por unanimidad en 2009 levantar su suspensión. Para acomodar a Cuba en el concierto latinoamericano, el Grupo de Río, heredero de Contadora, se transformó en la CELAC al año siguiente. Con tales antecedentes, no debería sorprender que Cuba y sus aliados en la región secuestraran la agenda del mecanismo para convertirla en un ariete contra “el imperialismo yanqui” y “el ministerio de las colonias”, como se referían despectivamente a la OEA, con el objetivo de construir una alternativa sin EU que sustituyera al organismo hemisférico. Pese a múltiples intentos, no han tenido éxito. Los miembros no solo han sido incapaces siquiera de establecer un secretariado permanente, condición indispensable para competir, sino tampoco de tomar los pasos necesarios para reemplazar a la OEA que incluiría, inevitablemente, abandonar al organismo y renunciar a los estándares hemisféricos y la muy amplia arquitectura de cooperación, derechos humanos, observación electoral, democracia, seguridad, salud (OPS) y financiamiento (BID) construida durante casi 80 años.

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Podría resultar irónico pero la vapuleada OEA , pese a sus problemas y limitaciones, sigue siendo, por mucho, el espacio más robusto y mejor consolidado institucionalmente para la concertación latinoamericana, entre otras cosas porque ha sabido procesar las diferencias y tomar muchas y muy relevantes decisiones a lo largo de décadas. Sin embargo, su futuro no está libre de nubarrones, como el resto de los organismos multilaterales tras el regreso de Donald Trump al poder en Estados Unidos. Con su desprecio por América Latina, su desafío al sistema internacional de reglas, sus ocurrencias irresponsables, Trump podría lograr lo que la CELAC no ha conseguido en 15 años: herir de muerte a la OEA. Porque la cruda realidad es que, como los mexicanos hemos podido confirmar en este par de duros meses, cualquier mecanismo pan-hemisférico sin EU es demagogia pura. Como la CELAC.

Diplomático de carrera por 30 años, fue embajador en ONU-Ginebra, OEA y Países Bajos @amb_lomonaco

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