Miami.— El , como se conoce al plan fiscal aprobado por el Congreso estadounidense y firmado por el presidente el 4 de julio, no sólo representa el mayor viraje en la política energética en Estados Unidos desde la década de 1980, sino también la coronación de un proyecto ideológico largamente acariciado y anunciado, con el que busca desmantelar los fundamentos de la transición energética impulsada por sus antecesores y posicionarse como el arquitecto de una restauración fósil.

El contenido del proyecto es devastador para los pilares de la política climática estadounidense y mundial. Entre sus principales medidas está la eliminación anticipada de créditos fiscales para energías limpias, especialmente aquellos contenidos en la Ley de Reducción de la Inflación (IRA) firmada por el presidente Joe Biden en 2022. Bajo la nueva legislación, los proyectos eólicos, solares, geotérmicos o de baterías sólo podrán acceder a incentivos si inician construcción física en 2025 y entran en operación antes de 2027. Toda posibilidad de planificación a largo plazo ha sido eliminada y las reglas intermedias fueron sustituidas por un marco de “avance físico” que exige demostración material para acceder a beneficios. No basta con el financiamiento aprobado, ni con permisos en regla.

La consecuencia ha sido un congelamiento inmediato en la industria. Más de 4 mil 500 proyectos de generación limpia han quedado suspendidos, cancelados o postergados indefinidamente. Empresas como Tesla Energy, First Solar, Enphase y Sunrun han reportado interrupciones en sus cadenas de producción y reevaluaciones de inversión. La empresa Iberdrola canceló una inversión de mil 400 millones de dólares en energía eólica marina. Orsted, la firma danesa, suspendió todos sus contratos en la costa atlántica estadounidense. En conjunto, el sector proyecta pérdidas de entre 270 mil y 350 mil millones de dólares en inversiones privadas directas.

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El impacto laboral no ha tardado en manifestarse. En Texas, donde se concentraba una buena parte de la manufactura solar y la expansión del hidrógeno verde, las asociaciones industriales estiman más de 120 mil empleos en riesgo. En Illinois, donde las instalaciones eólicas y la eficiencia energética habían dado vida a zonas rurales en declive, la proyección es de 52 mil puestos amenazados. El Labor Energy Partnership calcula que, si no se revierte el marco legal, podrían desaparecer más de 830 mil empleos en todo el país en los próximos tres años.

En el sector de energía solar residencial, la contracción es aún más aguda. La Solar Energy Industries Association (SEIA) anticipa una caída de 85% en la instalación de techos solares para 2026, lo que pondría en riesgo a más de 100 mil trabajadores, muchos de ellos en pequeñas empresas familiares. Este derrumbe afecta especialmente a comunidades latinas, negras y de veteranos militares, que habían encontrado en la instalación solar una fuente de empleo estable y bien remunerado tras la pandemia.

Los hogares sentirán los efectos del “hermoso” proyecto de Trump en sus facturas eléctricas. Según el Center for American Progress, los costos podrían aumentar entre 110 y 400 dólares anuales por hogar, dependiendo del estado y el tipo de consumo. En promedio, las proyecciones apuntan a un aumento de 230 dólares para 2035, producto del retraso en infraestructura, aumento en importaciones fósiles y sobrecarga de redes obsoletas.

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La red eléctrica misma está en riesgo. La consultora Wood Mackenzie advirtió en julio que, con el freno a la transición verde y el crecimiento exponencial del consumo energético por los centros de datos de inteligencia artificial, EU enfrentará un “cuello de botella estructural”. La falta de nueva capacidad renovable dejará a muchos estados expuestos a apagones, especialmente en verano.

El componente ambiental no es menor. Los analistas del Environmental Defense Fund estiman que el retroceso en energías limpias provocará al menos 310 millones de toneladas métricas adicionales de dióxido de carbono en la próxima década. Este aumento de emisiones pone en entredicho cualquier meta de neutralidad climática y reabre brechas de salud pública, sobre todo en comunidades cercanas a plantas fósiles.

Trump ha presentado este paquete legislativo como una victoria de la soberanía energética, la eficiencia económica y la verdad frente al “dogma verde”. En sus discursos, ha repetido, “vamos a perforar como nunca antes. El sol sale, el viento sopla, pero no ganamos guerras con molinos de viento”.

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Esta narrativa ha calado en parte del electorado republicano. Según Pew Research, el respaldo a la energía solar entre votantes conservadores cayó de 84% en 2020 a 61% en 2025. El apoyo a la eólica cayó aún más, de 75% a 48%. Sin embargo, una mayoría de votantes, incluso republicanos moderados, sigue apoyando la inversión federal en investigación climática (más de 70%) y en energías limpias para reducir costos.

En las encuestas, el One Big Beautiful Bill es ampliamente impopular. Un sondeo de Washington Post/Ipsos en junio reveló que 55% de los votantes lo desaprueban, frente a 29% que lo respalda.

Del lado demócrata, la reacción ha sido frontal. Diecisiete estados liderados por gobernadores demócratas han presentado demandas para bloquear la implementación del plan fiscal, acusando al gobierno de Trump de extralimitarse al congelar fondos y anular programas autorizados por el Congreso anterior. Legisladores como Hakeem Jeffries, Elizabeth Warren y Cory Booker calificaron el proyecto de “una demolición del futuro energético del país” y advirtieron que tendrá efectos devastadores en las comunidades más vulnerables.

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Las reacciones internacionales tampoco tardaron en delinear un nuevo mapa del liderazgo climático global. La Unión Europea (UE) tomó distancia inmediata, reafirmando su compromiso con la neutralidad de carbono y negándose a firmar declaraciones conjuntas con China sin garantías, mientras analiza medidas comerciales para proteger su industria limpia ante la desregulación estadounidense.

El Reino Unido emprendió una ofensiva diplomática para articular una alianza climática alternativa junto a China y la UE, buscando mantener vivos los compromisos del Acuerdo de París sin EU, toda vez que desde el inicio de la segunda presidencia de Trump, el país se retiró del tratado. Canadá expresó públicamente su decepción y reiteró su permanencia en la ruta del crecimiento limpio. Alemania reafirmó sus metas de neutralidad para 2045 y Japón e India mantuvieron sus compromisos con la transición energética, destacando sus esfuerzos por superar sus propias metas nacionales.

China intensificó su rol como potencia verde, duplicando su capacidad solar y ofreciendo liderar una coalición tecnológica y climática con Europa. Brasil y otras potencias emergentes lamentaron la deriva de Estados Unidos, pero declararon su intención de seguir adelante con sus estrategias nacionales de descarbonización. En conjunto, este bloque de países avanzó en la construcción de un eje climático mundial sin EU, consolidando una nueva geopolítica del clima donde el liderazgo ya no se mide en discursos, sino en políticas concretas y despliegue tecnológico.

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Analistas internacionales como Thomas Friedman han advertido que “Trump no sólo está apagando la transición energética, está cediendo el siglo 21 a Beijing”. Las empresas globales que antes apostaban por EU ahora vuelcan sus inversiones hacia Europa, India y América Latina, donde hay mayor certidumbre legal y compromiso climático.

Aun así, para la base trumpista, este paquete no es un error, es una afirmación de poder. Trump ha logrado articular el rechazo a las políticas verdes como una cruzada cultural. La energía limpia ya no es sólo una cuestión tecnológica, es símbolo del progresismo, de la élite, de la regulación federal. Para los trumpistas, desmantelar la transición verde es una forma de “recuperar la libertad”. Para Trump, es además una herramienta electoral: armar una mayoría social alrededor del nacionalismo energético.

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