Miami. El 10 de agosto de 2024, el entonces embajador estadounidense en México, Ken Salazar, compareció ante los medios de comunicación en la sede de la embajada, para decir que “la evidencia que vimos es que llevaron a El Mayo Zambada contra su voluntad”. Fue, dijo sobre la detención del capo más longevo del narcotráfico mexicano en una pista de aterrizaje de Nuevo México, “una operación entre cárteles donde un grupo entregó al otro”.
La revelación cayó como bomba en Palacio Nacional. No solo Estados Unidos tenía bajo custodia a “El Mayo”, sino que lo había recibido sin que mediara un proceso formal de extradición, ni colaboración bilateral, ni aviso previo. Era, en palabras de uno de los funcionarios mexicanos presentes aquel día, “la ruptura más grande al protocolo entre nuestros países en décadas”.
Desde la perspectiva del aparato de seguridad e inteligencia de Washington DC, no se trató de una violación diplomática, sino de una necesidad operativa. “Era un objetivo prioritario. La colaboración tiene límites cuando se trata de proteger a nuestra población del fentanilo y otras drogas”, confirmó una fuente del Departamento de Justicia de Estados Unidos a EL UNIVERSAL. En la práctica, “fue el acto más audaz de unilateralismo antinarcóticos desde la captura de aquel personaje de Panamá el general Noriega” señala a este diario el especialista y abogado Jaime Ortiz.
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Lo que siguió entre ambos países fueron semanas de frialdad binacional. La Secretaría de Relaciones Exteriores de México emitió notas diplomáticas exigiendo explicaciones; el entonces presidente, Andrés Manuel López Obrador, calificó el hecho como “una falta de respeto a la soberanía mexicana” y pidió, sin éxito, una reunión bilateral de alto nivel. La respuesta de Washington fue el silencio.
Para algunos, lo importante era que Zambada ya estaba en poder de Estados Unidos. Lo demás eran “daños colaterales manejables”.
Sin embargo, en el Departamento de Estado, diplomáticos de carrera expresaron su preocupación por el precedente. “Lo que se rompe una vez puede romperse siempre”, advirtió un exfuncionario con experiencia en la embajada de México.
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La desconfianza en las instituciones mexicanas pesó más que cualquier argumento formalista. Un reporte interno del Departamento de Justicia, obtenido por la agencia Reuters, señalaba que la operación se mantuvo en secreto “para evitar filtraciones dentro del aparato de seguridad mexicano”.
La operación fue, en palabras de la analista Vanda Felbab-Brown del Brookings Institution, “un truco maestro sin disparar una sola bala”.
Según el propio Zambada, Joaquín Guzmán lo engañó para reunirse, lo secuestró y lo llevó en una avioneta a un aeropuerto en Nuevo México, cerca de El Paso, Texas, donde Guzmán se entregó y lo entregó. “El aterrizaje en Nuevo México no fue interceptado ni por autoridades mexicanas ni por la DEA, que mantuvo un perfil bajo hasta que el avión aterrizó en Nuevo México. El traslado de El Mayo fue limpio, quirúrgico y eficaz”, comenta Ortiz.
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La entonces canciller mexicana, Alicia Bárcena, elevó formalmente el reclamo cuestionando a Washington DC. ¿Cómo pudo un ciudadano mexicano de alto perfil salir del país sin que nadie lo supiera? ¿Quién lo escoltó? ¿Qué acuerdos previos existieron? La nota fue recibida por el gobierno estadounidense, pero jamás respondida. “La postura de Washington fue muy clara; en ningún momento se violó territorio mexicano; Zambada simplemente llegó a su territorio, como sea que haya llegado. Para el equipo legal estadounidense, eso fue suficiente para que El Mayo quedara bajo jurisdicción de los Estados Unidos” subraya Ortiz.
Desde el punto de vista judicial, el caso se sostenía. El principio de “male captus, bene detentus” (captura ilegítima, detención válida) ha sido usado durante décadas por las cortes estadounidenses. El abogado defensor de Zambada argumentó ante la Corte del Distrito Este de Nueva York que su cliente fue secuestrado, pero la jueza asignada desestimó el recurso. “Lo importante es que está aquí”, resumió un fiscal federal, “y que responderá por sus crímenes”.
En reuniones del Consejo de Seguridad Nacional y del Departamento estadounidense de Justicia, se repitió una frase que sintetizaba su postura: “preferimos pedir perdón que pedir permiso”. Esa visión, compartida incluso por altos mandos de la Agencia Antidrogas (DEA), fue entendida como necesaria ante el deterioro de la confianza bilateral. “Llevamos años filtrando información y viendo cómo no se actúa”, dijo un oficial retirado del Buró Federal de Investigaciones (FBI). “Esta vez hicimos lo que teníamos que hacer”.
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El contexto político en México no ayudaba. El presidente López Obrador se encontraba en sus últimos meses de gobierno y ya había manifestado en múltiples ocasiones su molestia por lo que consideraba una actitud imperialista de Washington; además, “prácticamente les cerró la puerta los agentes de la DEA y el FBI al correrlos de territorio mexicano” explica Ortiz.
La entrega de El Mayo rompió todos los umbrales de la confianza binacional. El mensaje para muchos en el gobierno mexicano fue claro: la DEA ya no confía, el FBI ya no informa y Estados Unidos actuará solo si lo considera necesario.
En octubre de 2024, Claudia Sheinbaum asumió la presidencia de México. En sus primeras declaraciones sobre el tema, la nueva presidenta afirmó que “la colaboración requiere respeto mutuo”.
Pero en Estados Unidos, el entonces candidato y hoy presidente, Donald Trump, decía: “Mientras en México les tiemblan las piernas frente a los cárteles, nosotros los traemos aquí y los encerramos”. Y prometía: “Seguiremos cazándolos, uno por uno, con o sin permiso”.
En los pasillos del Departamento de Justicia y la DEA, el sentir de las agencias de seguridad estadounidense era y sigue siendo clara: México es un aliado necesario, pero no confiable. La fuente del Departamento estadounidense de Justicia dijo a este diario que de Estados Unidos a México “compartimos mucha información, pero no la más delicada. No cuando hay vidas estadounidenses en juego”.
Especialmente teniendo aun fresco el antecedente del general de división y exsecretario de la Defensa Nacional de México, Salvador Cienfuegos, detenido en 2020 por la DEA en California, que lo señaló de presuntos nexos con el crimen organizado y liberado tras presiones diplomáticas mexicanas.
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Que López Obrador difundiera información sobre Cienfuegos que le entregó la DEA fue la gota que derramó el vaso. La Agencia advirtió que la acción del entonces mandatario mexicano “pone en cuestión si Washington puede continuar compartiendo información para apoyar las investigaciones criminales de México”.
Desde entonces, Washington comenzó a reducir la cooperación de alto nivel y a operar con mayor autonomía. El caso Zambada fue un claro ejemplo de ello.
Para algunos observadores en Washington, el caso Zambada representó un precedente inquietante. “Si mañana quisieran capturar al “Mencho”, ¿también lo harían sin avisar?”, se le preguntó a la fuente de Departamento de Justicia. Su respuesta: “Si podemos, sí”.
“Más vale actuar a tiempo y sin rodeos, que esperar a que otros actúen”, dijo un agente de la DEA en alusión al gobierno mexicano.
En retrospectiva, el operativo de El Mayo fue exitoso desde el punto de vista táctico, pero costoso diplomáticamente. La relación bilateral no se rompió, pero quedó fracturada. Las exigencias de explicaciones de Palacio Nacional a la Casa Blanca no han sido atendidas y la desconfianza estadounidense no se ha disipado. En el centro de esta circunstancia binacional aparece la figura envejecida, enferma y silenciosa de Ismael Zambada, sentado en una celda federal estadounidense a la espera de tomar decisiones.