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Olga tomó un camión con su hijo de cuatro años bajo un brazo y su sueño de vivir mejor bajo el otro. Motivada por anuncios de “empleos maravilla” que veía en los periódicos y escuchaba en la radio, la joven de 22 años viajó cuatro días para ir desde su natal Sucre, Bolivia, hacia el que sería su nuevo hogar: Buenos Aires, Argentina.
“Prometían pagarme en dólares, sonaba a un sueño. Yo sólo quería irme a otro país para vivir mejor, ganar dinero y luego regresar a mi tierra. No sé qué me hizo pensar que lo lograría” relató Olga a EL UNIVERSAL con un hilo de voz.
Han pasado 20 años de aquello, pero la herida aún no cierra.
Al llegar a la capital argentina, Olga aceptó el empleo en el taller de costura de uno de sus parientes cercanos que se había establecido allá hacía algún tiempo. Lo hizo pensando que con éste, vendría una paga digna y una mejor calidad de vida para su familia; sin embargo, terminó convertida en víctima de trabajo forzoso, una de las formas de esclavitud moderna.
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“Por ser migrantes y no tener papeles, el contrato fue de palabra. La paga no iba a ser mucha pero me prometieron que me daría para vivir”. Su familiar, al que ahora llamaba “patrón”, le asignó un cuarto dentro de una casa aledaña al taller. En esa casa habitaban otros 10 empleados y sus familias.
En una jornada que iniciaba a las 7 de la mañana y en ocasiones se extendía hasta más de la medianoche, los trabajadores del taller, en su mayoría migrantes, tejían, bordaban y confeccionaban casi ininterrumpidamente. “Los cumpleaños, días festivos, fines de semana, nada de eso existía. Sólo existía el taller, un lugar lleno de telas, hilos y música a todo volumen para que no pudiéramos hablar entre nosotros. Nunca sabías qué día era”, describió Olga su lugar de trabajo. Contrario a lo que se le prometió, sólo le pagaban “unos centavos” o peor aún, no había retribución alguna. “Como son migrantes, eso es lo que les podemos pagar, si les gusta, y si no les gusta, pues ni modo” les decían.
“Ya estábamos en otro país, ¿qué podíamos hacer? No te quedaba de otra más que aceptarlo”, lamentó.
Cuando Olga y sus compañeros se quejaban con los dos dueños del taller, éstos se excusaban diciendo que sus clientes no les habían pagado, e incluso, según narró Olga, en ocasiones hacían fiestas en las que incitaban a unos cuantos a beber, para que a la mañana siguiente se pudieran escudar bajo un: 'te pagué ayer pero como estabas borracho, no te acuerdas'.
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Los amagos, las intimidaciones y la condición de indocumentados en la que se encontraban Olga y al resto de empleados fueron los mejores aliados de los talleristas. Así era como los retenían y los disuadían si querían denunciarlos ante alguna autoridad. “Se creían nuestros dueños. Decían que ellos nos habían dado trabajo y que por eso podían obligarnos a hacer lo que quisieran”.
“Uno llega ahí con miedo y ellos, se aprovechaban de eso”
A pesar de las diarreas crónicas y otras enfermedades consecuencia de las tres galletas de agua que les daban como desayuno y los huesos de pollo que les daban de comer, muchos de empleados compraban el discurso que sus empleadores se esmeraban en vender de que las condiciones de vida que ahí tenían eran las mejores que podrían alcanzar dada su posición de migrantes. “No tienen derecho a nada”, les decían.
Después de un año de trabajar bajo amenaza de negarle la comida su hijo, o de pegarle y cortarle las pestañas al pequeño, Olga, despertó. “Un día empecé a preguntarme por qué: ¿Por qué no nos dejan hablar? ¿Por qué no nos dejan salir?”.
Con mucho miedo, pero con la convicción de que merecían algo mejor, Olga abandonó el taller. El resto de sus compañeros se quedó. No sabe cuánto tiempo más. Pero ella tenía una certeza: no sólo iba a salir de ese lugar, sino que iba a luchar contra todas las formas de sometimiento laboral, contra la esclavitud moderna.
Comenzó a trabajar en un comedor comunitario conformado en su mayoría por migrantes con experiencias similares a la suya. Con el tiempo, ese comedor evolucionó en una cooperativa, de la cual hoy, Olga es cabeza. Además, se empezó a involucrar con una organización para poder ayudar a personas que estuvieran pasando por lo que ella pasó. “Quería enseñarle a las personas a ejercer sus derechos y a hacer que esto fuera cada vez más visible, que se empezara a hablar de ello”. Olga hizo diversos trabajos con cámara oculta dentro de talleres, granjas y campos. Algunas de sus misiones fueron exitosas; a otras, “les faltaba evidencia” para que las autoridades pudieran proceder.
“A los traidores hay que matarlos” le dijo uno de los talleristas que la habían “contratado” cuando descubrió lo que Olga estaba haciendo. “A los esclavistas también”, replicó ella.