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Si una institución ha sido clave en neutralizar a la disidencia en la Nicaragua de Daniel Ortega, es la Policía Nacional.
A mediados de 2018 las autoridades respondieron de forma violenta a una oleada de manifestaciones en el país, dejando al menos 355 muertos y miles de heridos, según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
Desde entonces el gobierno del presidente Ortega y su esposa, la vicepresidenta Rosario Murillo, ha recurrido de forma sistemática a las fuerzas de seguridad para perseguir y encarcelar a las voces críticas.
La semana pasada la Asamblea Nacional, controlada por el ejecutivo sandinista, modificó la Constitución nicaragüense para que la Policía Nacional deje de ser una “institución profesional, apolítica, apartidista” y se subordine a la Presidencia.
También cambió la ley para castigar con cárcel a los policías que decidan abandonar la institución dirigida por Francisco Díaz, consuegro de Ortega.
Esto sucede después de que en los últimos años varios agentes desertaran y huyeran a otros países.
Julio Cesar Espinoza formó parte del cuerpo antimotines de la Policía Nacional hasta que renunció en 2018, lo que le acarreó serias consecuencias.
BBC Mundo solicitó declaraciones al gobierno y a la Policía Nacional de Nicaragua sobre el caso, pero hasta la publicación de este artículo no ha obtenido respuesta.
Este es el testimonio que Espinoza ofreció en una entrevista con BBC Mundo.
Me llamo Julio César Espinoza Gallegos, tengo 34 años y soy de Carazo, al sur de Managua.
Me crié en una familia muy pobre de pequeños comerciantes. Mi niñez fue bastante dura.
Cuando fui creciendo comenzó a gustarme mucho la Policía Nacional. Estudié tercer año de secundaria y, tras un curso, finalmente pude ingresar a la Policía con 21 años, en 2012.
Pasé por la academia y me eligieron para ser parte del DOEP, que es Dirección de Operaciones Especiales Policiales. Son los antimotines.
Fuimos entrenados para restablecer el orden. Cuando la policía corriente de celeste no podía controlar la situación, nos mandaban a nosotros a responder a las marchas o cualquier alteración del orden público a nivel nacional.
Me gustaba ese trabajo porque sentía la vocación de servicio, de servirle a mi pueblo.
En 2014, cuando el gobierno de Ortega decidió hacer un canal interoceánico con China, los campesinos comenzaron a alzar la voz, se iniciaron las protestas, y el gobierno empezó a reprimir con nuestra fuerza.
Nos decían que ellos tenían que salir de su tierra, que los iban a sacar costara lo que costara, porque el canal iba a pasar por ahí.
En 2014 teníamos la orden de tirar gas lacrimógeno, persuadirlos con un uso no letal de la fuerza.
Eso fue evolucionando y cada vez recibíamos más presión para reprimir. Recibimos un curso de los que llamaban “los hermanos cubanos” en el que nos impartían la ideología de Cuba y Venezuela.
Ellos nos inculcaron esa ideología de ir para adelante, nunca retroceder. Nos adoctrinaron en que teníamos que servirle a Ortega, a Castro y a Chávez (que había fallecido en marzo de 2013). Nos enseñaban que teníamos que ser leales a esas figuras.
También nos adoctrinaron para odiar a quienes se opusieran a Ortega.
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Entre 2014 y 2017 se levantó el pueblo de Nicaragua a protestar contra el gobierno, a pedir elecciones transparentes, y a nosotros nos mandaban a reprimir. Tirábamos gas lacrimógeno, los capturábamos, los llevábamos a la cárcel.
Un tiempo fui escolta personal de la casa de los Ortega. Yo sentía que tenía que servirle a él hasta la muerte, ese era mi lema, que si me tocaba dar la vida por defender a Daniel yo la iba a dar. A uno lo adoctrinan por completo: “viva el comandante Daniel Ortega, viva la compañera Rosario Murillo”… todos los lunes se hacía un acto ceremonial dedicado a él.
Nuestras técnicas eran más profesionales que las de la policía regular de Nicaragua. Eso nos llenaba de ego y nos sentíamos superiores que los policías de celeste.
A mí no me interesaba por qué un manifestante estaba en contra del gobierno. La orden que tenía era capturarlo, golpearlo; eso era lo que a mí me interesaba, quedar bien con la policía nacional.
Cuando la gente se levantaba en contra del gobierno, y uno piensa que el gobierno es bueno, uno se enoja y suelta toda la furia cuando agarra a un manifestante.
Nunca lo he negado: yo reprimí, golpeé. Me arrepiento de esas actitudes, pero siento que no ocasioné daños más que dar patadas, golpes o hacer capturas.
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En 2018 la cosa fue más allá. Llegaron los primeros piquetes tras aprobarse la reforma del seguro social. Los ancianos comenzaron a protestar y Ortega mandó a la juventud sandinista, a la Policía Nacional, a desalojar a los ancianos. Entonces se levantaron los estudiantes.
Yo era uno de los que decían “el comandante se queda, el comandante sigue”.
Lo que me hizo cambiar fue lo que ocurrió cuando el 19 de abril de 2018 me mandaron a Masaya, donde había manifestaciones.
La orden que teníamos era desalojar, restablecer el orden con gases lacrimógenos y balas de goma. Yo salí lesionado con una pedrada en la cabeza y los dos meses de la protesta los pasé en mi casa.
Cuando salí del hospital yo estaba cegado y seguía apoyando al gobierno. Le decía a mi familia que cuando me recuperara me iba a vengar de la pedrada, que al primero que agarrara lo iba a dejar en silla de ruedas, lo iba a matar.
Mi mamá y mis hermanas me decían que era una locura, que el gobierno estaba matando. Hubo un conflicto ahí con mi familia.
En los dos meses siguientes de reposo en casa fue que abrí los ojos, porque las noticias las miraba con otra visión, no con la que decía la Policía. En la Policía no nos dejaban ver medios independientes, solo los del gobierno.
Fue cuando vi que estaban usando la fuerza letal: comenzaron los asesinatos, a disparar tiros a mansalva.
Eso me hizo cambiar. Recuerdo cuando tomaron a un niño en el barrio de Carlos Marx en Managua, un niño al que le pegaron un tiro.
Eso me llenó de furia y dije: hasta aquí no más, yo no soy un asesino, yo juré defender a mi patria.
Una comisionada de la policía me llamó y me dijo que me presentara. Yo le dije que no iba a seguir reprimiendo al pueblo. Ella me respondió “atente a las consecuencias”.
Luego dos oficiales de inteligencia trataron de convencerme de que volviera, pero cuando me negué comenzaron a amenazarme y me acusaron de haber matado a un chavalo de la juventud sandinista en mi barrio.
Me intentaron convencer varias veces de que trabajara para ellos, pero yo respondía que no. Y me volvieron a decir que me atuviera a las consecuencias.
El 10 de agosto de 2018 fui sacado de mi casa por grupos paramilitares, acuerpados de la Policía Nacional y de la juventud sandinista. Me capturaron a mí, a mi hermana, a mi mamá, mi padrastro y un vecino y nos trasladaron a una celda en Jinotepe.
Mi familia sí había participado en los tranques, pero yo había estado en casa, convaleciente de la pedrada. Me dijeron que yo había participado en los tranques, pasado información, que la Policía Nacional me había dado de comer y así era cómo les pagaba.
Liberaron a mi madre y a mi hermana, y a mí me procesaron. Me acusaron de 18 delitos y me pusieron una condena de 25 años. Me acusaron de terrorismo, lavado de dinero, tráfico de drogas, porte de armas y uso indebido del emblema de la policía nacional y del ejército. Cuando traté de defenderme, la jueza me dijo que no tenía derecho a hablar.
Estuve detenido 9 meses llenos de torturas, sufrimiento, maltrato psicológico.
En abril de 2019 me sacaron bajo la Ley de Amnistía que aprobaron por la presión internacional.
Seguí mi vida cotidiana, que pensé que iba a ser normal, pero no fue así. Saliendo de la cárcel me mandaron una delegación del gobierno para pedirme que trabajara con ellos infiltrado, que les pasara información de los que estaban en contra del gobierno. Yo les respondí que no, que no iba a hacer nada de eso.
Comenzaron de nuevo las persecuciones, a seguirme, hostigarme, me amenazaban, y me vi obligado a exiliarme en Costa Rica en 2020.
En Costa Rica comencé a hablar públicamente y volvieron las amenazas. Allí sufrí dos intentos de asesinato, por lo que me exilié en Europa.
Aquí trabajo en carpintería. La vida me ha dado un giro de 90 grados.
Mi sueño era hacer carrera policial, pero fueron unos años perdidos. Quizá podría haber estudiado otra cosa, aunque en Nicaragua no hay futuro para nadie.
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