A cuento del retiro de las efigies de Fidel Castro y el Che Guevara de una banca en la colonia Tabacalera de la Ciudad de México, en mi última columna sobre El Mundo Mundial en este diario sugerí que había llegado el momento de sostener un largamente pospuesto debate de fondo, sin formalismos ni eufemismos, sobre la relación entre México y Cuba y la pertinencia de que nuestro país continúe apoyando a un régimen represivo. En ese texto, planteé una serie de preguntas para alentar una discusión. Trataré de responder algunas de ellas con las siguientes reflexiones.
En la década de 1960 Cuba era joven, sexy, audaz y valiente, siempre rodeada de admiradores y dispuesta a sacar ventaja de sus encantos. Estados Unidos reaccionó muy mal ante el desafío y empujó a la isla a los brazos de la URSS. México, por su parte, era un adolescente, fascinado con el ideal de la revolución cubana. Su cercanía a Cuba, por tanto, se convirtió en expresión de rebeldía hacia EU, espacio para probar límites, aparentar independencia y tensar la paciencia del vecino más grande y fuerte.
La utopía cubana, sin embargo, se torció muy pronto. El régimen comenzó la persecución, encarcelamiento y ejecución de opositores sin garantías procesales y la eliminación de rivales, incluyendo al propio Che. Embriagado de poder, Fidel tomó decisiones improvisadas y arbitrarias que colapsaron la economía, generando, si se puede, mayor dependencia de los soviéticos. Se prohibieron tanto partidos políticos distintos al oficial como la libre asociación, con lo que las “elecciones” se convirtieron en un ejercicio demagógico de legitimación interna y externa, diseñado para la promoción de leales y la afirmación personalísima del poder. La maquinaria propagandista construyó una serie de mitos, incluyendo al Che, para disfrazar el culto a la personalidad de Castro, y caracterizó al embargo como “bloqueo” para culpar a EU de todos los males. La fracasada incursión de Bahía de Cochinos sepultó por décadas cualquier interlocución estadounidense para un cambio en Cuba. Con un enemigo común, la unidad del pueblo cubano en torno a Fidel quedó afianzada y años de tiranía, asegurados.
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Mientras México rompía relaciones con Pinochet y restringía sus contactos con juntas militares en la región, en el caso de Cuba, miraba hacia el otro lado. Con tal de llevar la contraria a EU, subsecuentes gobiernos mexicanos observaron estándares diferenciados para dictaduras de derechas y de izquierdas. Ante los abusos de un régimen represor, sin democracia, como el cubano, el establishment mexicano asumió como propia la propaganda castrista que todavía justifica la falta de derechos del pueblo con las carencias económicas, mismas que, a su vez, son consecuencia del “bloqueo”. La revolución, por tanto, no había sido víctima de sus contradicciones sino del “imperialismo yanqui”.
La atracción del México posrevolucionario, antiestadounidense, hacia la revolución cubana era natural. Pero, con el tiempo, México maduró. La fascinación por la isla se convirtió en tan sólo un recuerdo romántico y la esquizofrénica rebeldía con EU dejó de tener sentido. Más responsable y asentado, nuestro país se convirtió en socio de su vecino del norte. Cuba, en cambio, envejeció mal. Fue perdiendo gracia y se volvió arisca, poco empática, incluso violenta. La caída del Muro de Berlín aceleró su decadencia. Pero, en lugar de cambiar y adaptarse a las nuevas circunstancias como tantos otros, se aferró a la epopeya imaginaria y a un pasado que apenas existió.
A contrapelo del interés nacional, por nostalgia, afinidad ideológica y una inconcebible admiración, el México de la 4T ha dado un giro anacrónico y, siguiendo los pasos de la Unión Soviética y Venezuela, se ha convertido en el nuevo mecenas de la caricatura de revolución cubana que sobrevive. Confundiendo a propósito pueblo con régimen, como hacen a nivel nacional, Morena ha dado oxígeno a un sistema moribundo y se ha convertido en cómplice de los abusos y vejaciones que sufren a diario los cubanos.
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Además de los padrinazgos que Cuba ha disfrutado por distintas razones —casi siempre por intereses ajenos a la isla—, errores de administraciones estadounidenses de ambos signos han apuntalado al régimen por más de seis décadas. A diferencia del trato otorgado a los países detrás de la Cortina de Hierro, EU otorgó la residencia a cientos de miles de cubanos opositores del régimen que, actuando en bloque, pronto adquirieron una desproporcionada influencia política. Ello ha sido el origen de políticas equivocadas, la contraproducente continuidad del embargo y de sabotajes a cualquier acercamiento entre EU y Cuba, desde Bahía de Cochinos, los marielitos y Hermanos al Rescate hasta Elián González. Después de tantos fracasos, ya debería haber quedado claro que nada haría más daño al régimen cubano que un gobierno estadounidense dialogante.
Siempre se ha pensado que, si viniese del exterior, el cambio en Cuba sería impulsado por el Partido Demócrata pero, como Nixon con China, al final podrían ser los republicanos, incluso Trump, de la mano de cubano-americanos ilustrados. Tal vez, la fórmula para avanzar podría ser una combinación de una détente a la Obama y un poco de madman theory. Bajo la condición sine qua non de que la transición sea pacífica, México podría contribuir significativamente, lo que implicaría una oportunidad estratégica para nuestro país, tanto en el contexto de la relación con EU como para recuperar relevancia internacional e influencia geopolítica en la región.
Como debe ser, ni Cuba ni ningún otro tema controvertido genera consenso en nuestro país. México está dividido por muchas cuestiones y la relación con Cuba no tendría por qué ser diferente, sobre todo ahora que Morena finalmente ha mostrado sus colores, sus verdaderos sentimientos hacia el régimen, después de años de ambigüedad de parte de López Obrador. Espero, por tanto, que estas reflexiones, que algunos compartirán, otros rechazarán y unos más considerarán provocativas, sirvan para iniciar un debate.
Diplomático de carrera por 30 años, fue embajador en ONU-Ginebra, OEA y Países Bajos.
@amb_lomonaco