Bruselas.— Desde sus orígenes, la relación entre la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y Rusia ha sido una de desconfianza, descalificaciones y doctrinas encontradas.

La confrontación ha sido otra constante, principalmente por la ampliación hacia el Este de una alianza militar de dimensiones nunca antes vistas en la historia de la humanidad. Moscú, adversario de la integración continental en lo defensivo, nunca había recurrido a las fuerzas armadas y la amenaza nuclear para repeler la idea de la ampliación del paraguas de seguridad transatlántico. Esto cambió el pasado 24 de febrero.

Con la invasión de la candidata Ucrania y la puesta en alerta de las fuerzas de disuasión rusas, el presidente Vladimir Putin marcó su línea roja: no quiere más países excomunistas miembros de pleno derecho de la Alianza Atlántica. Eso implica que Georgia y Moldavia desistan de la idea de ingresar al club para no provocar al temerario vecino y evitar la misma suerte de los ucranianos.

El bloque militar nació con la firma en Washington del Tratado del Atlántico Norte en 1949, durante la Guerra Fría, como respuesta a la amenaza de la entonces Unión Soviética y el riesgo de una eventual extensión del Pacto de Varsovia que Moscú creó en sintonía con sus satélites.

Arrancó con 12 socios: Bélgica, Canadá, Dinamarca, Francia, Islandia, Italia, Luxemburgo, Holanda, Noruega, Polonia, Reino Unido y EU. Tres años después, en 1953, viendo el paraguas protector que ofrecía, ingresaron Grecia y Turquía. En una segunda tanda, ignorando la inconformidad manifestada por el régimen soviético y sus aliados, entraría la entonces Alemania Occidental, en 1955. España lo haría más tarde, en 1982.

Con el desvanecimiento de la organización adversaria bajo égida soviética en 1991, emergieron dudas sobre el futuro de la OTAN, pero en vez de plantear su desintegración respondió con la reformulación de su concepto estratégico, con la ampliación del concepto de defensa.

Esto se tradujo en la creación de la primera fuerza de operación conjunta y en más incorporaciones. Vendrían las primeras operaciones en Bosnia (1995) para poner fin a la guerra en la antigua Yugos- lavia (1999). Rusia, económicamente débil a escala geopolítica y en shock por la desintegración del sueño soviético, vio resignada cómo el primer destacamento del desaparecido pacto se integraba a la organización rival en 1999, con la llegada de Polonia, República Checa y Hungría, que conjuntamente añadían al contingente atlantista 310 mil uniformados.

Sin otra alternativa más que manifestarse en contra, Rusia quedaría completamente acorralada en 2004 con la entrada de siete países del viejo bloque del Este: Letonia, Lituania, Estonia, Eslovaquia, Eslovenia, Rumania y Bulgaria. El pasaporte de la OTAN sería entregado a Albania y Croacia en 2009, mientras que a Montenegro y Macedonia del Norte en 2017 y 2020, respectivamente.

Las incorporaciones registradas durante la última década han estado cargadas de simbolismo político. Ninguna aportó fuerzas y capacidades militares notables a la OTAN, pero sí reforzaron la influencia norteamericana en la zona. Todas las naciones se han alineado a las políticas de defensa y seguridad lideradas por Washing- ton. Igualmente han sido estratégicas para fortalecer el flanco este. El ser miembro implica proseguir un duro proceso de reformas políticas y militares. El país que se adhiere debe generar las condiciones para recibir, almacenar y gestionar material de inteligencia; garantizar la interoperabilidad de su sistema aéreo con el del resto de los socios, y adaptar su infraestructura para acoger y albergar despliegues militares.

Además debe invertir en informática, comunicaciones y sistemas de control, así como está obligado a modernizar su armamento. El compromiso es destinar como mínimo 2% del PIB (10 países cumplieron esta meta en 2021). Las ampliaciones han aportado a la OTAN profundidad estratégica y contribuido a la consolidación de la unidad política. Todas las decisiones son aprobadas por unanimidad y tienen lugar en el Consejo del Atlántico Norte, el seno de la Alianza, donde los Estados miembros están representados por un embajador permanente que a su vez cuenta con el apoyo de una delegación compuesta por personal diplomático y asesores en defensa.

También han generado oportunidades de negocio para las industrias nacionales de defensa. Pero ante todo, la membresía ha ofrecido garantías de seguridad a los afiliados. El ser miembro implica el compromiso de defensa mutua bajo el artículo 5 del Tratado en caso de agresión exterior, es decir, todos para uno, uno para todos. Cuando se registró el ingreso de Polonia, Hungría y República Checa, el entonces secretario general de la OTAN, Javier Solana, anunció el fin de la Europa desgarrada en fronteras político-ideológicas.

La guerra en Ucrania ha demostrado que la OTAN se equivocó, la vocación neoimperial del Kremlin está más viva que nunca y la seguridad de la zona Euroatlántica sigue amenazada por las pasiones nacionalistas de su ancestral rival. Y esa amenaza, que en 2014 para muchos se hizo realidad con la anexión de Crimea, también ha empujado a varios países a los brazos de la OTAN.

Al mismo tiempo, la invasión de Ucrania confirmó que en momentos de crisis el vínculo transatlántico se fortalece y logró volver a Europa y a Estados Unidos, tras la tóxica administración de Donald Trump. Los conflictos en Bosnia-Herzegovina y en Kosovo durante los 90, la llevaron a intervenir militarmente y a reforzar sus capacidades de respuesta ante crisis. Los ataques terroristas del 11 de septiembre perpetrados por Al-Qaeda, no sólo la sacaron de su zona de confort participando en Afganistán, condujeron a varias iniciativas destinadas a combatir nuevas amenazas, como el terrorismo. Desde 2002, cuenta con un Batallón de Defensa Química, Biológica, Radiológica y Nuclear.

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