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Tijuana.— Katherine dejó El Salvador para evitar que Bryan, su hijo de cuatro años, se convirtiera en halcón de las pandillas que controlan su barrio. Sentada en el patio de concreto del refugio donde ambos duermen, aquí, cuenta los días para entregarse al gobierno estadounidense y pedir asilo.
Mientras llega el momento, Ka-therine, de 24 años, le explica a su hijo que allá, adonde van, aunque no estén juntos tendrá nuevos amigos. Para llegar a la frontera norte de México, ella viajó casi dos meses y se gastó prácticamente su patrimonio, más de 500 dólares. En San Salvador dejó a su hijo más pequeño y a su mamá, porque no había dinero suficiente para viajar todos, pero la intención es que después de cruzar enviará por ambos.
A Tijuana llegó el lunes pasado, tas pasar más de un mes en Tapachula, esperando recibir una Tarjeta de Visitante por Razones Humanitarias que le permite estar en territorio mexicano hasta por seis meses.
Junto con ella, llegaron a la garita El Chaparral otra treintena de migrantes de distintos países, todos con la idea de pedir asilo en EU. “Me dijeron que tenía que anotarme, soy la número 255, y en total son 339, pero diario llegan un motón de personas más”, dice a unos centímetros de la puerta principal para entrar al Centro Madre Assunta, un refugio donde sólo reciben a mujeres y niños.
En este albergue un abogado le informó que al cruzar a EU lo más probable es que la separen de su hijo. Pero aún así, está decidida, porque sabe que regresar a El Salvador es una sentencia de muerte. “Le dije a Bryan que allá va a tener nuevos amiguitos, él me dice siempre que ‘prefiero estar con vos’ o luego me responde que ‘aunque sea juego en las mañanas pero en la noche me duermo con vos’, no sabe de maldad, pero prefiero eso a seguir pagándole a las pandillas y que aun así un día me lo quiten y se lo lleven”, advierte.
Su caso es similar al de Lizeth, quien huyó junto con su pareja, Milton, y el hijo de ambos, Giovani, de El Salvador porque la gente de la Mara Salvatrucha comenzó a exigirles un pago mensual de 500 dólares que no podían cubrir.
“A mí esposo le dijeron que si no pagaba nos iban a matar a nosotros. Allá dejamos toda una vida porque es mejor que morir en medio de toda esa violencia”, dice Lizeth en el albergue Madre Assunta, donde actualmente hay entre 50 y 60 inquilinos; Milton está a un par de metros, en La Casa del Migrante.
“Ellas lamentablemente desconocen que cuando crucen esa puerta [la garita] y pidan refugio, van a parar a un lugar y sus hijos a otro. Con nuestros abogados, cuando llegan, les explicamos en qué consiste el proceso, una vez que lo conocen empiezan las dudas”, lamenta Mary Galván, trabajadora social en Madre Assunta. Aun así, la mayoría insiste. Regresar, coindiden, no es opción.