Hace un par de semanas, el senador republicano Mitt Romney hizo algo inesperado. Después de una exitosa carrera política, que incluyó una campaña memorable por la presidencia de Estados Unidos en 2012, Romney anunció su intención de retirarse del Senado. Explicó que, de ganar la reelección en 2024, llegaría al final de su siguiente periodo como senador siendo ya un hombre de más de 80 años. , dijo.

A los 76 años, la lógica de Romney parece impecable. A pesar de su notable lucidez y estado de salud actual, sabe que es hora de dejar el escenario y dar paso a voces más jóvenes. Pero el acto de introspección y humildad de Romney es excepcional. La política estadounidense, que enfrenta varios desafíos, arrastra una extraña enfermedad: se ha vuelto una gerontocracia.

El promedio de edad del presidente y los líderes de los dos partidos en el Senado rebasa las ocho décadas. Una quinta parte de la Cámara Alta está compuesta por mayores de 70 años. En la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, de 83 años, dejó el cargo de líder del Partido Demócrata, pero sigue siendo la congresista con mayor peso político. El asunto va más allá. Cuatro de los nueve jueces de la Suprema Corte rondan o superan las siete décadas de vida. Y, por supuesto, el virtual candidato presidencial republicano, el expresidente Donald Trump, tiene 77 años.

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La gerontocracia estadounidense ha dado señales de alarma recientemente. El líder de los senadores republicanos, Mitch McConnell, ha visto decaer su salud de manera dramática después de un tropiezo hace unos meses. McConnell, que ha sido por décadas una figura de severa eficacia en el Senado, ahora parece perder el hilo de conversaciones, quedándose extrañamente paralizado durante conferencias de prensa y otras presentaciones frente a los medios. No está solo. Episodios de esta naturaleza la han ocurrido también a la senadora demócrata Dianne Feinstein, que se ha aferrado a su puesto a pesar de haber cumplido hace poco 90 años. Feinstein sufrió encefalitis, enfermedad que la obligó a dejar su sitio en el Senado de manera temporal. Pero ni siquiera ese enfrentamiento con un padecimiento grave la convenció de dimitir. Feinstein sigue adherida al poder al menos hasta la siguiente elección, donde finalmente dejará su lugar.

El caso de Feinstein ilustra uno de los riesgos centrales de la obstinación de los grandes veteranos de la política en Estados Unidos. Feinstein ha estado en el Senado desde 1992. Esa longevidad legislativa la convirtió en una figura respetada, pero ha tenido también un efecto secundario. Feinstein —y antes su colega de California, Barbara Boxer, que se retiró a los 75 años— ha bloqueado el ascenso de formidables políticos californianos que, desde las ideas y la agenda de generaciones más jóvenes, podrían haber representado de una manera más fiel al estado de California. No fue sino hasta el retiro de Boxer, por ejemplo, que Kamala Harris pudo llegar al Senado. Y no fue sino hasta el retiro de Harris —al ser nominada a la vicepresidencia— que Alex Padilla, de 50 años, pudo convertirse en el primer senador de origen hispano en la historia californiana. Tras el anuncio del retiro largamente postergado de Feinstein, los jóvenes políticos californianos de inmediato se lanzaron al ruedo. Lo más probable es que el siguiente senador del estado sea Katie Porter o Adam Schiff, ambos respetados congresistas demócratas. Porter es más de 40 años más joven que Feinstein, la mujer a quien sustituiría en el Senado. Pase lo que pase, será un paso en el sentido correcto en la renovación generacional. Pero la duda permanece. ¿Aprenderán la lección los senadores más jóvenes? Por ejemplo: si Porter y Padilla repiten la terquedad de sus antecesores, es posible que llegue la mitad del siglo antes de que un senador de la generación del milenio pueda representar a California en Washington.

Ese aplazamiento de una correcta representación de las distintas generaciones de la sociedad estadounidense puede tener consecuencias graves. Hay evidencia histórica que sugiere que, en su peor versión, las gerontocracias se resisten a adoptar reformas o adaptarse a innovaciones necesarias. Evidentemente, esta intransigencia puede erigirse como una barrera para abordar asuntos que importan a las generaciones más jóvenes. Larry Diamond, sociólogo y académico estadounidense que ha escrito con lucidez sobre la democracia, describe así los peligros de la acumulación de poder en manos de la gente mayor: “La gerontocracia es una grave amenaza.

Cuando las personas mayores tienen demasiado poder, pueden volverse resistentes al cambio y a las nuevas ideas. Esto puede provocar un estancamiento y una incapacidad para adaptarse a las necesidades cambiantes del país”. Si la gerontocracia inclina la agenda de política pública hacia sus propias prioridades y deja de lado las preocupaciones de votantes y políticos de menor edad, como la educación, la regulación de la inteligencia artificial o la mitigación del cambio climático, el riesgo de parálisis que refiere Diamond puede aumentar.

La parálisis puede reflejarse entonces en una desconexión palpable entre la agenda política y las necesidades urgentes de los jóvenes, creando un profundo desinterés por la política entre esas generaciones. Esto es, quizá, la consecuencia más riesgosa de la gerontocracia política en Estados Unidos, donde los jóvenes suelen tener tasas de registro de votantes más bajas en comparación con los grupos de mayor edad.

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Históricamente, la participación electoral entre los adultos jóvenes (18-29) ha sido menor que la de otros grupos. Pero la gerontocracia que impera en Washington puede estar complicando seriamente el problema. Desde hace un tiempo, las encuestas han demostrado que muchos jóvenes se sienten desconectados de la política y mantienen un nivel de desconfianza hacia las instituciones políticas. No debe ser una sorpresa. Basta imaginar la frustración al encontrar un vacío a la hora de buscar y abogar por políticas que reflejen genuinamente sus intereses y prioridades.

2024 puede establecer un antes y un después en el debate sobre la gerontocracia en Estados Unidos. Y es posible que suceda de la peor manera. A sus 80 años, Joe Biden enfrenta un desafío mayúsculo en su intento por derrotar a Donald Trump una segunda vez. A pesar de que Trump es apenas tres años más joven que Biden, las encuestas demuestran que un número considerable de votantes en Estados Unidos ven sobre todo a Biden como un hombre ya demasiado mayor como para repetir en la presidencia.

En un sondeo reciente de CBS, sólo 34% de los encuestados piensan que Biden lograría concluir su segundo cuatrienio presidencial. En muchos sentidos, la edad (y sus consecuencias inevitables) se ha convertido en el mayor enemigo para la reelección de Biden. Si el rigor de la campaña presidencial —o el azar, que tiende a ser cruel— complica en los próximos meses la disposición mental o física de Biden, no es imposible que el electorado prefiera al hombre más joven (aunque sea marginalmente). De ser así, la gerontocracia estadounidense y sus obstinaciones habrán dejado el más grave de los legados: una segunda presidencia de Donald Trump. Quizá entonces, tras esa conmoción, los octogenarios se lo piensen dos veces antes de enquistarse en el poder y negarles acceso, representación y aspiraciones a las generaciones que llevan años tocando a la puerta.

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