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La primera vez que conduciendo por Lima un autobús amagó con embestirme pensé que su conductor estaba loco.
En unos días al volante comprobé que es un comportamiento habitual. Muchos han llegado a la conclusión de que el único modo de abrirse camino en la congestionada capital peruana es convencer al resto de que estás dispuesto a sacarlos de la carretera.
La lucha por la posición en el asfalto limeño puede ser tan encarnizada como la de una melé de rugby. Pero mucho más peligrosa.
Solo el año pasado murieron 124 personas y 1.322 resultaron heridas en Lima, la capital de un país al que un reciente estudio de la consultora británica “Compare the market” atribuyó tener los peores conductores del América Latina.
Tras comparar aspectos como el estado de las vías, la velocidad o el número de muertos en accidentes, sus expertos concluyeron que solo los tailandeses manejan peor.
Después de casi dos años viviendo en Lima, puedo dar fe de ello.
“En Lima hay que ser agresivo”
“En Lima tienes que ser agresivo porque si no nadie te deja pasar”, me dice Alfonso Flórez Mazzini, de la Fundación Transitemos, dedicada a mejorar la movilidad y la seguridad vial en Perú.
Cualquiera que aterricé en el aeropuerto internacional Jorge Chávez lo habrá notado. La glorieta de acceso está casi siempre atascada y encontrar la manera de entrar en ella es la primera prueba de fuego para los nervios del conductor forastero.
No sueñen con que nadie va a cederles el paso como cortesía de bienvenida a Perú.
Realmente, la vía que conecta Lima con su aeropuerto es un compendio de los problemas circulatorios y medio ambientales que aquejan a esta megalópolis de más de 10 millones de habitantes.
Una carretera mas asfaltada y peor señalizada, carros viejos y mal mantenidos, furgonetas altamente contaminantes y en precario estado dedicadas al transporte público, y sobre todo, conductores indisciplinados conforman una primera impresión chocante para el visitante.
En 1964, el escritor peruano Sebastián Salas Bondy publicó un libro dedicado a la ciudad que tituló “Lima la horrible”, un título que se ha convertido en una suerte de tópico sobre la ciudad y que cobró para mí sentido la primera vez que tuve que hacer el recorrido del aeropuerto al centro como pasajero de un taxista malhumorado.
Las delicias gastronómicas que uno puede encontrar aquí en cada esquina, sea un fresco cebiche o un exótico arroz chaufa, me ayudaron a olvidar pronto las molestias del tráfico y en mis primeros meses saboreé cada rincón de la ciudad como un usuario más de su transporte público.
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Subía y bajaba alegremente de autobuses destartalados en los que pagaba un sol y medio por trayecto, menos de US$0,50) pero ya algunas cosas empezaban a chocarme.
La mayoría de chóferes manejaban muy bruscamente, sin importarles que alguno de los pasajeros que marchaban de pie pudieran desequilibrarse y caerse por sus acelerones y volantazos.
Para apearse casi había que saltar en marcha y en los cruces de las principales avenidas, los chóferes reñían y porfiaban con otros vehículos por hacerse con los pasajeros que esperaban en las paradas.
Aquí es típico que a bordo del autobús vaya asomado alguien que anuncia a gritos la ruta. “¡¡¡Todo Angamos!!!”””, vociferaba cada mañana el del mío.
Al principio, me resultaba folklórico y divertido, hasta que empecé a reparar en esas prácticas que implicaban un riesgo para los usuarios.
Más de una vez, el conductor del autobús en el que viajaba con otras decenas de limeños se lanzó por la avenida Angamos a todo lo que daba su vetusto motor para alcanzar la siguiente parada antes de que lo hiciera otro autobús que circulaba en paralelo.
Esas carreras de autobuses viejos en plena vía pública no son extrañas aquí.
Flórez me contó que esa rivalidad despendolada se debe a la liberalización radical decidida por el expresidente Alberto Fujimori en la década de 1990.
La Empresa Municipal de Transportes de Lima había quebrado en la grave crisis económica que sufrió el país y Fujimori implantó un sistema de concesiones en el que prácticamente cualquiera con un vehículo a motor podía dedicarse al transporte de personas.
“Quienes tienen la concesión cobran a los dueños de los vehículos por prestar servicio en esa ruta, por eso los conductores aceleran cuando las ganancias no son suficientes para compensar los gastos y andan de carreras por la ciudad con otros conductores”, me explicó Flórez.
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Recién llegado a Lima con mi familia, aquello me importaba todavía poco. Estaba entusiasmado por atractivos como los coquetos restaurantes de Miraflores, las impresionantes vistas de su malecón, y el aire bohemio y decadente del distrito de Barranco.
Quería explorarla a toda costa y no me atrevía a subir a mis hijas a autobuses como los de aquí, así que decidí comprar un auto. Al fin y al cabo, acumulaba años de experiencia al volante en diferentes lugares del mundo.
Me había movido sin problemas por las vertiginosas autopistas de Florida; había recibido cursos de conducción defensiva en España, sobrevivido a los bíblicos trancones navideños de Bogotá y a los delincuentes que acechan en los sinuosos cerros de Caracas; una vez, incluso, mi trabajo de reportero me obligó a atravesar Túnez de norte a sur en busca de la familia de un yihadista.
Ninguna de esas experiencias resultó ser comparable a conducir en Lima.
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Del concesionario al atasco
El día que saqué mi flamante auto nuevo de un concesionario en la zona de La Victoria tardé cerca de una hora en recorrer una distancia de unas pocas cuadras, tiempo suficiente para que me insultaran por lo menos tres conductores que no entendían mi empeño en guardar la fila para girar a la izquierda en el carril reservado para… ¡girar a la izquierda!
Fue un viaje inaugural típicamente limeño, con bocinazos, atascos, discusiones, insultos y frenadas al límite. El grito de “¡¡Imbécil!!” que una señora le lanzó al conductor que detrás de ella le exigía a cornetazos que se saltara un rojo fue uno de mis primeros recuerdos sonoros de la ciudad.
Cuando por fin llegué a casa y estacioné en mi garaje, el estrés había eclipsado cualquier atisbo de ilusión por estrenar carro.
Ese día aprendí una primera lección. Nunca te fíes de las direccionales en Lima. Un vehículo que lleva las de la izquierda encendidas bien puede estar a punto de girar súbitamente a la derecha y viceversa.
Al día siguiente, camino del colegio con mi hija, aprendí otra.
Todo vehículo en Lima puede detenerse en cualquier momento y lugar sin previo aviso, por insólito que resulte ese lugar.
Taxis, autobuses y también eso que aquí llaman combis, unos pequeños minibuses generalmente desvencijados que suelen viajar repletos de pasajeros embutidos, acostumbran a parar en cualquier momento ante la posibilidad de captar a un nuevo viajero.
Puede ser en el lateral de una vía rápida, sobre una acera o incluso en mitad de un cruce. Rara vez se toman la molestia de indicarlo con sus direccionales.
En mis primeros días de conductor aquí hacía cosas absolutamente extravagantes para los lugareños, como detenerme en los pasos señalizados para peatones a cederles el paso.
Ellos me miraban desconcertados sin atreverse a cruzar y, lo peor de todo, muchas veces los conductores que venían detrás maniobraban rápidamente para rebasarme por el carril de mi derecha acelerando a fondo sin importarles que quien fuera a cruzar la calle fuera un viejecito o un grupo de escolares.
Y es que, si manejar en Lima puede ser un desafío muy peligroso, no lo es menos caminar por ella. En muchos lugares no hay cómo cruzar la calle sin jugarse el pellejo, porque no hay semáforos ni pasos para peatones, y cuando los hay casi nadie los respeta.
Recuerdo todavía las imágenes espeluznantes que vi una tarde en el noticiero.
Unas cámaras de vídeo habían captado el momento en que una combi le pasaba por encima a una mujer que cruzaba una calle mal iluminada. El conductor se dio a la fuga. Ella murió.
Luego supe que cerca de la mitad de los muertos en accidentes de tráfico en Lima son peatones atropellados.
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Solo una línea de metro en Lima
Pese a su gran tamaño y población, Lima solo tiene una línea de metro operativa y un servicio de ómnibus llamado Metropolitano cuyas rutas cubran una mínima parte de esta vasta urbe, por lo que las alternativas al vehículo privado se limitan a autobuses, combis y taxis colectivos que en su mayoría tendrían prohibido circular en cualquier país desarrollado.
Repartidores de las aplicaciones de comida a domicilio que parecen siempre tener más prisa y necesidad que aprecio por la propia vida y unas mototaxis conocidas popularmente como “toritos” que ofrecen trayectos cortos en los conos, las zonas más populosas a las afueras, completan un ecosistema endiablado en el que impera la ley del más fuerte.
Y ese suele ser normalmente el que maneja el vehículo más pesado, como comprobé una vez en la Avenida Alfredo Benavides.
Esta larga vía conecta los distritos de Miraflores y Santiago de Surco y el atasco allí es casi permanente. Hay un punto en que los tres carriles de tráfico se reducen a dos y empieza una feroz riña por no quedar atascado en el embudo.
La primera vez me pilló desprevenido. De repente, vi como el autobús situado a mi derecha, empezó a acercarse peligrosamente a mi carro, como si no estuviera allí. Pulsé frenéticamente el claxon pensando que el conductor no me había visto, pero eso no le importo.
Me dejó clara cuál era la alternativa para mí, o dejarle pasar primero o arriesgarme a perecer aplastado por su mole de chatarra aún rodante.
Mala calidad del aire en Lima
El caos circulatorio de Lima tiene el efecto añadido de que sus habitantes sufren una alta contaminación atmosférica.
Un informe de la Universidad de Chicago la situó en 2021 como la ciudad latinoamericana con la peor calidad del aire.
El problema, según sus autores, se debía no tanto a la cantidad de vehículos que circulan por la ciudad, sino a la mala gestión del tráfico, el deficiente diseño vial y al incumplimiento generalizado de las normas de tránsito.
Para Alfonso Flóirez, de la Fundación Transitemos, se trata principalmente de una cuestión de educación vial.
“Uno de los problemas es que los estándares para la concesión de la licencia de conducir son muy bajos. Solo hay un examen de reglas, en el que las preguntas son casi todas de mecánica y tienen poco que ver con la seguridad vial, y el examen práctico se realiza en un circuito cerrado sin salir al tráfico real”.
“Otro problema es que apenas hay vigilancia ni sanciones, por lo que se ha impuesto una cultura de la impunidad para el infractor”.
Quizá eso explique otro de los problemas a los que me enfrento como conductor aquí a menudo. En mi país me enseñaron a mantener una distancia de seguridad con el auto que te precede para prevenir el riesgo de impactos si frena bruscamente.
Pero eso no es viable en Lima. Si dejas más de dos metros con el carro de delante, puedes tener la seguridad de que otro conductor tratara de ocupar ese espacio.
Limeños que optan por no desplazarse
Mis primeros meses se me hicieron muy duros. Al finalizar cada trayecto, me dominaba la indignación por el incivismo generalizado y hubo días en los que incluso tuve que hacer ejercicios de relajación tras desconectar el motor.
Con el tiempo acabé convenciéndome de que la paciencia y limitar al máximo los desplazamientos eran la única receta posible.
Dejar de moverse no es una opción para un reportero, pero es lo que han acabado haciendo muchos limeños.
“No te imaginas la cantidad de gente que vive en Lima sin salir nunca de su distrito”, me comentó un amigo. Me llevó a preguntarme el impacto económico que puede tener el hecho de que la gente, simplemente, renuncie a desplazarse.
Según una estimación del diario El Comercio, el área metropolitana de Lima pierde cada año un 1,8% de su Producto Interno Bruto por los atascos.
Y la gran mayoría de limeños trabajadores que tiene que desplazarse a diario desde los "conos", como se conoce a las zonas populares, hasta las más acomodadas de Miraflores o San Isidro para ganarse la vida no puede darse el lujo de ahorrarse el trayecto, por más penoso y arriesgado que este resulte.
Lo bueno es que en Lima no hace falta ir muy lejos para encontrar algo qué hacer o un buen lugar para comer. Lo malo es que hay desplazamientos a los que no se puede renunciar, como el que hacen a diario los niños a la escuela, y en ellos puede pasar cualquier cosa.
Hace pocas semanas, mi hija de 10 años llegó entristecida a casa. Sus profesoras le habían contado que una de sus compañeras de clase iba a estar una larga temporada sin asistir porque había tenido un accidente de tráfico y “estaba muy malita”.
Más tarde, supe los detalles de lo ocurrido por la prensa local y las cámaras que grabaron el siniestro.
La furgoneta de transporte escolar que la devolvía a su casa irrumpió a velocidad excesiva en una intersección y volcó tras chocar con un turismo que no había respetado un stop y cuyo conductor manejaba sin licencia.
La niña sufrió un traumatismo intracraneal y otras lesiones graves por las que fue hospitalizada en Cuidados Intensivos.
Tiene por delante una larga recuperación, pero parece que es una guerrera y mejora poco a poco.
Ojalá para cuando se recupere sus mayores hayan logrado hacer de su ciudad un lugar más amigable y seguro.
No será fácil. En la jungla del asfalto limeño, por ahora, sobrevivir ya es un éxito.
mcc