En medio del asfixiante calor de Buenaventura, Feliciana Hurtado se pasea siempre con una gran sonrisa por el vecindario en el que ha ayudado a nacer a muchos bebés en los últimos 30 años.
De 68 años, saluda a las madres a las que ha ayudado y a sus hijos. Hurtado vive en una zona relativamente segura de esta ciudad portuaria con mayoría de población negra en la empobrecida y conflictiva costa occidental de Colombia, pero su trabajo como matrona la suele llevar a vecindarios peligrosos y problemáticos.
Buenaventura tiene una larga historia de violencia y conflictos, lo que llevó a que se la conociera como la "capital del horror" de Colombia.
Desde 1988 bandas armadas se disputan el control territorial de las rutas de la droga en el exterior del puerto y han llevado a cabo truculentos desmembramientos en las llamadas "casas de pique".
En 2014 el ejército colombiano intervino en Buenaventura para tomar el control frente a las mafias.
La intervención trajo un breve período de estabilidad, pero Buenaventura sufre ahora una nueva ola de violencia, y matronas como Hurtado se ponen en riesgo al confrontar a los combatientes armados para ayudar a las mujeres que viven en áreas violentas a dar a luz.
Hurtado recuerda a los combatientes armados parándola al intentar entrar en vecindarios conflictivos. "¿Por qué estás aquí? Quién te envía? ¿En qué casas has estado?", le preguntaban. "Les decía que estaba allí para ayudar a una mujer embarazada y a qué casa necesitaba ir. Entonces se iban y verificaban. Si no había una embarazada allí, estaría en problemas", recuerda.
Apoyo mutuo
La asistencia al parto al estilo tradicional afrocolombiano se ha practicado en la costa pacífica colombiana durante siglos.
En 2017, el gobierno lo declaró patrimonio nacional, en un esfuerzo por reconocer y preservar el conocimiento ancestral de estas mujeres.
Solo en Buenaventura hay al menos 40 matronas tradicionales afrocolombianas. En 1988, las mujeres se unieron para formar la Asociación de Parteras Unidas del Pacífico, bajo el liderazgo de Rosmilda Quiñones.
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La asociación apoya a 250 parteras en todo el Pacífico colombiano que asisten entre 4.500 y 5.000 nacimientos cada año.
Conocidas como "las parteras", usan técnicas y remedios tradicionales en su trabajo, tales como la tomaseca, un potente analgésico alcohólico que se elabora con plantas medicinales para prevenir los dolores del parto.
Muchas afrocolombianas dicen que prefieren los servicios de estas parteras que acudir a los centros médicos locales.
"Tan pronto como comenzaron las contracciones, las parteras me apoyaron. Una no se siente sola. No estaba interesada en ir a un hospital porque allí me hubiera sentido aislada", dice Helen González, una joven de 22 años que dio a luz a su hijo hace nueve meses con ayuda de Hurtado.
Autoridad sobre los criminales
Para otras mujeres que viven en zonas de conflicto y por tanto no pueden salir con seguridad de sus vecindarios, no hay alternativa.
La activista por la igualdad de género Alejandra Coll explica que las matronas actúan a menudo como mediadoras para ayudar a las mujeres a parir en vecindarios controlados por los grupos criminales.
"Cuando una embarazada necesita un chequeo o está lista para dar a luz, las parteras intervienen ante los hombres armados", cuenta. "Con frecuencia, tienen alguna autoridad sobre ellos porque ayudaron a sus madres a traerlos al mundo".
Hurtado tiene años de experiencia en tratar con los miembros de las bandas.
"Llego y les digo hola. Les pregunto cómo están y les digo que estoy allí para trabajar". Subraya que es cortés y amigable y que los hombres armados responden de la misma manera.
Aunque los grupos criminales parecen respetar el trabajo de las matronas, Asopraupa dijo que algunas de las mujeres han sufrido amenazas de elementos armados cuando trabajaban en barrios conflictivos.
También se han visto atrapadas en el fuego cruzado entre grupos en lucha por el territorio.
"Una vez no pude marcharme porque había un tiroteo", recuerda Hurtado, de una visita particularmente difícil a una mujer embarazada en una zona en la que había grupos armados activos.
Sentada bajo una luz parpadeante en su casa, mientras sus vecinos escuchan reguetón a todo volumen en unos altavoces gigantes, Hurtado organiza discretamente todas sus herramientas para ayudar a nacer en una mesita baja. Guantes de goma, un fonendoscopio, unas tijeras para cortar el cordón umbilical están dispuestos cuidadosamente para cuando tengan que salir aprisa a atender un parto.
Las matronas son apasionadas de su trabajo, que para muchas es una herencia familiar. Graciela Murillo, de 60 años, explica que su madre era partera.
Creció viéndola trabajar y quiso seguir sus pasos desde que tenía 8 años. Ahora, la nieta de Murillo quiere seguir con el trabajo de sus antepasados.
Aseguran que el pago que reciben varía y que algunos de sus pacientes no pueden pagarles nada. Aún así, se ocupan de ellos.
"Algunas veces tenemos que poner de nuestro propio bolsillo", cuenta Murillo, que ha seguido atendiendo y apoyando a mujeres embarazadas incluso durante la pandemia de coronavirus.
Pero, pese a los riesgos en una ciudad peligrosa como Buenaventura, las parteras como Murillo y Hurtado se mantienen entregadas a su trabajo.
"Es parte de mí. Cuando oigo que alguien está pariendo, allí estoy", ríe Hurtado. "No me importan los riesgos ni a qué hora del día sea".
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