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Zulia, Venezuela
Un olor a muerte vieja se clava en la garganta. Es lo que siente el visitante en la morgue de uno de los principales hospitales del estado Zulia, en el noroeste de Venezuela, también uno de los más importantes del país, a la que tuvo acceso BBC Mundo. Ubicada en un sótano, para llegar hay que bajar las escaleras que la separan del patio donde los responsables del hospital han organizado ese día una fiesta infantil con globos, música y juegos.
Ya desde la superficie, a medida que uno se acerca al pabellón lateral en el que está la morgue, se empieza a sentir la peste.
En los alrededores, camillas destartaladas y otro material ya inservible se acumulan formando un inmenso trastero a la intemperie. Lo que hay al final de esas escaleras es peor.
Separados del mundo de los vivos por una cortinas de hule transparente, varios cuerpos sin vida reposan sobre unos sucios mesones metálicos.
Las moscas revolotean sobre los cadáveres, que yacen a temperatura ambiente.
En el siempre caluroso Zulia eso significa temperaturas superiores a los 30 grados. Allí hay hombres, mujeres, y también niños.
Deberían estar solo unas horas y siempre en frío, pero la mayoría pasa días allí, algunos hasta meses, descomponiéndose bajo el sofocante calor porque nadie se hace cargo y porque las neveras donde deberían estar conservados no funcionan.
Zulia es un estado rico en petróleo, ganadería y comercio, y la zona más poblada del país con cuatro millones de habitantes.
Y también es una de las cinco regiones occidentales perjudicadas con constantes apagones, racionamientos y fluctuaciones de electricidad.
Los apagones son constantes en varias partes de Maracaibo, la principal ciudad del estado.
Un mortuorio a temperatura ambiente
Caminando por un suelo pegajoso y sorteando pegotes de sangre, se llega a unos refrigeradores que hace tiempo no refrigeran nada.
Los constantes fallos en el suministro eléctrico, un problema habitual en Zulia, el tradicional estado petrolero del país, los inutilizaron y no sirven ya más que como pudridero.
“Se me están pudriendo 2 ó 3 cadáveres cada semana”, nos cuenta el responsable de este mortuorio.
Por su seguridad resguardamos su verdadera identidad —lo llamaremos Arnold— así como el nombre de la morgue.
Arnold, un mulato menudo que ronda los 30 años, hace el trabajo que nadie más quiere hacer a cambio de un salario mínimo: unos 24 dólares mensuales al cambio en el mercado paralelo, el de referencia en Venezuela.
En la compuerta que cierra una de esas neveras averiadas, una hoja de papel pegada informa: “25 fetos, 7 para inhumar por bolsa”.
En este hospital, cuentan sus empleados, cada vez mueren más niños y neonatos.
Arnold nos muestra el interior de las cámaras. Se le nota indignado y quiere que el mundo sepa. En algunas solo se intuye un montón de cartones y paños envolviendo lo que un día fue un ser humano.
En otras la muerte mira de frente, como en la que alberga a una mujer fallecida hace más de seis meses.
Su calavera a medio consumir pone los pelos de punta. La vaharada fétida que desprende mueve a una náusea irresistible que obliga a taparse la nariz.
Niños que nadie quiere
Arnold explica que ese cadáver estalló en el interior de la cava, como sucede en la morgue con muchos otros que no son retirados a tiempo para su inhumación o cremación, ni reciben el tratamiento adecuado.
Es la consecuencia de lo que los forenses conocen como fase enfisematosa de la descomposición, cuando los cuerpos ya no pueden contener más los gases y fluidos pútridos acumulados en su interior y revientan. Debería suceder cuando el difunto ya ha sido enterrado, pero, según nos cuenta Arnold, los retrasos en la recogida de los cadáveres han hecho habitual que suceda en la morgue.
“La funeraria no se los lleva porque dice que el gobierno no le paga lo que le debe”, dice.
“Las familias tampoco pueden pagar ahora con la situación actual lo que cuesta un entierro”, agrega.
Una consecuencia más de la severa crisis económica por la que atraviesa el país de la hiperinflación.
Entre los actuales inquilinos de esta morgue zuliana hay una niña que murió por difteria hace tres días.
“Ni el hospital, ni la gobernación, ni la alcaldía se pronuncian para ayudar a los familiares”, dice Arnold, quien está casi solo con sus muertos.
Le asignaron medio centenar de trabajadores del Plan Chamba Juvenil, promovido por el presidente Nicolás Maduro para dar un trabajo a los jóvenes venezolanos, pero cuenta que casi todos se marcharon ya.
Eso no era lo que les habían prometido.
“No hay electricidad, no hay mascarillas, no hay cloro, no hay desinfectantes, no hay botas, no hay equipos para meterse a las cámaras; no hay nada”, denuncia Arnold.
Cadáveres por las escaleras
Como tampoco hay guantes, Arnold y los pocos operarios que resisten tienen que manipular los cadáveres con sus manos desnudas. También tienen que limpiar las cámaras cuando alguno de los cuerpos estalla en su interior.
“Cuando pasa, hay gusanos y sanguaza por todas partes”.
Según Arnold, muchos mueren por VIH y otras enfermedades infecciosas, por lo que teme algún día contagiarse por carecer de los equipos de protección necesarios.
Como los apagones dejaron también fuera de servicio los ascensores del edificio, Arnold y su equipo tienen que ingeniárselas para bajar los cuerpos a pulso por la escalera, a la vista de todo el público presente, con el consiguiente riesgo de que en la manipulación se produzca algún rasguño o herida. A veces los familiares los agreden o insultan al ver el trato que reciben sus seres queridos recién fallecidos.
La morgue debería estar herméticamente cerrada, pero a falta de aire acondicionado, dejar las puertas abiertas es la única forma de orearla un poco, por lo que, pese a que el acceso no está permitido, los allegados a veces entran libremente. Él intenta disuadirlos, pero no siempre lo consigue.
No son pocos los que se enfurecen o se derrumban al ver el cuerpo de su familiar abandonado en un mesón sanguinolento.
A Arnold todo esto le pesa, aunque no sea el primer destino duro que tiene en el hospital.
Antes estuvo en la planta de Pediatría y las cosas no iban mucho mejor allí.
“Entonces lloraba mucho, porque la planta está contaminada y muchos niños que entraban se complicaban allí con otras enfermedades”.
También pasó por la unidad de quemados, donde recuerda haber visto a muchos morir por la falta de medicinas.
Un hospital cercado por la basura
Detrás del hospital, montones de residuos, muchos sanitarios, dan crédito a las denuncias de los trabajadores que aseguran que, como toda la red hospitalaria del país, sufre un estado de abandono.
BBC Mundo intentó sin éxito recabar la versión de las autoridades del estado Zulia sobre el estado del hospital y los cortes eléctricos.
El ministro para la Energía Eléctrica, Luis Motta Domínguez, aseguró en septiembre que los racionamientos han acabado y que las fallas se deben al sabotaje y al robo de material estratégico.
Las cosas han llegado a tal punto que Arnold a menudo les dice a las familias de los muertos que, si ellos consiguen el formol, él se ocupará de tratar el cuerpo para que aguante más tiempo. La falta de respuesta oficial se intenta suplir con buena voluntad y prácticas de dudosa salubridad.
“A algunos los vienen a buscar y los acaban dejando en una fosa común o en una zanja que abren en cualquier terreno”.
Lo hacen sobre todo los wayú, los indígenas de la zona, por motivos culturales mucho más reacios a abandonar los restos mortales de un familiar.
Pese a todo, a Arnold le gusta su trabajo. Dice que es hacerlo en las circunstancias actuales lo que le está haciendo mella.
“Cuando voy por la calle, o estando en casa con mi familia, no puedo dejar de pensar en lo que veo allí”.
“Aquello es inhumano”.