En un mes, la contienda presidencial estadounidense dio un vuelco: de prácticamente estar garantizado el triunfo de Donald Trump, a un entusiasmo que ha colocado al republicano en empate técnico con la candidata presidencial demócrata, Kamala Harris.
A pesar de considerar que podía ganarle a Trump, presionado por su propio partido, el presidente Joe Biden dio un paso al costado el 25 de julio y apoyó a Harris para sustituirlo, de cara a las elecciones del 5 de noviembre. De entonces a ahora, Harris consiguió un cierre de filas del liderazgo demócrata, ha recaudado 540 millones de dólares —40 millones de ellos sólo en los tres días posteriores a la convención—, y entusiasmado no sólo a los demócratas que veían seguro el triunfo de Trump y habían perdido el interés en la campaña, sino a dos sectores clave de la población: los latinos y los afroestadounidenses.
Los latinos, un sector que tradicionalmente ha votado demócrata en las elecciones estadounidenses, en los últimos años se ha ido inclinando más hacia el bando republicano, no sólo por la decepción de gobiernos demócratas que, confiados en el apoyo latino volvieron poco sus ojos hacia ellos, sino porque los miedos atizados por Trump lograron calarles hondo, incluyendo el miedo a una “invasión” de migrantes que pudiera quitarles lo alcanzado con años de esfuerzos. Que Biden buscara la reelección les generó dudas, por su edad, por su capacidad de mantenerse al frente cuatro años más y, sí, porque años van, años vienen, sin que un gobierno, ni demócrata ni republicano, logre cumplir la promesa de una reforma migratoria que ayude a aliviar la crisis desatada por los flujos migratorios y a legalizar la situación de millones de personas que llegaron a Estados Unidos para cumplir su sueño de una vida mejor y que hoy todavía viven en las sombras.
Estos mismos latinos también temen las consecuencias de una nueva presidencia Trump, con sus amenazas de deportación masiva. La llegada de Harris representa la oportunidad, quizá, de dar nuevos bríos a la reforma, sin el miedo de ser deportados del único lugar que conocen como su hogar.
Para los afroestadounidenses, Harris representa la posibilidad de volver a tener en la Casa Blanca, a uno de los suyos, después del hito que logró Barack Obama, dos veces. Harris no es Obama y, hasta ahora, la mejor descripción que se hacía de ella en el gobierno de Biden era la de una vicepresidenta “gris”, excepto por su lucha a favor del poder de decidir, a favor del aborto. Esa lucha que ha impulsado su imagen conforme estados republicanos se han ido sumando a las restricciones a la interrupción del embarazo se ha convertido en un arma de guerra en la campaña, consciente de que es un tema clave para millones de mujeres. Que una mujer llegue a la Casa Blanca, por primera vez en la historia de EU, y enarbolando la bandera del derecho a decidir, puede inclinar la balanza y dar la razón a Biden cuando dijo que Trump se dará cuenta en noviembre “del poder de las mujeres”.
Pero Trump es un candidato fuera de lo común, por el que nadie apostaba en 2016, al que las encuestas daban por perdedor y que dejó mudos a propios y extraños con su triunfo. Es un candidato que, a pesar de haber atizado el asalto al Capitolio en 2021, de tener múltiples juicios en su contra y de haber sido declarado culpable ya de 34 cargos, tiene el apoyo de aproximadamente la mitad de los estadounidenses, y a quien, hasta ahora, las encuestas se le resbalan. ¿Podrá el moméntum de Harris impulsarla a la presidencia de EU o se desinflará? La primera gran prueba está por llegar: el 10 de septiembre se enfrentará en un debate a Trump. Ahí se verá de qué madera está hecha.