Miami.— La discusión sobre una justicia politizada en Estados Unidos es ya un expediente activo con efectos palpables en la vida cívica estadounidense. De acuerdo con el Miller Center, todo este desfase tiene como origen el famoso caso del Watergate (1972), cuando Richard Nixon ordenó despedir al fiscal especial Archibald Cox y detonó la Masacre del Sábado por la Noche, con renuncias en cadena en el Departamento de Justicia. En ese entonces se logró aislar a los fiscales de la Casa Blanca: el Congreso creó en 1978 la figura del fiscal independiente en la Ley de Ética en el Gobierno y, tras su expiración, el propio Departamento de Justicia la sustituyó por el régimen de “fiscal especial”.
Ese andamiaje pos-Watergate buscaba que, en la Unión Americana, las grandes causas se decidieran por pruebas y no por presiones políticas. Hoy ese telón de fondo convive con una Corte Suprema que en Trump vs United States (1 de julio de 2024) reconoció inmunidad absoluta para actos principales del poder presidencial y una inmunidad presuntiva para otros actos oficiales y con una Ley de Insurrección que, como advierte el Brennan Center for Justice, “otorga al presidente una discreción amplia en materia de blindaje penal y poderes de emergencia amplios frente a controles que descansan sobre reglas sublegales y cultura institucional”. A todo esto, la jueza Sonia Sotomayor escribió en ese momento: “con temor por nuestra democracia, disiento”, y advirtió que “en cada uso del poder oficial, el presidente es ahora un rey por encima de la ley”.
Ese giro jurisprudencial se acompaña de otros cambios estructurales: en junio de 2024, el fallo Loper Bright Enterprises vs Raimondo derogó la llamada “deferencia Chevron”, reforzando que los jueces, y no las agencias federales, decidan “todas las cuestiones relevantes de derecho” bajo la Ley de Procedimiento Administrativo (Administrative Procedure Act, APA).
“El resultado debería ser insostenible, porque le construye más blindaje penal alrededor de la presidencia y, a la vez, más exigencia judicial para que las agencias federales justifiquen con precisión sus interpretaciones a señalamientos y acusaciones”, explica la Asociación Estadounidense de Abogados (ABA) a EL UNIVERSAL.
Sobre ese terreno, los casos sensibles adquieren otra textura política. La acusación federal contra la fiscal general de Nueva York, Letitia James, presentada por un gran jurado en el Distrito Este de Virginia, envió una señal que excede a la persona. James, quien lideró el juicio civil que golpeó a la Organización Trump, calificó la imputación como “una instrumentalización de nuestro sistema de justicia”.
Un expediente más aumentó el volumen de las alarmas: el procesamiento del exdirector del Buró Federal de Investigaciones (FBI) James Comey, por presuntamente mentir al Congreso. La defensa de Comey habla de “persecución vindicativa”, es decir que la fiscalía tomó medidas para castigar a una persona por ejercer un derecho legal (por ejemplo, apelar, pedir juicio con jurado o cambiar de sede) en vez de decidir los cargos por razones jurídicas legítimas. “En derecho estadounidense, eso viola el debido proceso y puede llevar a que el juez desestime el caso”, confirma ABA.
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Y el caso más reciente, el del exasesor de Seguridad Nacional John Bolton, al que la Justicia acusó por “anomalías” en manejo de información clasificada, por datos publicados en un libro en el que critica abiertamente a Trump. “Me he convertido en el más reciente objetivo de la instrumentalización del Departamento de Justicia para acusar a quienes él considera sus enemigos con cargos que antes fueron desestimados o que distorsionan los hechos”, reaccionó Bolton.
Estos casos ponen el foco en la selección de objetivos antitrumpistas. Al menos en apariencia es de revancha política, aun si el caso se prueba o cae en juicio, analistas coinciden en que erosiona la percepción de imparcialidad. La administración Trump insiste en que no hay “órdenes” desde la Oficina Oval y que el Departamento de Justicia decide “con base legal”.
Pero dadas las circunstancias, entre presiones públicas y negativas oficiales, alimenta la idea de una fiscalía con brújula partidista.
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Mediciones independientes registran una caída de confianza en la Corte Suprema de Estados Unidos y una brecha partidista inédita en la valoración del poder judicial. En octubre de 2025, Gallup halló que sólo 42% aprueba el desempeño de la Corte Suprema y menos de la mitad confía en la rama judicial; un porcentaje récord considera que la Corte es “demasiado conservadora”.
La batalla ya no es sólo por casos concretos, también por cómo se arma el Estado. En abril de 2024, la Oficina de Administración de Personal (OPM) aprobó una regla para blindar al servicio civil frente a un regreso del Schedule F, el esquema que permitiría reclasificar miles de puestos y facilitar despidos de funcionarios de carrera. El 20 de enero de 2025, la Casa Blanca emitió una orden ejecutiva para revivir esa idea, rebautizada como Schedule Policy/Career, y pidió revertir las protecciones de 2024. En el fondo, la cuestión es simple: ¿la permanencia en el gobierno se define por mérito profesional o por lealtad política?
“La inmensa mayoría de la gente cree que quienes trabajan en el gobierno deben ser contratados y promovidos por mérito, no por lealtad. Este plan intenta reemplazar esos valores y convertir la prueba para ocupar altos cargos en una cuestión de ideología y política”, advirtió Skye Perryman, presidenta de Democracy Forward, al anunciar acciones para frenar el desmantelamiento del servicio civil.
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La ABA condenó “comentarios que parecen cuestionar la legitimidad de la revisión judicial y pedir la destitución de un juez sólo porque el tribunal no estuvo de acuerdo con la posición del gobierno”, y alertó que tales ataques “suponen graves riesgos para nuestro marco constitucional de tres poderes coiguales”. El contexto es preocupante: cifras del Servicio de Alguaciles de Estados Unidos reportan cientos de amenazas contra jueces federales en 2024 y 2025, un problema que la ABA pidió enfrentar con una defensa activa de la independencia judicial.
El abogado constitucionalista Stephen Vladeck explica a este medio que la sentencia de la Corte Suprema en el caso Trump vs United States es “la más amplia aprobación del Poder Ejecutivo [estadounidense] ‘preclusivo’ que jamás hayamos visto de la Corte [Suprema de Estados Unidos]”. Esto significa que “hay zonas del poder presidencial donde el Congreso y los tribunales quedan prácticamente fuera”, por ejemplo, la relación del presidente con el Departamento de Justicia y la facultad presidencial de remover a sus altos cargos.
“El hilo común es directo, cuando la etiqueta de ‘acto oficial’ del presidente vuelve improbable una sanción, entonces los controles pasan a perseguir daños ya hechos”, subraya Vladeck, como en los casos de James y Comey. Y aunque “eso no convierte al presidente en ‘todopoderoso’ para cualquier cosa, sí amplía desproporcionadamente los márgenes de justicia donde más importan los contrapesos”.
Aziz Huq, profesor de la Universidad de Chicago, lo explica así: “Si se etiqueta como ‘oficial’ lo que hace el presidente [estadounidense] y eso lo blinda del castigo penal, crece el incentivo a torcer reglas y se debilitan los filtros internos que normalmente frenan abusos”.
Analistas señalan que procesar a una fiscal estatal que investigó al presidente envía una advertencia a otras autoridades con potestad para supervisar a empresas o políticos federales. Incluso si el gobierno gana en tribunales, el daño está en el efecto disuasivo sobre futuras pesquisas incómodas. En paralelo, el análisis del Brennan Center for Justice subraya que la Ley de Insurrección, que permite al presidente desplegar tropas en territorio nacional, es “peligrosamente vaga y necesita con urgencia una reforma”.
No todo son agujeros. Precisamente porque la Corte Suprema ensanchó la inmunidad penal para actos oficiales, los “frenos” no penales cobran una importancia especial. La APA autoriza a los jueces a “dejar sin efecto” decisiones de agencias si son arbitrarias o exceden su mandato; adicionalmente, los tribunales ya no deben inclinarse ante lecturas “razonables” del Ejecutivo sólo por la ambigüedad del texto. Esa vía, cotidiana y técnica, ha parado y seguirá parando órdenes mal fundadas.
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Según Freedom House, el mapa del Congreso estadounidense agrava la sensación de que una mitad del país impone el guion nacional. Tras la elección de 2024, los republicanos obtuvieron la mayoría en el Senado y retuvieron, por poco, la Cámara de Representantes. La nueva proporción explica por qué la agenda y la visibilidad pública se concentran del lado oficialista, mientras la oposición opera con menos reflectores y más táctica procesal.
El sistema no ha perdido todas sus posibilidades: jueces federales siguen dictando medidas cautelares contra acciones ejecutivas apresuradas; fiscales de carrera impugnan nombramientos o reasignaciones que vulneran reglas y coaliciones de estados litigan con éxito contra órdenes y reglamentos sin base legal. “La foto institucional es contradictoria, las instituciones funcionan, sí, pero lo hacen bajo asedio presidencial y con reglas (...) cambiantes”.
El deterioro de la confianza pública se ve en los datos. Gallup registra niveles de aprobación y confianza en la Corte cercanos a mínimos históricos, con una brecha partidista inédita, y el Pew Research Center documenta cómo las percepciones del FBI y del propio DOJ se han reacomodado por líneas partidistas, un síntoma clásico de polarización institucional. “Cuando la gente cree que la ley persigue a críticos y protege a aliados, el principio de igualdad ante los tribunales se resiente”, se asienta en los análisis de las mediciones.
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El Brennan Center recuerda que “la Ley de Insurrección suspende temporalmente la regla de Posse Comitatus y da significativa discreción al presidente para decidir cuándo y dónde desplegar tropas en apoyo de tareas policiales. Aun sin invocarse, su mera disponibilidad altera los cálculos de gobernadores, alcaldes y manifestantes”.
Freedom House mantiene a Estados Unidos como “libre” en un rango de 84% en su Índice 2025, pero advierte sobre una erosión institucional y una polarización. “La democracia sigue en pie, aunque fatigada y su resiliencia dependerá de que los contrapesos operen sin miedo ni favores”.
¿Se puede detener una deriva que algunos describen en clave monárquica? La respuesta de varios analistas consultados es sí, pero coinciden en que no se trata de esperar un milagro. “Se tiene que caminar a través de litigios bajo la Ley de Procedimiento Administrativo, con dictámenes de la Oficina de Responsabilidad Gubernamental [estadounidenses] que obligan a ejecutar lo aprobado por el Congreso, con reglas que blinden el servicio civil, con fiscalías estatales que llevan los conflictos a la cancha judicial y con colegios profesionales que defienden la independencia de jueces y abogados. Cuando esos engranes se activan a la vez, obligan a corregir el rumbo”, subraya la Asociación Estadounidense de Abogados (ABA).
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Lo que está en juego no es sólo el destino de James o Comey ni el rédito inmediato de una victoria judicial, sino “la credibilidad de un sistema que necesita que los ciudadanos crean que el derecho y los hechos, no el poder, deciden los casos”, señala Vladeck.
La ABA subraya que “los jueces juran seguir la ley, no las encuestas ni el bullicio político”.
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