Washington.— Estados Unidos tenía un 2020 pensado que finalmente no ocurrió. La pandemia de coronavirus hizo que los estadounidenses aprendieran a pronunciar la palabra hidroxicloroquina; aplaudieran durante unas semanas a los servicios sanitarios; se exasperaran con la falta de respuesta gubernamental; hornearan pan y cosieran cubrebocas; se pusieran las manos en la cabeza con las ideas de inyectarse lejía; se acostumbraran a nuevas formas de comunicación como Zoom, conocieran y veneraran a Anthony Fauci tras entender el trabajo que hace un epidemiólogo; se acostumbraran a las sirenas de las ambulancias y volvieran a aplaudir con la llegada de las vacunas.
Los Estados Unidos no estaban preparados para eso, sino que empezaban el año listos para el que también iba a ser un evento histórico: la culminación del proceso de impeachment del presidente Donald Trump; nada más y nada menos que en el mismo año en el que se jugaba la reelección.
Los demócratas de la Cámara de Representantes abrieron a finales de 2019 una investigación formal sobre el asunto ucraniano, que confirmó por boca de funcionarios en activo (como el embajador de EU ante la Unión Europea, Gordon Sondland) que efectivamente Trump presionó para condicionar la ayuda militar a una pesquisa sobre presunta corrupción de quien sería su rival en las elecciones, Joe Biden.
Además, hecho a través de un “canal paralelo” liderado por su abogado personal, el exalcalde de Nueva York Rudy Giuliani, en una trama que implicó directamente al secretario de Estado Mike Pompeo y al por entonces asesor en seguridad nacional, John Bolton.
En diciembre, la Cámara de Representantes acusó formalmente a Trump de dos delitos: abuso de poder y obstrucción del Congreso. Una semana antes de las fiestas de Navidad, los congresistas le condenaban formalmente.
La necesidad de que sean necesarias dos terceras partes del Senado para despedir del cargo a un presidente fue una barrera demasiado complicada de superar en la segunda parte del proceso. Tras dos semanas de juicio exprés, Trump fue exonerado en un trámite sin testigos ni nuevas pruebas, poniendo serias dudas sobre la verdadera utilidad del proceso de impeachment.
Exactamente dos días después de las primarias en Iowa, pistoletazo de salida oficial a la época electoral en Estados Unidos, Donald Trump evitaba su fulminación, gracias a un Senado que votó de forma totalmente partidista con la excepción del senador republicano Mitt Romney.
El resultado final del proceso convirtió a Donald Trump, junto a Andrew Johnson y Bill Clinton, en el tercer presidente de la historia en pasar por un proceso de impeachment (Richard Nixon dimitió antes de enfrentarlo), algo que estará por siempre en su legado. “Creo que el impeachment de Trump construirá una parte importante del juicio histórico de su presidencia”, comentó para EL UNIVERSAL Frank Bow- man, profesor de la Universidad de Missouri y autor del libro High crimes & misdemeanors: A history of impeachment for the age of Trump, “pero creo, intuyo, se erigirá menos importante porque, siendo francos, Trump ha hecho tantas cosas escandalosas que el asunto de Ucrania fue sólo un ítem representativo de una larga lista”.
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Y es que el proceso de impeachment que se vivió a inicios de año en Estados Unidos no sólo sirvió para poner a juicio una presidencia de lo más heterodoxa, por ponerle algún adjetivo; fue un momento perfecto para reflexionar si, en el contexto político actual, el sistema de control y equilibrios de las instituciones estadounidenses funciona en su ámbito más político, y si el proceso de impeachment tiene algún sentido ante un ambiente extremadamente polarizado y partidista.
Para Bowman, el impeachment a Trump tuvo elementos positivos y negativos. Entre los primeros, la demostración que los congresistas están preparados para un proceso de este calibre y hacer pasar “por el juicio constitucional un comportamiento presidencial totalmente inaceptable”. Por el otro lado, sin embargo, se vio la “cobardía de los republicanos del Senado”, que no sólo es reflejo de la polarización del país, sino de “la casi inutilidad del impeachment como un control serio del mal comportamiento presidencial”.
“La historia encontrará el impeachment de Trump más revelador del estado difuncional del Congreso estadounidense que particularmente revelador de Trump”, resolvió el experto, especialmente tras ver un partido republicano “cegado deliberadamente” ante los hechos y evidencias. “Y es de mal agüero para nuestro sistema de gobierno”, resolvió el experto, deseoso de estar “equivocado” en su análisis pesimista.
Para el experto, un impeachment, de cara al futuro, simplemente podría servir como mecanismo para que el partido opositor al presidente pueda presentar ante la opinión pública pruebas y hechos que, después, puedan ser juzgados en las urnas. “Es difícil imaginar una circunstancia en la que un presidente pueda ser condenado por el Senado y despedido mientras él o ella tenga más de cuarenta senadores del mismo partido en esa cámara”, reflexionó.
El impeachment, al fin y al cabo y como recordó Bowman, “es un proceso político disfrazado de procedimiento jurídico, que hace que todo sea confuso. Pero es, y siempre ha sido, de naturaleza política”. Es por tanto previsible que pueda usarse más como arma partidista que como elemento clave para controlar al Ejecutivo.
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La otra opción de futuro para el impeachment sería que “vuelva a su desuso polvoriento”, una vez todo el mundo se dé cuenta que una condena presidencial es “prácticamente imposible” y un esfuerzo que no vale la pena, “un gasto de tiempo”.
“Realmente no sé qué rol va a jugar el impeachment en el futuro”, se disculpó Bowman, incapaz de descifrar un enigma imposible.