Amenazas como la de Estados Unidos de atacar a los cárteles en territorio de otro país, México incluido, o la del presidente peruano de ingresar a la embajada mexicana para detener a la exprimera ministra refugiada allí representan duros golpes contra la diplomacia y no abonan a las buenas relaciones entre países, en momentos de creciente polarización regional y mundial.
Las decisiones que están tomando diversos gobiernos se alejan cada vez más del derecho internacional, empañadas por la politización de las relaciones, por un estilo de gobernar bajo el cual se apoya a aquellas naciones con la misma ideología, sin importar lo que hagan y, en cambio, se castiga a las que tienen una ideología distinta, sin importar si ello erosiona los fundamentos de la diplomacia, de la democracia. Los casos arriba mencionados son apenas dos ejemplos de un fenómeno que se extiende cada vez más.
Estados Unidos está en guerra contra el narcotráfico y considera a los narcotraficantes como terroristas transnacionales. En aras de acabar con ellos, ha optado por atacar embarcaciones en aguas internacionales, bajo el argumento de que se trata de narcolanchas. Afirma tener información de inteligencia que así lo avala. El problema es que todo queda en sus palabras. No hay más información que confirme sus dichos. La cifra de muertos en esos ataques se acerca al centenar.
Frente a la preocupación que han generado estas operaciones, la respuesta del presidente Donald Trump es que se trata de una amenaza a la seguridad nacional y que Estados Unidos está en su derecho de defenderse. El mandatario insinúa que, “como ya no hay barcos” que atacar, ahora podría ir contra los cárteles en tierra.
Países europeos, México, Naciones Unidas, la Organización de Estados Americanos (OEA) han señalado que cualquier operación debe respetar el derecho internacional y privilegiar la cooperación. Pero Estados Unidos ha desoído todos los llamados.
Perú, entre tanto, parece estar dispuesto a seguir el camino que abrió el presidente Daniel Noboa en Ecuador cuando irrumpió en la embajada mexicana para detener al exvicepresidente Jorge Glas, acusado por corrupción, y a quien el gobierno mexicano asiló, señalando que el ecuatoriano era víctima de persecución política. La irrupción derivó en el rompimiento de relaciones entre ambos países.
Con el mismo argumento, México concedió asilo a la exprimera ministra Betssy Chávez. El gobierno peruano denunció “injerencia” mexicana, un mal uso de la figura del asilo y rompió relaciones diplomáticas con nuestro país. En una nueva escalada, el presidente José Jerí no descartó entrar a la embajada.
Sin considerar en este espacio la validez de los asilos concedidos por México, la irrupción en una embajada rompe en pedazos la noción de que se trata de espacios inviolables, sagrados, donde salvaron sus vidas víctimas de dictaduras y gobiernos autoritarios.
El escenario que se presenta en el continente americano es uno donde el respeto entre países se desdibuja para aplicar solo a “los amigos”, donde crece la división y el alejamiento, donde impera cada vez más la ley de la selva y donde no hay espacio para el diálogo y la negociación, sólo para el conflicto y los excesos.
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