Washington.— Los últimos meses de presidencia de Donald Trump sirvieron para agudizar la crisis democrática en Estados Unidos. La confianza en el sistema está en mínimos históricos en gran parte por el enorme efecto colateral de la retórica autoritaria y antidemocrática del expresidente, quien con su ataque a las instituciones y su desconfianza en el sistema provocó un movimiento que derivó en el intento de insurrección de principios de enero, un asalto al Capitolio de Washington que fue la cima de una estrategia de tiempo para desacreditar todo lo establecido.
Estados Unidos se vende al mundo como el epítome democrático, exportador de un modelo ejemplar. Nada más lejos de la realidad: desde la crisis financiera de 2008, la confianza en el sistema es cada vez peor. Según un estudio del Centro por el futuro de la democracia de la Universidad de Cambridge, la mayoría de los estadounidenses (55%) no están satisfechos con sus sistema de gobierno, una cifra que ha ido creciendo poco a poco con cada año. Hace una década, tres de cada cuatro estaban satisfechos de su democracia.
La crisis económica fue el factor inicial, pero el elemento determinante fue Trump. Su insistencia de que el sistema está amañado, que hay una élite que lo controla todo, sus falsedades sobre fraude electoral llegaron a convencer a millones de seguidores, intoxicando la confianza pública en la integridad electoral y en unos resultados que todavía no acepta.
En los últimos compases de las elecciones, la obsesión de Trump fue el acto mismo de votar. Las frases sobre el robo de votos, la insistencia por el hecho de que había votos legales e ilegales, la exigencia a que se debía dejar de hacer el recuento, la falsa creencia de un fraude masivo en el voto por correo, sirvieron de caldo de cultivo para lo que se está viviendo ahora: una pugna por expandir o restringir el derecho a voto; y, con ello, tensar el sistema democrático en su esencia.
Los dos extremos ideológicos están en un tira y afloja incansable. Hay algunos expertos progresistas que, todavía con el intento de insurrección muy adentro en el cuerpo, sacuden el debate en la opinión pública en este sentido diciendo que el asalto al Capitolio y la posterior exoneración de Trump de su responsabilidad han hecho evolucionar el debate político en Estados Unidos, que ya no debería hablar de la dicotomía izquierda-derecha o demócrata-republicana, sino de la democrática-antidemocrática.
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En las últimas semanas se han acumulado las acciones de legisladores republicanos para introducir nuevas propuestas de leyes para poner trabas al voto, medidas que, desproporcionalmente, afectarían a minorías y, por tanto, mayoritariamente al voto demócrata. En esencia, los conservadores están aprovechando la oleada de desconfianza en el sistema democrático para erigir muros a la votación, cortando un derecho fundamental del juego electoral para su propio beneficio.
Según un análisis del The Washington Post, se han introducido o propuesto más de 250 leyes de restricción del voto en 43 estados. Más de un tercio —de hecho, casi la mitad—, según el Brennan Center for Justice, tienen como intención limitar el voto por correo, recogiendo el guante de deslegitimación y falso fraude esparcido por el expresidente Donald Trump.
Muchos expertos apuntan que la mayoría de restricciones son un ataque tan desproporcionado que devolverían al país a finales del siglo XIX en cuestión de derechos civiles, a la época cuando los estados sureños imponían medidas extraordinarias —desde impuestos para poder votar hasta exámenes de alfabetización— para privar de forma efectiva a los afroamericanos de su derecho a voto, para sortear la prohibición de negar el voto en función de la raza y en un acto efectivo de segregacionismo.
De hecho, la lucha contra esas medidas fue una de las claves de la lucha por los derechos civiles de mediados del siglo XX, y que culminó con la ley de derecho al voto de 1965. Todos los expertos apuntan que si los republicanos se salen con la suya, EU retrocedería a una posición mucho peor que entonces.
La pandemia de coronavirus provocó la aplicación de medidas extraordinarias para facilitar el voto: ahora, con todas las excusas posibles, están intentando derogarlas y ampliar la restricción.
Es precisamente Georgia uno de los estados donde más movimiento se está viendo. No es casual que coincida con que las cámaras legislativas del estado estén controladas por los republicanos, y que en las últimas elecciones los demócratas ganaran dos asientos al Senado federal y la contienda presidencial por primera vez en casi tres décadas.
“El senado estatal de Georgia ha aprobado legislación de supresión de voto Flagrante, descarada y vergonzosa”, dijo el jueves Jon Ossoff, uno de los demócratas que se convirtió en senador por Georgia el pasado mes de enero. “Estados Unidos está en un punto de quiebre ahora mismo”, dijo Elena Parent, senadora estatal demócrata en Georgia, “nuestra democracia está en peligro y nuestra sociedad dividida cada vez más en líneas partidistas”. Parent fue una de las voces más críticas a los intentos de limitar el derecho al voto en su estado por parte de los republicanos: “No funcionará. Los votantes ven a través de estos intentos transparentes de aferrarse al poder a través de medios represivos y antidemocráticos”.
Otro estado que fue clave en las presidenciales de noviembre y que está empujando restricciones al voto es Arizona: desde enero han introducido 24 propuestas, y algunas de ellas ya han superado algún trámite legislativo que las coloca cerca de su aprobación y promulgación.
“Hay una diferencia fundamental entre demócratas y republicanos”, dijo el congresista estatal John Kavanagh, republicano que preside el comité de gobierno y elecciones en Arizona. “Los demócratas valoran que vote cuanta más gente mejor, y están dispuestos a arriesgar que haya fraude. Los republicanos estamos más preocupados por el fraude, y no nos importa poner medidas de seguridad que no permitan que todo el mundo vote; porque no todo el mundo debería votar”, resolvió.
Los demócratas van en el sentido opuesto. A nivel estatal, muchos están intentando que las medidas extraordinarias aplicadas por el contexto de pandemia, otorgando más opciones y flexibilidad a los votantes, sean permanentes.
En Washington, la Cámara de Representantes ha aprobado la denominada HR1, la “ley para el Pueblo”, una propuesta revolucionaria que amplía enormemente el derecho al voto, algo de un alcance que no se veía desde la aprobación de la ley de derecho al voto de 1965.
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“La HR1 sería transformadora para nuestra democracia, y no estamos exagerando”, dijeron desde Citizens for Responsibility and Ethics in Washington (CREW), una organización progresista en favor de un gobierno basado en la ética, la transparencia y la rendición de cuentas.
En resumidas cuentas, las 791 páginas de la HR1 debilitan las leyes que exigen una identificación concreta, obligan al registro automático en el censo, aumentan el voto por correo y adelantado, dan transparencia al sistema de financiamiento de campañas y eliminan las dificultades para restaurar el derecho a voto de comunidades desfavorecidas o penalizadas, como los exconvictos, entre otros.
Que el número de la ley sea el 1 demuestra precisamente que es una prioridad para los demócratas, como contrapeso al movimiento irrefrenable de los republicanos de tomar la justicia por su mano y evitar una nueva derrota electoral en estados que siempre les habían sido fieles y que, por cambio demográfico o por una mejor movilización, les dieron la espalda.
No hay ningún horizonte en el que la HR1 vaya a convertirse en ley federal, por mucho que el presidente Joe Biden haya dado su apoyo explícito.
“Esta legislación histórica se necesita con urgencia para proteger ese derecho [al voto], salvaguardar la integridad de nuestras elecciones y reparar y fortalecer nuestra democracia”, dijo Biden hace una semana. Los republicanos tienen en el Senado un número suficiente de curules para bloquearla sin mucho esfuerzo.
No es casualidad que los demócratas quieran nombrar la ley en honor al congresista John Lewis, muerto hace unos meses y símbolo mayúsculo de los derechos civiles. “El voto es la herramienta no-violenta más poderosa que tenemos en democracia”, decía. Lewis fue una referencia en las protestas para ampliar el derecho a voto en el país; si los republicanos se salen con la suya, muchos estados verán cómo sus restricciones podrían hacer retroceder a EU a la época de la segregación racial.
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El pasado martes, un par de leyes de votación de Arizona ya llegaron al Supremo, acusadas de afectar de forma desproporcionada a las minorías. La sensación fue que los jueces dictaminarán que la legislación es correcta y puede ser válida, y el miedo de los demócratas es que sirva como listón de medir hasta dónde los republicanos podrán afectar el derecho a voto en esos estados que controlen, y con ello restringir un derecho fundamental en democracia.
El gobierno de Joe Biden, a través del Departamento de Justicia, está preparado para salir al paso y personarse en cualquier litigio sobre el tema.