Durante siglos, las armas y la diplomacia eran una ocupación reservada a los hombres. Sin embargo, en la primera mitad del siglo 20, esa situación cambió cuando, en 1926, la Unión Soviética designó a la primera mujer diplomática, nada menos que con el rango de ministro plenipotenciario, que en aquellos tiempos ostentaban los diplomáticos de gobiernos republicanos debido a que la categoría de embajador estaba reservada a los diplomáticos de las monarquías. No obstante, la mayoría de los países reconocía a los ministros como embajadores, en su carácter de representantes personales del jefe del Estado.

La persona designada con tan histórico nombramiento fue Alexandra Kollontai, una prominente figura de la revolución rusa, que vino a México como segunda embajadora de la URSS ante nuestro gobierno. Esta extraordinaria mujer provenía de las clases gobernantes del gobierno zarista y debido a que su padre era un famoso general de la guardia imperial, recibió la educación reservada a las élites del imperio. Sin embargo, desde muy joven apoyó la causa revolucionaria y cultivó una estrecha relación con Lenin, quien la nombró miembro del primer politburó de la Rusia bolchevique. Kollontai había cobrado notoriedad a nivel internacional, antes de su designación, debido a que participaba en un movimiento feminista que preconizaba el “amor libre”, lo que no dejó de despertar tanto críticas como reconocimiento en los círculos progresistas.

Su llegada a México causó sensación, primeramente por tratarse de la primera mujer diplomática de la historia, pero igualmente porque llegaba precedida de su fama como militante bolchevique. Y es que la sociedad mexicana esperaba encontrar en ella el prototipo de la mujer soviética, rústica, de mal ver, carente de refinamiento y sofistificación. Kollontai era precisamente lo contrario, una mujer bella, joven, refinada, culta y elegante. Presentó sus cartas credenciales al presidente Calles y, aunque no permaneció mucho tiempo en México, su misión es recordada como uno de los episodios más interesantes de la historia diplomática de nuestro país.

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El reconocimiento a la capacidad y diligencia de la mujer en la diplomacia se ha hecho patente al más alto nivel. En efecto, la canciller sueca Alva Mirdal, en compañía del canciller Alfonso García Robles, recibió el Premio Nobel de la paz, en 1982, por su aportación al desarme nuclear y, sobre todo, en la formulación del Tratado de Tlatelolco, que contempla la desnuclearización de América Latina.

La participación de la mujer en la política exterior de los países ha alcanzado los más altos niveles. El gobierno de Estados Unidos, en los momentos más álgidos de su política exterior, ha confiado la conducción de sus relaciones con el exterior a tres distinguidas mujeres: Margaret Albright, Condoleezza” Rice and Hillary Clinton.

En nuestro país, la designación de embajadoras solo se produjo después de la Segunda Guerra Mundial. La primera mujer que ostentó dicha dignidad fue la señora Paula Alegría, una maestra poco conocida en los círculos diplomáticos. Sin embargo, la segunda embajadora fue doña Amalia Castillo Ledón, una intelectual de gran prestigio por haber sido la fundadora de la Universidad Femenina y, más tarde, Secretaria de Educación Pública. A partir de entonces se incrementó la presencia de mujeres en el servicio exterior de carrera y por nombramientos políticos. Dos mujeres han desempeñado el cargo de canciller: Rosario Green y Patricia Espinoza, embajadora de carrera. Ambas ocuparon puestos de gran importancia en la ONU.

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La cancillería se ha enriquecido con los nombramientos de embajadoras que han desarrollado funciones muy importantes. Algunos han recaído en intelectuales de gran fama, como la escritora Rosario Castellanos, la historiadora Patricia Galeana y otras que se han distinguido por su actuación en los foros internacionales, como Olga Pellicer, Alicia Buenrostro, Alicia Bárcena, Roberta Lajous, y María Eugenia López, mi distinguida colaboradora en la cancillería. Algunas embajadoras han ostentado el cargo de subsecretaria, como es el caso de Emilia Tellez, Carmen Moreno, Aida González, Lourdes Aranda y actualmente Raquel Serur.

En el ámbito bilateral, las diplomáticas mexicanas han tenido una participación muy destacada, sobre todo en las grandes potencias. La primera embajadora en Washington, durante la administración del presidente Andrés Manuel López Obrador, fue una distinguida miembro del servico exterior: Martha Bárcena, embajadora eminente, que se había desempeñado con el mismo cargo en Dinamarca y Turquía. Destaca también Sandra Fuentes, embajadora emérita, jefa de misión en Francia y Canadá y Cónsul General en Milán y Hong Kong. Ana Luisa Fajer, por su parte, fue embajadora en Sudáfrica y embajadora alterna en Washington, amén de otros puestos en la rama consular y en la cancillería. Olga García Guillén, además de haber sido una extraordinaria Directora General de Servicios Consulares que durante su gestión modernizó la operación de los consulados de México, beneficiando así a millones de compatriotas, forma parte de un selecto grupo de diplomáticos mexicanos que han enfrentado severos riesgos personales al encabezar una misión en tiempos de guerra, cuando fue embajadora en Ucrania durante la invasión rusa.

Durante los 40 años que tuve el privilegio de servir a mi país como diplomático, pude apreciar la estupenda labor desplegada por las mujeres, tanto en el exterior como en la cancillería. Me es grato destacar que he contado con el apoyo leal y eficiente de magníficas colaboradoras de diferentes rangos. Algunas empezaron con la categoría de técnicos administrativos y han ascendido a la rama diplomática, otras se han mantenido en la rama administrativa con un gran sentido de responsabilidad, ejerciendo algunas de las tareas más importantes de la función diplomática. Recuerdo con especial cariño y agradecimiento a Elsa Rivera, Elba Guadarrama, Barbara Litwin, Hilda Corzo, Teresín Garduño, Ana Elena Méndez y tantas otras compañeras que me apoyaron siempre con eficiencia y lealtad.

Creo importante destacar la labor extraordinaria de las esposas de los diplomáticos, quienes, sin remuneración alguna, apoyan las funciones de sus maridos con una devoción y sacrificio que merece el reconocimiento de las autoridades de la cancillería.

Embajador en retiro y primer representante de México ante la Autoridad Palestina

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