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Durante sus casi cuatro décadas en el poder, el presidente de Zimbabue, Robert Mugabe, se transformó de luchador por la libertad de la antigua colonia británica y esperanza respetada en todo el mundo, en un déspota aislado que sumió a su país en la ruina económica.
Mugabe, nacido en febrero de 1924, renunció ayer. Quería postularse el próximo año para otro mandato y ya había preparado a su esposa, Grace, de 52 años, para la futura sucesión. Sin embargo, sus antiguos compañeros de armas desbarataron sus proyectos.
Los méritos de Mugabe en la caída del régimen de minoría blanca y la implantación de la democracia en 1980 son indiscutibles. Sin embargo, fue desarrollando una sed de poder insaciable y perdió la percepción de los problemas de la gente.
Mugabe se comprometió a principios de los años 60 con la lucha política contra el régimen colonialista de la entonces llamada Rhodesia. Después de purgar una pena de prisión de 10 años, se convirtió en uno de los líderes más destacados de la guerra de guerrillas contra el régimen del primer ministro Ian Smith. Después de una lucha guerrillera de varios años, el partido de Mugabe ganó en 1980 las elecciones presidenciales. El héroe de la lucha por la libertad se convirtió en primer ministro y en 1982 también en presidente.
Mugabe, un intelectual dotado de una retórica brillante que siempre vestía de forma elegante, sorprendió inicialmente con una política encaminada a la reconciliación entre blancos y negros. La economía crecía y el gobierno realizaba exitosas inversiones en salud pública y educación.
Con la decisión de expropiar a agricultores blancos, Mugabe rompió a finales de los 90 con su política de reconciliación con la minoría blanca. Y poco a poco, con sus medidas, el que fuera el granero de África austral se degeneró para terminar siendo un país empobrecido y hambriento. La infraestructura se deterioró, la moneda nacional se derrumbó y cientos de miles de zimbabuenses se exiliarion.
Mugabe se aferró tanto al poder que llegó a decir que “sólo Dios, que me ha nombrado, puede destituirme”. En las últimas décadas de su mandato, Mugabe, siempre con sus gafas de pasta, se recreó en un papel de antagonista de Occidente.
Muchos zimbabuenses estaban resignados a que Mugabe sólo se iría muerto, pero su intención de dejar el poder en manos de su impopular esposa, Grace, y la destitución del vicepresidente sellaron su destino. El ejército intervino y Mugabe se fue, ya no como el héroe de antaño, sino como el dictador humillado. Agencias