Por Rodrigo Arellano F.

La segunda vuelta presidencial chilena que consagró a José Antonio Kast como presidente electo representa mucho más que un cambio de gobierno: es el cierre definitivo de un ciclo político que nació en las calles de Santiago el 19 de octubre de 2019. Lo que comenzó como una revuelta social que prometía refundar Chile termina, paradójicamente, con la llegada al Palacio de La Moneda de un dirigente que en 1988 votó “Sí” a la continuidad de Augusto Pinochet.

Kast fue además uno de los discípulos más fieles de Jaime Guzmán, el jurista que diseñó la arquitectura institucional del régimen militar y fundó el gremialismo, un movimiento que combinaba conservadurismo católico con liberalismo económico y una desconfianza profunda hacia la política de masas.

Los números son categóricos. Kast obtuvo 7 millones 228 mil 897 votos, la mayor votación para un presidente electo en la historia de Chile. La magnitud de la caída de Jeannette Jara, la candidata del oficialismo, exige explicaciones que van más allá de la coyuntura electoral. El peso de la gestión del gobierno de Gabriel Boric resultó una carga imposible de llevar para la candidata oficialista. Una administración que llegó al poder con la promesa de cambios estructurales, pero que quedó empantanada en los problemas del día a día, incapaz de responder a las demandas de seguridad ciudadana y con indicadores económicos que nunca se tradujeron en bienestar concreto para la gente.

La transferencia de votos entre primera y segunda vuelta fue muy importante. Kast capturó la mayor parte de los sufragios de los candidatos eliminados: casi 10 puntos porcentuales de Evelyn Matthei, más de 12 de Franco Parisi y la totalidad de los votos de Johannes Kaiser.

Kast llega a La Moneda con el respaldo popular más robusto de la democracia chilena, pero también con expectativas altísimas. Su primer desafío será armar un gabinete que represente los más de 7 millones de votos de la segunda vuelta y no 23% que obtuvo en noviembre. Es una tentación en la que cayó precisamente Boric: su primer equipo ministerial privilegió la cercanía y la lealtad militante por sobre la capacidad.

Kast no puede repetir ese error. Un país que exige soluciones rápidas en seguridad, que espera reactivación económica y que votó por orden después de años de turbulencia no va a esperar. El nuevo presidente deberá demostrar que su propuesta de mano dura puede convivir con la institucionalidad democrática y que su gobierno representa algo más que la simple negación del ciclo anterior.

Un dato que deberá mirar con atención: el número de votos nulos y blancos —7.1%, casi un millón de sufragios— sugiere que una porción importante del electorado no se sintió representada por ninguna opción. Gobernar para ese Chile escéptico será tan importante como satisfacer a su base.

Para la izquierda chilena, el panorama es negativo, pero abre la posibilidad de empezar de nuevo. La pregunta inmediata es quién asumirá el liderazgo. ¿Jara, derrotada pero con el peso de haber sido candidata presidencial? o ¿Boric, que dejará el gobierno golpeado en las encuestas, pero conservando llegada entre los más jóvenes? ¿O aparecerá una figura nueva que logre reconstruir una propuesta progresista sin cargar con las culpas del pasado reciente? El estilo que adopte esa oposición —de choque o de construcción, ideológico o pragmático— definirá no sólo sus chances de recuperación electoral, sino también la calidad del debate democrático chileno en los próximos años. Chile votó por un cambio profundo al actual gobierno. Lo que viene ahora es la prueba de fuego para todos.

El autor es vicedecano de la Facultad de Gobierno de la Universidad del Desarrollo en Chile

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