Miami.— Los dreamers llegaron a Estados Unidos siendo niños, crecieron en las mismas escuelas de quienes nacieron en el país, aprendieron el idioma y, ahora, bajo la segunda presidencia de Donald Trump, viven cada día como si fueran intrusos. Este 4 de julio, Día de la Independencia, dicen no tener qué celebrar.
“Llegué en brazos de mi madre cuando tenía tres años”, cuenta Esmeralda Vázquez, quien hoy tiene 27 años y trabaja como asistente médica en un hospital del área de Houston, a EL UNIVERSAL.
“Mi mamá cruzó la frontera caminando de noche por el desierto, ella cargándome, dice que no sabe quién de las dos temblaba más. No me acuerdo de México. Mi primer recuerdo es en el kínder, en San Antonio, Texas. Yo no sabía que un día me iban a señalar diciendo que no pertenecía a este país sólo porque no nací aquí. Pero luego, cuando creces, es peor; te lo gritan en la cara”, dice con la voz entre quebrada.
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Con las políticas de Trump, no hay mucho que celebrar. “¿Cómo celebro el 4 de julio si tengo que renovar cada dos años mi derecho a quedarme en el país donde me crié?”, pregunta Luis Medina, beneficiario del programa DACA desde 2014. “Cuando era niño, me gustaba recitar un poema a la bandera [de EU], me gustaba hacerlo; y como a cualquier otro niño, me enseñaron que este país es mío. ¿A qué hora cambió todo? Ahora tengo que estar pendiente del correo para saber si me van a dejar quedarme, como si fuera un favor el que me hacen”, comenta a este diario indignado.
Tom Homan, zar fronterizo, ha asegurado que la nueva estrategia es “priorizar la detención de aquellos que se han beneficiado de políticas ilegítimas como DACA” y ha sugerido que muchas renovaciones serán objeto de revisión exhaustiva. De los más de 850 mil jóvenes inscritos en 2012, ahora hay un registro de más de 530 mil.
Trump, en un mitin, fue más cruel: señaló que “los dreamers no son el futuro de América, son una carga heredada. Ya no les debemos nada. Los que vinieron ilegalmente, aunque fueran bebés, vinieron violando nuestras leyes”.
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“Es parte de lo que más duele. No lo que dice Trump, sino que tanta gente lo aplaude. Como si fuéramos sus enemigos, ¿qué les hemos hecho?”, pregunta Kevin Solís, quien ya es un arquitecto titulado.
Llegó a California con sus padres cuando tenía cinco años. Su madre limpiaba oficinas en la madrugada, mientras su padre trabajaba en una bodega. Por sus calificaciones, fue becado en la universidad y ahora diseña estructuras y además enseña matemáticas en una escuela secundaria pública. Su hermana menor, nacida en Estados Unidos, es ciudadana. “Crecí junto a mi hermana, a la que quiero mucho, nos criaron igual, bajo el mismo techo; vamos a celebrar el 4 de julio juntos porque los dos somos de este país. Pero si un día nos detienen en la calle, me van a llevar detenido y a ella no”.
María Gutiérrez, beneficiaria de DACA y trabajadora social en Nueva York, no irá a ningún desfile. “No tengo ánimo. Me siento extranjera en la ciudad donde crecí. Trabajo con niños con trauma, con madres víctimas de violencia. He dado mi vida profesional a servir a este país. Pero cada año durante esta fecha me pregunto por qué no nos quieren reconocer. ¿Cómo se celebra la independencia cuando uno vive en una jaula invisible?”.
“Soy estadounidense en mi alma, en mi manera de pensar, en mi manera de actuar y de reaccionar; lo único que no tengo son los papeles”, dice a este diario con voz temblorosa Daniela Mejía, de origen salvadoreño. “Yo no tengo recuerdos de otro país y aunque hablo también español, todo el tiempo pienso en inglés. No tendría a dónde regresar [en El Salvador] o a dónde ir, con quién estar. Pero el presidente me llama ilegal y no lo soy, soy estadounidense igual que cualquiera de mis amigos nacidos en este país y tengo todo el derecho de festejar el 4 de julio como mío también”.
A pesar de todo, otros celebran el 4 de julio, “porque amamos Estados Unidos, conocemos su historia y nos emocionamos. Celebro para recordarles que también es mi país; no me lo pueden arrebatar con discursos de odio”, dice Yeirim Kim, beneficiaria de DACA y quien hace un par de años se graduó: “Quiero que los niños y los jóvenes que vienen detrás de mí vean que hay que luchar por quedarse. Porque si no luchamos, nos borran”.
La situación legal de los beneficiarios por DACA es precaria. La Corte Suprema aún no ha definido el futuro del programa y las órdenes ejecutivas de Trump apuntan a cerrarlo por completo en los próximos meses. Las nuevas solicitudes están bloqueadas y las renovaciones son cada vez más inciertas. Hay más de 500 mil personas que, como Javier Álvarez, quien fue uno de los primeros en recibir DACA, lleva más de una década renovando el mismo documento, pagándolo, esperando la carta que confirma que podrá quedarse un poco más.
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En los barrios latinos de Phoenix, en las zonas industriales de Nueva Jersey, en los suburbios de Carolina del Norte, en el Este de Los Ángeles y en muchas áreas más de la Unión Americana hay familias que han escondido las banderas, que han bajado las persianas.
Fabián Núñez, hijo de padres zacatecanos, llegó en una camioneta a través de Tijuana con su familia cuando tenía cuatro años, es chef en un restaurante de comida orgánica en San Diego. Habla con fluidez de técnicas francesas, de sostenibilidad, de administración. Pero cuando le preguntan por su estatus migratorio, se encoge. “Hay días en que me despierto con ansiedad. No por mí, por mis empleados también. Si ICE llega al restaurante y pregunta por mi permiso, ¿qué pasa con los cinco cocineros que dependen de mí? ¿Qué pasa con los proveedores que cuento cada semana? ¿Y mi hija, que nació aquí, que tiene tres años y sólo me tiene a mí?”.
Otro dreamer es Moisés Duarte, que estudió Ciencias Políticas en Georgia: “Yo nací en Michoacán, pero nací como ciudadano emocional en Estados Unidos. Cada recuerdo, cada amor, cada fracaso que he tenido ha sido en este país. Me formó, me abrazó y luego me empujó. Me enseñó el valor del esfuerzo; y luego me trató como si no valiera nada. Y, aun así, lo amo. Lo amo con un amor feroz, de esos que duelen porque no te lo devuelven”.
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“El 4 de julio ya no lo puedo celebrar con alegría”, dice a este diario Ana Mendoza, de 35 años, originaria de Oaxaca, “pero sí lo conmemoro porque yo también soy hija de esta tierra, aunque mi certificado de nacimiento sea extranjero. Porque, aunque muchos no nos quieran aquí, yo sigo aquí; y seguiré. Porque este país es mío también. Lo he sufrido, lo he amado, lo he trabajado. Y eso nadie me lo puede quitar”.