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Los soldados nazis le pidieron que se quitara la ropa. Desnuda, expuesta al frío, despojada de sus esperanzas y separada de su familia, Eugenia Unger se sumó a las filas de una multitud de hombres y mujeres que habían sido capturados en el gueto judío de Varsovia, en Polonia; caminó hacia la entrada de un vagón y abordó un tren cuyo destino creyó que sería la muerte. Sin saberlo, se dirigía a Auschwitz. Era 1943.
El viaje duró seis días. En cada vagón, alrededor de 100 prisioneros dormían, orinaban y defecaban unos sobre otros. Algunos intentaban cortarse las venas para evitar el sufrimiento que sabían que les esperaba.
Dentro de los tres campos que conformaban Auschwitz, Eugenia fue llevada junto con su madre a Birkenau, un lugar donde, dice, “la vida era la muerte”.
“Me raparon, me tatuaron y me dieron unos suecos y una pijama de rayas. Pusieron unos baldes de metal para que comiéramos e hiciéramos nuestras necesidades por igual. Todos parecíamos hombres. Hicieron unos payasos de nosotros”, cuenta a EL UNIVERSAL Eugenia, sentada en el sillón de su hogar en Argentina, 80 años después de que la invasión alemana a Polonia iniciara la Segunda Guerra Mundial. En su brazo queda la marca del infierno que vivió cuando apenas tenía 15 años; entonces su identidad quedó reducida al número 481914.
Cerca de un millón de judíos llegaron a Auschwitz, de los cuales sólo 230 mil sobrevivieron. Las condiciones del campo de concentración eran crueles, de hacinamiento, hambruna y propicias para las enfermedades.
“Era invierno y los piojos nos comían. Así que los soldados nos quitaron la ropa y la aventaron al agua para desinfectarla. Nos quedamos desnudos. La ropa se quedó ahí media hora y luego la sacamos... y así nos la pusimos. Anduvimos así [mojados] en el frío y nos ventilamos un poco para secarnos, subimos a las madrigueras, donde alrededor de siete personas dormíamos juntas entre paja. Al día siguiente, había muertos... estábamos durmiendo con muertos”, recuerda.
Siete cámaras de gas había en Birkenau. Ahí, los soldados daban la orden y los judíos, gitanos, homosexuales y otros prisioneros considerados también enemigos del Tercer Reich tenían que quitarse la ropa y entrar. “Ahora todos ustedes van a ir a su cielo”, les decían los nazis en alemán. En ocasiones, el doctor Josef Mengele, oficial de las Escuadras de Protección conocido por sus experimentos de genética en hermanos, iba a las barracas, donde observaba a los prisioneros y, como en el juego de la ruleta rusa, los separaba en izquierda y derecha, en las filas de la vida y las de la muerte. “Era el diablo”, dice Eugenia.
Ella estuvo a punto de entrar a los crematorios en más de una ocasión, pero asegura que, a pesar de todo lo vivido, Dios no quería verla morir.
La vida antes de la guerra
Eugenia tenía 13 años cuando Adolfo Hitler inició la invasión a Polonia, su país natal, el 1 de septiembre de 1939.
Antes de la guerra, recuerda, “éramos una familia que vivía bien. Mi papá era director de un matadero de animales y tenía a 2 mil personas bajo su cargo. Tuve una infancia muy feliz. Era la menor de cuatro hermanos y me decían Shirley Temple por mis rulos. Soñaba con ser doctora”.
Cuando comenzó la segregación, ella y su familia, al igual que otros 400 mil judíos, fueron obligados a vivir en el gueto de Varsovia, el más grande de Europa y en el que hubo más resistencia y lucha contra el régimen nazi.
“Nosotros vivíamos en un departamento hermoso, pero vinieron los nazis, no me acuerdo cuántos... y dieron una orden: ‘En dos horas tienen que salir de aquí, no nos interesa a dónde’.
“Mi mamá me dijo: ‘Agarra una mochila y mete algo de ropita’, llevé mi muñeca y le dije: ‘Mamá, no importa, llevo la muñeca, mañana venimos por lo demás’, pero no, ya no tuve más muñeca ni nada (...) Salimos a la calle y mi mamá le dijo a mi papá: ‘Que Dios nos cuide’”.
La segregación
Eugenia sólo puede describir el gueto como un infierno en este mundo; en 2% del territorio en Varsovia estaba congregado 30% de la población.
“Todos los días venían los nazis a matar judíos. Las calles estaban llenas de muertos, cubiertos y envueltos sólo con papel, y las pilas se hacían cada vez más y más grandes”. En ese lugar, la niña vio cómo su familia se separaba poco a poco para encontrarse después en un solo camino: la muerte.
En el gueto, cuenta, las condiciones eran dramáticas: “Un día fui a ver a mis dos primitos, me quise morir cuando entré a la casa. Estaban en una cuna y uno sacó su mano y me dijo: ‘¡Mira lo que José hizo, me comió la mitad de la mano!’, ¡fue horrible!
“Los niños chiquitos, de cuatro o cinco años, andaban con una tacita en una mano y con una foto en la otra, y gritaban: ‘¡Por favor, esta es mi mamá, la mataron, en esta tacita dame un poco de comida porque me estoy muriendo!’, y así pasaban 100 chicos por la calle gritando a diario”.
Cuando Alemania comenzó las deportaciones masivas a los campos de concentración, la resistencia judía en el gueto de Varsovia inició un levantamiento contra las tropas nazis; sin embargo, fue abatido.
Para no ser atrapada o asesinada, Eugenia se ocultó en un búnker bajo tierra que estaba en su casa junto con otras 30 personas. Ahí permaneció hasta que fue capturada y luego trasladada en el último tren a Birkenau.
La marcha de la muerte
Eugenia pasó dos años en Auschwitz. El fin de la guerra se acercaba, al igual que los rusos.
“Los alemanes lo sabían y nos gritaron que saliéramos de las barracas porque iban a dinamitar todo. No entendíamos nada. Ojalá no hubiera salido, porque me hubiera ahorrado más sufrimiento”.
Los soldados rafaguearon la primera fila de personas y, luego, los que quedaron empezaron a caminar.
“¡Hacía tanto frío, Dios mío! Y nosotros sólo teníamos la pijama para cubrirnos. Era una verdadera marcha de la muerte porque caminábamos entre muertos”.
Eugenia iba con su madre, quien apenas podía permanecer de pie por el clima, que les calaba hasta los huesos. En un intento por calentarla, le orinó los pies y le puso unas botas que, piensa, le habían quitado a un muerto.
El destino alejó a Eugenia de su madre y la llevó al campo de concentración de Majdanek, en la ciudad de Lublin. Ahí logró escapar cuando se escondió entre el estiércol de una granja.
Una nueva oportunidad
Eugenia no sabía a dónde ir ni qué hacer. Regresó a Varsovia, donde vivió en la calle y pidiendo limosna durante algunos meses. “[Los nazis] nos arruinaron la vida, nos quemaron lo más hermoso que uno puede tener. ¿Qué hicieron los judíos al mundo? Lo peor es que aún hay bandas antisemitas”, clama.
Eugenia fue a un campo de refugiados en Italia, donde conoció a su esposo. Luego decidió ir a Argentina a reiniciar su vida. Ahí, junto con otros sobrevivientes del Holocausto, fundó el Museo del Holocausto, con el fin de preservar la memoria, pues dice que su misión como sobreviviente es contarle al mundo la historia para que no la olviden.
“Yo nunca olvido. Cómo es posible soportar todo esto, cómo es posible que aniquilen a un pueblo entero y nadie fue capaz de hacer ni una manifestación”.
Ahora, 80 años después del inicio de la Segunda Guerra Mundial, se pregunta qué pudo haber sido de los 6 millones de judíos que fueron asesinados en el Holocausto.
Asegura que todos los días llora por sus muertos y que cuando la tristeza la invade prende una vela y habla con ella.
“Yo no puedo olvidar, pero no puedo tener este odio. Cambio todo eso por amor. Porque esta fue la desgracia más grande de nuestra vida y yo no pude escapar a este destino. Hoy voy a dormir tranquila, porque saco este dolor de mí”.