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Washington
Un exvicepresidente, un exsecretario del gobierno federal, siete senadores, cuatro congresistas, tres alcaldes, dos gobernadores, dos excongresistas, un exgobernador, un exsenador, un ejecutivo tecnológico y una gurú espiritual y autora de libros de autoayuda. La amalgama de precandidatos demócratas a las presidenciales de 2020 es caótica y casi inabarcable: 24 nombres (por ahora) que buscan, desde ya, convertirse en el o la rival de Donald Trump en las elecciones que, dentro de 17 meses, decidirán al inquilino de la Casa Blanca.
Algunos aspirantes son ampliamente conocidos, como el exvicepresidente Joe Biden —gran favorito en estos compases iniciales— o el senador Bernie Sanders, quien también compitió en 2016.
Otros navegan en la más increíble de las invisibilidades, como el alcalde de Miramar (Florida), Wayne Messam, o el exsenador por Alaska, Mike Gravel.
Aunque Estados Unidos se ha acostumbrado a vivir en campaña electoral permanente, se puede decir que en estos días se está dando el pistoletazo de salida a la carrera para 2020. El pasado martes, Trump oficializó su intención de ser reelegido en un mitin en Orlando, Florida, en el que recuperó todo el arsenal que lo catapultó a la Casa Blanca en 2016, sin moverse un ápice de su discurso divisivo y radical que encanta a su base.
El próximo miércoles, a 380 kilómetros al sur de Orlando, en Miami, será el turno de los demócratas, sus rivales, con el primero de una serie de debates de primarias que se prevén eternas, extenuantes y caóticas.
Seis mujeres, tres afroestadounidenses, un latino, un asiático, un candidato abiertamente homosexual... Siguen predominando los hombres blancos heterosexuales, pero la combinación de nuevos perfiles y las diferencias generacionales (el más mayor, el senador Bernie Sanders, tiene 77 años; el más joven, el alcalde de South Bend, Indiana, Pete Buttigieg, tiene 37) da un espectro enorme a la elección.
Cada uno tiene su punto fuerte: Jay Inslee, gobernador de Washington, es el candidato contra la crisis climática; la senadora Kirsten Gillibrand va por el derecho de las mujeres; los también senadores Sanders y Elizabeth Warren son los más vocales en la lucha por la clase media; sus colegas del Senado, Kamala Harris y Cory Booker, van por el cambio en el sistema judicial y la reparación del sesgo racista en las instituciones.
Todas las almas del partido están en los 24 candidatos y todos luchan por tener una voz propia que convenza.
La enorme cantidad de candidatos hace que no haya un tema en común sobre el que debatir: cada uno apuesta por el que cree su punto fuerte, tratando de pelear por un espacio mediático copado por Trump.
Cada semana aparece una propuesta nueva, un plan concreto y una estrategia futura. Muchos detalles que se pierden en la vorágine mediática, engullidas por la rabiosa actualidad presidencial y la enorme cantidad de focos a los que estar atentos.
Pocas cosas hay claras, a excepción de que el partido se inclina a la izquierda, tirado por la vociferante y luchadora ala progresista que apuesta por salud pública, salarios mínimos, reformas en migración y justicia, defensa de derechos humanos —de mujeres, comunidad LGBTTTI y migrantes— y lucha contra la crisis climática.
“Creo que tenemos un riesgo real de perder la presidencia frente a Trump, si no tenemos un candidato que luche por un verdadero cambio transformador en las vidas de la clase trabajadora en Estados Unidos”, dijo la popular congresista Alexandria Ocasio-Cortez, en una reciente entrevista a la cadena ABC.
La sombra del impeachment
Ante la diversidad de ideas, lo único que los une es un debate concreto que, de tan repetido y reiterado, se ha convertido en el Día de la Marmota en Washington: la necesidad de llevar a Trump a juicio político. El famoso impeachment. Al día de hoy, el conteo de la radio pública NPR tiene 73 congresistas (sólo uno de ellos republicano) que han pedido que se inicie el proceso de juicio político, entre ellos varios candidatos presidenciales.
El liderazgo del partido, transfigurado en la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, está haciendo malabares para que no se convierta en el tema central de campaña. Tiene a su favor los resultados de las elecciones de medio mandato del pasado noviembre, en el que centrándose en temas sociales (salud y educación), en lugar de la oposición a Trump, lograron recuperar el poder de la Cámara de Representantes. Quien mejor lo ha descubierto es la senadora Warren, una de las favoritas: ella ha conseguido que la frase “tengo un plan” sea su símbolo identificativo.
Sin embargo, parece que no pueden escapar del discurso antiTrump y menos tras la lectura del informe de la trama rusa que redactó el fiscal especial Robert Mueller, en el que insinuaba que el presidente había cometido delitos de obstrucción de justicia.
La maniobra es compleja: para muchos, avanzar con estridencia hacia el impeachment podría ayudar a Trump a reanimar su base; no hacerlo sería, para otros, una dejadez de su obligación como órgano de control del Ejecutivo. Discernir entre el trabajo político y el interés partidista es, por ahora, la tarea más compleja que tienen los demócratas en este terreno.
Los debates televisados de miércoles y jueves —cada uno con 10 aspirantes— serán el primer momento real de los demócratas para presentarse al electorado y fortalecer posiciones. Con la experiencia de 2016 en el campo republicano y el escándalo irrisorio que se generó con sus 17 candidatos, el Partido Demócrata tiene el reto de no hacer el ridículo. De hecho, endurecieron las condiciones de los debates de otoño para que, de facto, se conviertan en un sistema de purga casi natural, dejando sin altavoz a los aspirantes más residuales y que casi no cuentan en las encuestas ni tienen tracción entre los demócratas.
Por el momento, el líder indiscutible es el exvicepresidente Biden, quien parece estar por encima del bien y del mal, creyéndose el candidato inevitable y obviando cómo esa misma aura de invencible perjudicó a Hillary Clinton. Vestido con la armadura de la unión con el exmandatario Barack Obama, tan extrañado por unos demócratas que han estado sin rumbo desde hace dos años, el exvicepresidente ha orquestado una campaña como si fuera el único participante, ya pensando en las generales y obviando que tiene un proceso de primarias por delante. “Estoy ganando en Georgia, Carolina del Norte, Carolina del Sur… y créanme que puedo ganar Texas y Florida”, dijo hace unos días.
Estar en el centro de atención total, comportándose ya como si fuera presidente, lo convertirá en la Diana de todos los ataques, la piñata de todos los golpes.
Hasta ahora todo había sido buenas palabras y gestos considerados con los rivales. Warren, por ejemplo, alabó el plan para migración de Julián Castro. Cory Booker pidió a sus seguidores que dieran dinero a la campaña de Kirsten Gillibrand para que cumpliera los requisitos para estar en los debates.
Pero ahora que llegó la hora de la verdad, empezaron los arañazos. Y el que más va a recibir, sin duda, va a ser Biden. Esta semana, sin ir más lejos, Biden, propenso a los errores no forzados, estuvo en el centro de las críticas por su orgullo de haber trabajado codo a codo con dos senadores supremacistas blancos y segregacionistas durante su etapa en la Cámara Alta, lo que le valió reprimendas de dos senadores en la pelea, ambos afroamericanos: Harris —una de las favoritas— y Booker.
Biden se negó a disculparse, incluso encarándose a ellos verbalmente. Sus detractores recuerdan que tampoco ha pedido perdón a Anita Hill por su mala gestión de la audiencia congresional en la que ella denunció acoso sexual de Clarence Thomas, entonces nominado a ser juez del Supremo; tampoco resolvió las denuncias de comportamiento “incómodo” con mujeres a las que abrazó y olió el pelo sin consentimiento, escudándose en su forma de hacer política.
Las encuestas, por el momento, son favorables a los demócratas. Los más populares y que ahora tienen opciones de conseguir la nominación del partido aventajan con holgura a Trump en todos los sondeos.