Miami.— La madrugada del 21 de enero marcó el inicio de una era de persecución abierta. Apenas 24 horas después de haber jurado por segunda vez como presidente de Estados Unidos, Donald Trump firmó la Orden Ejecutiva 14098, denominada “Restauración del Orden Interno y la Soberanía Nacional”. Ese documento no sólo reactivó la maquinaria migratoria federal, sino que multiplicó su alcance; más agentes, más recursos, más objetivos. Pero no sólo comenzó la mayor campaña de redadas migratorias desde los años 50, sino que los discursos y políticas de la era Trump han disparado el odio racial y el crecimiento de grupos supremacistas.
Según cifras del Transactional Records Access Clearinghouse (TRAC, por sus siglas en inglés), entre el 21 de enero y el 25 de junio, más de 123 mil personas fueron detenidas en operativos federales ejecutados en al menos 32 estados. Un 73% de los arrestados no tiene antecedentes penales y un 42% fue interceptado en lugares sin riesgo alguno para la seguridad pública, como cortes civiles, hospitales, escuelas, avenidas, iglesias y estaciones de transporte público. “Esto no es seguridad nacional, es represión selectiva”, declaró Omar Jadwat, director del Proyecto de Derechos de los Inmigrantes de la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU, por sus siglas en inglés).
Trump ha justificado el despliegue con frases crudas. En un mitin en Atlanta, afirmó que “debemos recuperar nuestras calles, nuestras escuelas, nuestras iglesias. Si eso significa sacar a algunos criminales disfrazados de refugiados, lo haremos”.
El 28 de enero, Kristi Noem, Secretaria de Seguridad Nacional (DHS, por sus siglas en inglés), participó personalmente en una redada de inmigración en Nueva York. Subió el video a la plataforma X y escribió que “un delincuente extranjero acusado de secuestro, asalto y robo está ahora bajo custodia, gracias a ICE. Basuras como ésta seguirán siendo expulsadas de nuestras calles”. Al día siguiente, ante la controversia generada, Noem ratificó su postura: “No pido disculpas por querer que las madres caminen seguras por nuestras aceras”.
Laura Loomer, activista de extrema derecha y fanática del Trumpismo, posteó en X: “Las vidas de los caimanes importan”, burlándose así del lema enarbolado en las protestas contra las muertes de afroestadounidenses a manos de lo policías: “Las vidas de los afroestadounidenses importan”. Y añadió: “La buena noticia es que los caimanes tienen garantizados al menos 65 millones de alimentos si empezamos ahora”. Se calcula que la población latina en Estados Unidos es de 65.2 millones de personas.
Estos actos, estas palabras, no son hechos aislados. Responden a una lógica articulada desde la presidencia. “El lenguaje utilizado por Donald Trump en sus discursos y sus políticas han legitimado el odio racial”, sostiene la socióloga Cecilia Castañeda. “Este tipo de frases las interpretan los supremacistas como una señal de respaldo a su causa”, sentencia. Y en efecto, desde su discurso inaugural, Trump marcó la pauta, “vamos a hacer lo que sea necesario para recuperar nuestra identidad nacional”, dijo desde el Capitolio.
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La socióloga no vacila en su diagnóstico: la administración Trump, dice, “inicia con un marcado aumento en la actividad de grupos extremistas, el resurgimiento de organizaciones supremacistas blancas y un crecimiento alarmante en los crímenes de odio contra minorías raciales, en particular la comunidad hispana”. Para Castañeda, el efecto Trump no se limita a las instituciones; “la retórica divisiva utilizada por Trump y sus aliados sirve como un catalizador para que estos grupos y gente común se sientan empoderados”. Y advierte que “vendrá una ola de ataques y acoso para las minorías más vulnerables”.
Los hechos le dan la razón. El 17 de abril, en Columbus, Ohio, un grupo de neonazis marchó por el barrio de Short North ondeando banderas con esvásticas y gritando insultos racistas y antisemitas.
A decir de los analistas, el discurso de la Casa Blanca atiza el fuego del odio racial. El Ku Klux Klan (KKK, por sus siglas en inglés) ha incrementado su número de miembros en un 25% desde la reelección de Trump, según el Southern Poverty Law Center (SPLC, por sus siglas en inglés). “Lo que estamos viendo es un resurgimiento del Klan bajo una nueva narrativa de nacionalismo blanco que ha sido legitimada desde la Casa Blanca”, explica el investigador Mark Potok. Células activas han sido detectadas en estados como Alabama, Georgia, Kentucky, Missouri y Tennessee.
Los Proud Boys, grupo que cuenta entre sus filas a muchos de los indultados por Trump tras el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021, han intensificado su actividad. Marchan con pancartas que dicen “Hate is Great Again” (el odio es grande de nuevo) y han encabezado protestas contra la inclusión de temáticas raciales en escuelas públicas y contra la contratación de personal latino en universidades y corporaciones.
El movimiento Alt-right, aunque menos visible en las calles, ha consolidado su presencia en redes sociales como Gab y Telegram. La Liga Antidifamación (ADL, por sus siglas en inglés) documentó un aumento del 70% en publicaciones de contenido xenófobo entre noviembre de 2024 y mayo de 2025. En esos foros se repite la teoría de la “gran sustitución”, que sostiene que los inmigrantes están reemplazando a la población blanca y se culpa a la comunidad hispana del deterioro económico nacional.
Las milicias antigubernamentales también se han fortalecido. Los Oath Keepers y los Three Percenters, conocidos por su arsenal y entrenamiento paramilitar, han reclutado cientos de exmilitares y policías. Un informe interno del Buró Federal de Investigaciones (FBI, por sus siglas en inglés) reveló que al menos 500 oficiales activos han tenido vínculos con estas organizaciones o las aprueban. La amenaza es real y creciente.
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QAnon, que nació como una teoría de conspiración, se ha transformado en una red de radicalización violenta. En febrero de 2025, un hombre fue arrestado en Florida tras intentar incendiar un refugio para migrantes. Aseguró estar combatiendo “una red criminal promovida por los demócratas”. Su confesión fue divulgada por el canal Real America’s Voice, que celebró su "patriotismo".
La violencia también ha alcanzado a latinos que son ciudadanos estadounidenses. En diciembre, en Nueva York, una madre ecuatoriana y su hija fueron insultadas por hablar español en el metro. “Hablen inglés o regresen a su país. Afortunadamente Trump nos está librando de ustedes”, les gritó una mujer que luego fue identificada como empleada de una empresa de seguridad. En Arizona, un cocinero fue despedido por hablar español en la cocina: “Nos dijeron que ahora en Estados Unidos se habla inglés. Nos trataron como si fuéramos invasores”, denunció en redes. En Texas, un estudiante nacido en Dallas fue humillado por llevar una bandera de México a la escuela. “Me dijeron que pronto todos los de mi color íbamos a ser deportados”, lamentó.
Frente a este clima de hostilidad, ha surgido una resistencia organizada. La Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU, por sus siglas en inglés) ha interpuesto más de 70 demandas contra el gobierno de Trump por violaciones de derechos humanos. El Southern Poverty Law Center (SPLC, por sus siglas en inglés) mantiene una red de monitoreo ciudadano en 15 estados. La Liga Antidifamación (ADL, por sus siglas en inglés) ha colaborado con empresas tecnológicas para eliminar más de 100 mil publicaciones de odio.
El Consejo Nacional de La Raza (NCLR, por sus siglas en inglés) ha desplegado campañas de asesoría legal gratuita y movilización comunitaria. Organiza marchas en ciudades como Chicago, Phoenix, Miami y Los Ángeles. En una de ellas, celebrada en Washington D.C., el reverendo William Barber aseguró que “no podemos permitir que el odio defina el futuro de nuestra nación. Es nuestra responsabilidad combatirlo en todos los frentes”.
La socióloga Castañeda advierte que resistir ya no es una opción, sino una obligación cívica: “Una lucha contra la discriminación no solo depende de las leyes, sino de la capacidad de la sociedad para resistir y oponerse activamente y civilizadamente a estas fuerzas”, afirma.