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Para Nicolás Maduro, los niños son terroristas. Tan peligrosos son que sus fuerzas de seguridad detuvieron a 130 chicos y 28 chicas desde el 29 de julio hasta fines de agosto, por delitos “tan graves como terrorismo”, señala el informe de la misión de la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas, publicado hace 12 días.
El verdadero “delito” de esos niños -no el que les adjudica un Maduro que ve conspiraciones hasta en un jardín de infantes- fue ser hijos de venezolanos que protestaron en las calles contra el robo electoral el 28 de julio o que simplemente criticaron al gobierno chavista en chats. Ellos y sus padres fueron arrestados, maltratados, privados de abogados y de recursos de habeas corpus y, en varios casos, abusados sexualmente.
Pasaron dos meses desde que el gobierno de Maduro consumó lo que muchos dentro y fuera de Venezuela creían que no se atrevería: sin prueba alguna, contra la evidencia contundente presentada por la oposición, se adjudicó la reelección en los comicios del 28 de julio, una supuesta victoria validada por instituciones que ya son su propiedad privada.
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A partir de allí, pese a la estruendosa crítica internacional y la resistencia de la oposición, el régimen se embarcó en una represión que ni siquiera había aplicado en los peores momentos de violencia chavista, en 2014, 2017 y 2019. “Es un plan coordinado para silencia, desalentar y sofocar a la oposición”, dice el informe de la ONU.
Sin la protección de sus cargos, Maduro y su núcleo duro enfrentarían una avalancha de imputaciones y evidencia en la justicia internacional. El precio de su salida del poder, del reconocimiento de su derrota es alto y sube con cada persona arrestada, torturada o asesinada.
Eso es todo lo contrario de la estrategia elegida por la oposición, comandada por María Corina Machado, y por la región para obligar al chavismo a desalojar el gobierno después de 25 años: bajarle el precio a su salida –¿con una amnistía?- y subírselo a su permanencia con la amenaza de un nuevo mandato plagado de problemas económicos y aislado incluso de sus aliados democráticos regionales.
La estrategia, viabilizada por la movilización interna como la marcha que este sábado desafió y la represión al miedo en Venezuela y por la presión internacional, aún no funcionó. En público, las críticas al presidente venezolano crecen con declaraciones de todos los gobiernos, desde la Argentina hasta Estados Unidos y la Unión Europea.
Pero Maduro se radicaliza en lugar de ceder. Faltan poco más de tres meses para la transmisión del poder, y los indicios de que la mediación de Brasil, Colombia y México –punta de lanza de la ofensiva diplomática sobre el chavismo- avanza son invisibles, si es que existen. ¿Quiere decir que la región empieza a resignarse a un nuevo e ilegítimo mandato de Maduro?
1. El dilema “10 de enero”
El nuevo mandato comenzará el 10 de enero y tanto la oposición como el chavismo apuntan a llegar a ese día con un pie en el gobierno. ¿Quién lo logrará? En sus 11 años de gobierno, Maduro capeó una crisis tras otra a fuerza de represión, concentración de poder y manejo de los tiempos. Eso sucedió en 2014, 2017, 2019 cuando las trampas electorales y la violencia institucional del chavismo condujeron a capítulos de detención y muerte. Resiliente y versátil, la oposición sobrevivió. Pero también Maduro, casi siempre con más poder.
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Consciente de que esa táctica le fue útil, el presidente la aplica hoy también. Ordenó reprimir con una fuerza inédita hasta ahora, profundizó el reino del miedo y la censura y reorganizó su gobierno para dotar de más influencia, recursos y armas a los más leales, radicalizados e inescrupulosos. El presidente desgasta a la oposición y dilata los tiempos de la negociación internacional. Y, por ahora, resiste, con pocos obstáculos aparentes en su camino al 10 de enero.
“No se ven muchos cambios de aquí al 10 de enero. Ellos [por el chavismo] quieren llegar a ese día a como dé lugar porque quieren ver a Maduro juramentado”, dice, en diálogo desde Caracas, Phil Gunson, analista senior del International Crisis Group.
El “a como dé lugar” es una apuesta por la fórmula que le funciona a Maduro desde hace más de una década: el control total de los brazos armados y de inteligencia del gobierno –el Sebin, la Policía Nacional y a Guardia Nacional Bolivariana- y la complicidad total, negocios de por medio, de los altos manos de la Fuerza Armada.
La oposición hoy le habla directo a los mandos medios, sobre todo Machado, consciente de que allí anida la misma insatisfacción económica y política que llevó a millones y millones de venezolanos a votar por Edmundo González Urrutia. Pero de poco sirve; la lealtad de las jerarquías está sellada.
“Maduro blindó sistemáticamente su gobierno contra golpes de Estado con purgas intermitentes de dirigentes civiles y militares y rodéandose de un círculo de fieles y atando su supervivencia a la de otros líderes militares”, advierte en un informe publicado en GIS la semana pasada, John Polga-Hecimovich, profesor de la Academia Naval norteamericana, especializado en Venezuela y el resto de América latina.
Como Gunson, Polga-Hecimovich estima que el escenario más probable para el futuro corto de Venezuela es el de la consolidación de Maduro y su giro totalitario.
La oposición, mientras tanto, apunta a llegar movilizada y fuerte pese al golpe anímico que representó la salida de González Urrutia, hoy exiliado en España. Para ella también el 10 de enero representa un dilema, si en los tres próximos meses no hay cambios.
“El tema es qué hacer el 10 de enero. ¿Juramentarán a González Urrutia fuera de Venezuela? ¿Crecerán las diferencias entre los blandos y los duros?”, se pregunta Gunson anticipando las fracturas que pueden resurgir en la oposición y que la presencia de González Urrutia había diluido.
2. ¿Brasil, Colombia y México y un diálogo en silencio?
La oposición ya juramentó en 2019 a otro presidente mientras Maduro ocupaba Miraflores con el aval de la mayoría de los países de la región. Pero la estrategia de la “presidencia Juan Guaidó” perdió progresivamente ímpetu al punto de desalinear al antichavismo y dividir a la región.
Por eso, el “dilema 10 de enero” no es solo interno sino también internacional. Ante ese antecedente, ¿cómo reaccionarán los principales países, desde la Argentina a Estados Unidos o la Unión Europea el 10 de enero?
El fraude electoral en Venezuela no solo es un desafío diplomático urgente para América Latina por su impacto migratorio, sino también un eje clave de la creciente polarización interna de todos los países.
Por ahora, la región tiene una estrategia dual, motivada, en parte, por las diferencias ideológicas y diplomáticas entre sus gobiernos. Por un lado, está la presión declamativa y policía de naciones como la Argentina o Chile y por el otro, el diálogo que Brasil, Colombia y México conducen con el chavismo para persuadirlo de revelar las evidencias de su supuesto triunfo electoral o, en su defecto, negociar una salida con la oposición. Su misión en definitiva: mostrarle a Maduro el alto costo de aislamiento si permanece en el poder.
El brasileño Luiz Inacio Lula da Silva y el colombiano Gustavo Petro apostaban a su amistad y a su afinidad ideológica con Maduro para convencerlo de negociar. Pero el presidente venezolano parece haber aplicado con ellos la misma táctica de desgaste y dilación que usa con la oposición. Reuniones canceladas, solicitudes sin respuesta, silencios, desvíos, Maduro apela a todo para frustrar la iniciativa de Lula y de Petro. Y ellos lo saben y lo sufren, con crecientes reclamos al interior de sus países.
Tanto es el desgaste y la frustración de Lula y Petro que, según le adelantaron fuentes diplomáticas regionales a La Nación, el presidente brasileño ahora apenas apunta a mantener abierto un mínimo canal de diálogo con el gobierno venezolano. Esa forzosa degradación de las ambiciones de Brasil y Colombia se parece mucho a la resignación.
Por su lado, el presidente norteamericano, Joe Biden, había confiado en Lula y Petro para la misión. Estados Unidos es un actor tan esencial como Brasil y Colombia en la crisis por varias razones, fundamentalmente dos: es el principal receptor de las más recientes olas migratorias venezolanas y habilitó las licencias de explotación petrolera que ayudaron al repunte económico de Venezuela.
Pero Estados Unidos está embarcado en la campaña electoral más ajustada del siglo y la Casa Blanca, tironeada además por la competencia global con China y por las guerras en Ucrania y Medio Oriente, no despliega mucha disposición diplomática.
3. Socios al rescate
La posibilidad real de un aislamiento total de sus vecinos continentales, incluso de los más cercanos por geografía e ideología, era no parece muy amenazante para Maduro. Ya lo vivió y lo superó. Pero tal vez ahora sea diferente.
“Hoy el punto de fondo es si Maduro puede vivir sin Colombia y sin Brasil. Eso ya sucedió cuando Iván Duque y Jair Bolsonaro eran presidentes [hasta 2022]. Sin embargo, la economía está mucho más débil hoy que cuando llegaron los presidentes de derecha. En ese entonces tenía mucho mayor colchón”, advierte Gunson.
Venezuela hoy está endeudada, en default, sin financiamiento internacional y dependiente del tenue repunte económico motorizado por la habilitación de licencias petroleras por parte de Estados Unidos.
Esos ingresos ahora corren peligro y la recuperación de la producción petrolera no podrá sostenerse sin inversiones en una infraestructura decadente y sin mantenimiento durante años.
“De ganar Maduro las elecciones, la actividad económica continuará endeble, sin capacidad de mejorar las condiciones de vida de los venezolanos”, anticipó un informe de junio de la Academia Nacional de Ciencias Económicas venezolana.
El chavismo, sin embargo, tiene socios que pueden blindarlo, al menos por un tiempo. Rusia y China, junto con Irán y Turquía, fueron algunos de los países que celebraron el supuesto triunfo de Maduro el 28 de julio. Ante una región resignada, los dos primeros serán esenciales en la supervivencia del régimen. China, por su lado, es el principal acreedor de Venezuela y cobra su deuda en barriles de petróleo. Rusia también interviene en el negocio paralelo del petróleo venezolano y en varios otros sectores igual de estratégicos para Maduro.
“Es muy difícil que ahora el régimen de Maduro sobreviva sin Vladimir Putin. La dependencia ha aumentado increíblemente, sobre todo en términos de seguridad, como en 2019. Agencias rusas ayudan con la represión. Para Rusia, Venezuela es un puente para expandir su influencia en la región, incluso con espías. Y en términos económicos, Rusia usa a Venezuela para evadir las sanciones en su comercio de petróleo. Con el Kremlin, siempre hay que seguir la plata”, dice, en diálogo con La Nación, Martin Vladimirov, especialista del Centro para el Estudio de la Democracia y uno de los autores del reciente informe Alcance Global: el Manual del Kremlin en América latina.
Vladimirov advierte que hay otro objetivo posible en las ambiciones de Putin sobre Venezuela, más allá de ser trampolín a la región. “Rusia piensa que [su influencia en] Venezuela se puede intercambiar por tierra en Ucrania. Esto se escucha desde antes de 2022 [cuando empezó la guerra]”, agrega el investigador.
Si la resignación regional y la asistencia indispensable de socios extracontinentales ayudan a Maduro a pasar la fecha clave del 10 de enero, el presidente habrá logrado lo que quiere, otro mandato. Pero ya como un dictador consumado, Maduro tendrá desafíos casi tan imposibles como presentar las supuestas actas que lo muestran ganador.
Por un lado, deberá mantenerse como un socio necesario a mediano plazo para una Rusia y una China de objetivos estratégicos que van más allá de Venezuela y de las cuales él depende casi exclusivamente. Y, por otro, seguramente se enfrentará a un reclamo hoy silenciado, el de los propios chavistas.
“Hoy es muy difícil acá hablar con la gente. Hay miedo de hablar. Hay [entre el chavismo] gente deprimida, desmoralizada, avergonzada. Teodoro Petkoff [un político ya fallecido que fue aliado de Hugo Chávez] solía decir que los más reprimidos eran los chavistas. Esa es la situación hoy. A la larga, eso es un problema para Maduro”, opina Gunson.
De superar el 10 de enero, el autócrata de Caracas encabezará una dictadura crecientemente totalitaria que amordaza a propios y ajenos y que cuenta con un sostén económico débil y con fecha de vencimiento. Para Maduro, el precio de abandonar el poder hoy es alto. El de quedarse es altísimo.
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