Cataluña vota este domingo si quiere independizarse de España. Debido a la contundente estrategia judicial de las autoridades españolas, parece seguro que no se darán las condiciones para que la votación sea asimilable a un referéndum válido a los ojos de la comunidad internacional. Pero eso no ahoga las dos grandes preguntas sobre el conflicto: ¿cómo se pudo llegar hasta aquí? y ¿qué sucederá después?

En una lucha tan enconada, ni siquiera existe un acuerdo sobre cuándo surgió el problema catalán. Algunos autores hablan de la Edad Media, casi desde la creación del Estado español, mientras que otros se remiten al siglo XIX, cuando España perdió sus últimas colonias. En ese momento, Cataluña emergía como potencia industrial, con una burguesía que ni se sentía identificada con la decadencia española ni veía que el Estado defendiera sus intereses comerciales.

Sea cual sea la versión, ambas coinciden en que el problema tiene raíces socioeconómicas y culturales. En Cataluña se habla un idioma propio y existe una percepción de ser diferente al resto de España. Fue en el siglo XX cuando estas circunstancias se cristalizaron en un movimiento político, y en 1931 y 1934 se proclamaron fugazmente dos modalidades de República catalana, fijando un patrón de conflictividad que la dictadura de Francisco Franco (1939-1975) sofocó mediante la represión del sentimiento catalanista.

La democracia y la creación del Estado autonómico con la Constitución española de 1978 ofrecieron una fórmula de integración aceptable para los catalanes. Entonces el poder en España quedó descentralizado y sólo 5% de catalanes se reclamaban independentistas. ¿Qué ocurrió para que ahora lo haga 40%?

Intelectuales como el catedrático de Historia de la Economía Gabriel Tortella han explicado a EL UNIVERSAL que la raíz del desapego está en la transferencia de las competencias educativas de Madrid a las comunidades autónomas. Según Tortella, eso permitió a los gobiernos nacionalistas manipular “a los catalanes con mentiras históricas y el Estado español lo aceptó por miedo a un conflicto”.

La discusión sobre el alcance de la estrategia propagandística del nacionalismo mueve muchas pasiones, pero es compleja y se presta a posturas polarizadas. El que sí aparece como un detonador innegable de la situación actual es el Estatuto de 2006.

Ese texto, una actualización del Estatuto catalán de 1979 que legislaba las competencias catalanas y su relación con el Estado, incluyó afirmaciones polémicas como que Cataluña es “una nación” que forma parte de España. El Parlamento catalán y el español lo aprobaron y se validó mediante un referéndum en Cataluña, tal como exigía la Constitución.

El problema surgió cuando el derechista Partido Popular (hoy en el gobierno, pero entonces en la oposición) impugnó la ley en el Tribunal Constitucional, y éste le dio la razón en una sentencia en 2010 que fue recibida como una humillación por los catalanes.

El catedrático de Derecho sevillano Javier Pérez Royo defiende que esa decisión jurídica es la fuente de los males de hoy. “Cuando el Tribunal invalidó el Estatuto, suspendió el orden constitucional en Cataluña, porque desconoció el pacto entre los Parlamentos español y catalán e invalidó el referéndum de ratificación”, explica por teléfono.

Tras esa afrenta, el independentismo ganó peso y sumó reivindicaciones, como un sistema de financiación que le fuera más beneficioso. Una prueba crucial del pulso de Cataluña a España fue la consulta participativa del 9 de noviembre de 2014, una votación no vinculante en la que más de 2 millones de catalanes (33% de los llamados a votar) declararon que querían independizarse de España. Lo impactante es que, tras esa afirmación, en los siguientes tres años no hubo ninguna negociación entre el gobierno central y el autonómico, al frente del cual ahora están tres partidos independentistas.

El choque institucional desembocará en el referéndum de este domingo. Su desenlace es incierto porque no se sabe si será posible votar, si la policía lo impedirá, si el apoyo a la independencia será masivo...

Pero, como sucede en estas votaciones, la decisión se tomará con base en argumentos más sentimentales que racionales. Orgullo, afrentas, identidad, el peso de la ley... Ninguno de los bandos se ha centrado en cómo condicionaría la vida de los ciudadanos la independencia.

¿Siete veces más rica?

En un mensaje de Whatsapp que se viralizó en los últimos días, los nacionalistas aseguran que Cataluña será siete veces más rica sin España. Mientras, el grueso de los economistas plantean un futuro incierto para Cataluña, fuera del mercado único de la Unión Europea (según los tratados, quedaría expulsada al escindirse de un Estado miembro), sin moneda ni banco central y un rating crediticio ruinoso.

Jordi Graupera, investigador de Princeton y analista independentista, no está de acuerdo. “El argumento de que económicamente una Cataluña independiente es inviable no es cierto. Cataluña reúne todos los activos para que nos vaya bien como Estado: diversificación, infraestructuras de calidad internacional, un capital humano muy formado, y nuestra economía está abierta al mundo, por lo que no importaría que nuestro mercado interno sea pequeño, con 7.5 millones de habitantes”, dice.

La UE teme que una secesión anime a otras regiones europeas a seguir el mismo camino (desde Escocia en Reino Unido a Córcega en Francia), pero Graupera cree que la Unión sería práctica y preferiría mantener una región como Cataluña. Si no, apuesta por un pacto para participar en el Espacio Económico Europeo como hacen Noruega y otros países no miembros de la UE.

Sean más o menos ajustados a la realidad política europea, el drama es que los argumentos de Graupera no salen del ámbito de la conversación independentista. En el conjunto de España reina la cerrazón total: las televisiones de Madrid sólo emiten información contra la independencia y en Barcelona únicamente tienen proyección los discursos independentistas. Nadie escucha las razones de la otra parte, mientras el país vive una crisis existencial.

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