Miami. El 16 de julio de 1945, a las 5:29 de la mañana, el cielo del desierto, en su tramo conocido como Jornada del Muerto, en Nuevo México, fue desgarrado por una intensamente blanca jamás vista por ojo humano. Aquel estallido, conocido como la prueba Trinity, fue el primer ensayo nuclear en la historia de la humanidad y marcó el inicio de la era atómica. Los científicos del secretísimo Proyecto Manhattan observaron el éxito técnico desde búnkeres blindados, celebrando el poder de la destrucción que poco después arrasaría con Hiroshima y Nagasaki, en . Pero para los habitantes de Tularosa, Carrizozo, Oscura, San Antonio y Socorro, fue el principio de una tragedia que hasta el día de hoy persiste. Hace 80 años, nadie les avisó, nadie los evacuó, nadie les advirtió que estaban a punto de convertirse en las primeras víctimas de una tecnología que mutaría la historia universal y, con ella, su salud por generaciones.

Las partículas radiactivas se elevaron con la nube en forma de hongo y viajaron con el viento, descendiendo como un polvo invisible sobre techos de adobe, campos de siembra, corrales de animales, pozos de agua y todo ser vivo. En las horas posteriores, los habitantes vieron su mundo teñido de una bruma extraña, metálica. El gobierno federal estadounidense, lejos de alertar, mintió; la versión oficial fue que un depósito militar había explotado por accidente. No se emitieron comunicados, ni se distribuyeron mapas de riesgo, ni se realizaron estudios inmediatos.

Con los días llegaron los sangrados de nariz, los vómitos y dolores inexplicables, los abortos espontáneos. Los animales también abortaban, los niños desarrollaban bultos y fiebres que los médicos rurales no podían explicar. Las comunidades afectadas eran en su mayoría pobres, de origen mexicano o pueblos nativo americanos originarios. Su acceso a servicios de salud era limitado y, sus voces, inofensivas ante la maquinaria gubernamental de la Unión Americana que los había utilizado como sujetos pasivos de un experimento sin consentimiento. La historia oficial celebraba el progreso, la historia social se tejía con cánceres, muerte, duelos y silencios.

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Ensayo atómico en Nuevo México
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Bernice Gutiérrez, miembro del Tularosa Basin Downwinders Consortium (TBDC), no necesita leer un archivo para contar esa historia. La lleva en la piel, en la memoria, en los nombres de sus muertos. “Han pasado 80 años desde la detonación de la bomba” en White Sands Missile Range en Alamogordo, Nuevo México. “Nuestro gobierno nunca aceptó culpa por el daño que ha sufrido la gente desde entonces. Hemos sentido coraje y tristeza por las enfermedades y muertes que hemos aguantado sin tener ninguna culpa”, declaró en una entrevista exclusiva para EL UNIVERSAL.

Solo en su árbol genealógico se extiende una sombra de enfermedades oncológicas: “En mi familia hemos tenido cinco generaciones de cáncer, comenzando con mi bisabuelo, que murió de cáncer del estómago en 1952. Mi madre sufrió de tres diferentes cánceres: tiroides, de piel y de mama. Un hermano también sufrió cáncer de tiroides y su hija menor sufrió cáncer de tiroides y de mama. Otro hermano sobrevivió a cáncer de próstata. Mi única hermana ha sobrevivido a tres episodios de cáncer de tiroides. Mi hermano menor tiene enfermedad de tiroides y, siguiendo la recomendación de mi endocrinólogo, me sacaron la tiroides. De mis tres hijos, mi hijo mayor murió de cáncer y mi única hija sufrió cáncer de tiroides. Mi esposo sobrevivió a cáncer de colon y hoy tiene cáncer de próstata”, relató Bernice.

Su testimonio no es excepcional, es representativo de su comunidad. Tina Cordova, cofundadora del TBDC, repite una frase que ha recorrido audiencias públicas y reuniones en el Capitolio: “En nuestras comunidades no nos preguntamos si tendremos cáncer, sino cuándo”. Durante dos décadas, Tina ha encabezado una campaña para que el gobierno de Estados Unidos reconozca y repare el daño ocasionado por la prueba Trinity. Tina ha trabajado sin recursos, sin apoyo médico, sin sueldo, pero con una determinación que ha cruzado gobiernos, ciclos electorales y desdenes burocráticos.

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El Tularosa Basin Downwinders Consortium nació en 2005, en medio de la frustración por el silencio institucional. Junto a Fred Tyler, Tina comenzó a recopilar testimonios, documentos médicos, certificados de defunción, estudios ambientales y fotografías familiares. La organización creció con voluntarios como Bernice, quien pese al dolor, al duelo, al cansancio, siguieron viajando una y otra vez a Washington DC para contar sus historias ante congresistas que los escuchaban con atención… y luego los olvidaban. “Pasamos muchas frustraciones viajando varias veces para Washington para decirle a los representantes del Congreso nuestras historias sin resultados positivos. Pero no íbamos a terminar la lucha”, subrayó Bernice.

En 1990, el Congreso aprobó la Radiation Exposure Compensation Act (RECA), una ley que ofrecía indemnización económica a los llamados downwinders, personas afectadas por la radiación de pruebas nucleares. Pero la ley excluyó inexplicablemente a Nuevo México, el sitio donde todo comenzó. Los argumentos fueron técnicos y burocráticos: que Trinity no estaba oficialmente registrada como campo de prueba en 1990, que no había evidencia suficiente del daño. La verdad es que la información fue clasificada, los documentos destruidos y los afectados, invisibilizados ante el poder gubernamental estadounidense.

“Es mi creencia que para nuestro gobierno nunca fuimos importantes porque éramos mexicanos y nativoamericanos. Éramos desechables. El gobierno pensó que nunca nos íbamos a dar cuenta del daño que hicieron con nosotros”, expresó Bernice.

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Esa idea de desechabilidad racial atraviesa la historia. Los afectados eran granjeros, pastores, amas de casa, niños que jugaban descalzos en los patios cubiertos de polvo. No tenían redes de poder ni capacidad de lobby. Eran cuerpos útiles para la experimentación. Era más sencillo negarlos que indemnizarlos.

Con el paso del tiempo, la ciencia comenzó a confirmar lo que las familias sabían por intuición y experiencia. En 2010, los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC) admitieron que no se evacuó a la población ni se comunicaron los riesgos. En 2020, el Instituto Nacional del Cáncer (NCI) publicó un estudio que reveló que los niños del sur de Nuevo México recibieron dosis de yodo-131 comparables, e incluso superiores, a las de los niños en Utah o Nevada. El polvo radiactivo se infiltró en la leche, en el agua, en el pan. Las muertes ya no podían ocultarse con eufemismos.

Además del yodo-131, que se acumuló en la tiroides de niños y adultos al ser ingerido a través de leche contaminada y agua de pozo, la detonación de la prueba nuclear Trinity liberó una combinación letal de otros radionúclidos que afectaron profundamente la salud de las comunidades cercanas. El estroncio-90 se depositó en los huesos y dientes, imitando al calcio y provocando leucemias y cáncer de hueso; el cesio-137, con una vida media de 30 años, se dispersó por el cuerpo como el potasio, dañando órganos y sistemas inmunológicos; el plutonio-239, altamente cancerígeno, pudo ser inhalado como partícula microscópica; el uranio enriquecido, químicamente tóxico y radiactivo, causó daños renales y neurológicos, mientras que otros productos de fisión como el telurio-132, el bario-140 y el carbono-14 contribuyeron a mutaciones genéticas, enfermedades autoinmunes y afectaciones multisistémicas.

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La indignación se convirtió en movilización. El TBDC organizó vigilias, marchas, foros informativos. Luchó por visibilidad en medios nacionales. Sus miembros hablaron en universidades, en el Congreso, en convenciones científicas. Pero cada intento de reforma a RECA era bloqueado en la Cámara de Representantes. “La razón de que nunca fueron solidarios con nosotros hasta hoy día, era porque nunca pudimos obtener bastante votos republicanos que apoyaran la ley reconociendo el daño hecho por las armas nucleares”, lamentó Bernice.

La frustración alcanzó su punto máximo en 2024, cuando RECA estuvo a punto de expirar sin haber sido reformada. Pero el trabajo acumulado durante años rindió fruto en 2025. El 10 de julio, tras intensas campañas públicas, protestas en Santa Fe, cartas abiertas de científicos y una cobertura nacional inusitada, se aprobó una reforma histórica: por primera vez, los downwinders de Trinity fueron incluidos en la ley. El alivio fue inmediato, pero incompleto.

La nueva ley contempló pagos de 100 mil dólares por persona afectada. Sin embargo, no se incluyó cobertura médica. Además, se recortó el programa Medicaid, clave para las familias afectadas. “Mientras que sí vamos a recibir la restitución, vamos a tener que seguir peleando porque la ley que pasaron no va a incluir ayuda médica. Además, van a cortar el Medicaid, la ayuda médica que es muy importante y necesaria por nuestra gente”, dijo Bernice. El consuelo vino acompañado de nuevas batallas.

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La explicación del gobierno fue económica. El costo de incluir atención médica sería “demasiado alto”. El monto inicial de 150 mil dólares fue reducido, y los requisitos para acceder a la compensación fueron diseñados de forma excluyente, se exigieron pruebas médicas específicas, residencias comprobables y diagnósticos que muchas familias no pudieron obtener en su momento por falta de acceso a hospitales. La justicia llegó con condiciones y, para muchos, tarde.

“Lo más doloroso es que sabían”, insiste Bernice. “El gobierno sabía el daño que iba a hacer explotando la bomba, pero estaban más preocupados con terminar la guerra”. Esa guerra terminó en agosto de 1945. Pero la batalla interior de las comunidades contaminadas siguió viva, en cada diagnóstico, en cada funeral, en cada niño que nacía con un cuerpo herido por una historia que no eligió.

Dolores Huerta, símbolo viviente del movimiento chicano por los derechos civiles, cofundadora de los Trabajadores Agrícolas Unidos junto a César Chávez, no dudó en enunciar con firmeza lo que muchos callaron durante décadas: “Estos no son daños colaterales, son crímenes silenciados contra nuestra gente”. Lo dijo en un acto público frente al Capitolio en 2023, rodeada de descendientes de víctimas, mientras ondeaban fotografías amarillentas de niños con bultos en el cuello y certificados de defunción escritos en tinta corrida. Su voz temblaba por la rabia acumulada. A su juicio, lo que ocurrió en Nuevo México no fue una consecuencia desafortunada, sino el resultado directo de una decisión radical del gobierno estadounidense, que eligió experimentar la primera bomba atómica sin advertir a una población mayoritariamente hispana y nativoamericana.

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Esa misma denuncia resuena en las páginas de Nuclear Nuevo México, el libro de la historiadora Myrriah Gómez, quien desde la Universidad de Nuevo México ha reconstruido la memoria de los downwinders con rigor académico y dolor contenido. “Nos enseñaron que Trinity fue un triunfo, cuando fue también un crimen”, afirma Gómez. “Se construyó una narrativa nacional de gloria científica que ocultó las secuelas humanas y étnicas. La historia oficial nos borró. Nuestro trabajo es devolverle los nombres, los rostros y las consecuencias a ese relato incompleto”.

“Solo queremos que el pueblo estadounidense sepa que fuimos heridos trágicamente sin culpa, porque nuestro gobierno nunca nos dio aviso que iban a explotar una bomba -atómica- ni les importó que sabían que nos iban a contaminar con radiación. Pero solo informándose de la verdad y peleando por los derechos que merecemos encuentra la gente justicia”, concluye Bernice. Sus palabras no son un epitafio, son una declaración de resistencia. 80 años después, el polvo contaminado sigue en el aire; pero también la memoria, la dignidad y la lucha.

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