Miami.— En los pisos más altos del , entre pantallas de datos, lanzaderas espaciales, servidores de inteligencia artificial y consejos corporativos blindados, un puñado de multimillonarios ha decidido que el mundo debe volver a trabajar más. Mucho más. Desde Silicon Valley hasta Nueva Delhi, pasando por Beijing y Seattle, emerge una doctrina que exalta el sacrificio como vía sagrada al éxito; donde la jornada laboral extendida ya no es una anomalía, sino un mandato moral lleno de actitud emprendedora.

, director general de Tesla y de SpaceX, defiende semanas de 100 horas; Sergey Brin, cofundador de Google y del conglomerado tecnológico Alphabet, sugiere que 60 horas es apenas el estándar mínimo; Jack Ma, fundador de Alibaba, el mayor grupo de comercio electrónico, llama “bendición” a trabajar de 9 de la mañana a 9 de la noche, seis días a la semana; Jeff Bezos, creador de Amazon y propietario de la firma aeroespacial Blue Origin y del diario The Washington Post, ha convertido sus almacenes en sinónimos de eficiencia despiadada. Y Narayana Murthy, cofundador de Infosys, una de las compañías líderes a nivel mundial en servicios de consultoría, tecnologías de la información y externalización de procesos, reclama a los jóvenes jornadas de 70 horas semanales para sacar a su país adelante.

Estos hombres, entre los más ricos de la historia, son los fabricantes de un relato, según el cual, el éxito es hijo del agotamiento; que la virtud está en la resistencia, que el mundo moderno no puede detenerse. El trabajo ya no es una herramienta para vivir, es una identidad, un culto, una carga que hay que abrazar con devoción, una serie de frases motivacionales del día a día y un reto con visión de emprendimiento diario.

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Pero lo que ninguno de ellos dice porque ninguno puede admitir sin destruir su propio mito, es que jamás han trabajado como trabaja la mayoría de empleados, jornaleros, burócratas, asalariados y obreros. Nunca fueron empleados con horario fijo y sueldo insuficiente. Nunca dependieron de un turno nocturno para pagar el alquiler. Nunca pidieron permiso para llevar a su hijo enfermo al hospital. Sus jornadas, aunque largas, han sido siempre autogestionadas, rodeadas de lujos, inmunes a la presión estructural de millones que trabajan por necesidad.

“Sus preocupaciones, dirían ellos, son mayores porque de ellos dependen cientos de miles de empleos que suman millones, pero aún así, el mundo en el que viven no los ayuda a saber la realidad de quienes padecen el día a día para salir adelante”, dice a EL UNIVERSAL la socióloga Cecilia Castañeda.

Desde las fábricas de Tesla hasta los centros logísticos de Amazon, el eco de quienes trabajan en Estados Unidos bajo jornadas extenuantes revela una realidad disonante con la retórica del mérito. “Después de 12 horas de turno en Amazon no tengo energía ni para hablar con mis hijos”, confiesa David en sus redes, empleado en Ohio. Un trabajador de Tesla, citado por Bloomberg, recuerda cómo “a uno lo sacaron en ambulancia por desmayo y nadie dijo nada”. Kimberly Thomas, técnica hospitalaria en Atlanta, resume el trasfondo sicológico de estas jornadas extenuantes de trabajo: “No se trata sólo del tiempo, es el miedo constante a perder el trabajo si no lo haces”.

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Musk fundó su primera empresa a los 24 años con dinero de su padre; Brin creó Google desde un laboratorio de Stanford; Ma construyó Alibaba desde una posición de dirección permanente; Bezos levantó Amazon como dueño absoluto; Murthy jamás fue un asalariado de línea. Ninguno de ellos sabe lo que es una jornada de 40 horas bajo supervisión, sin opciones, sin voz. Y, sin embargo, dictan cómo deberían vivir los demás sus jornadas de trabajo.

Cansancio físico, emocional... y letal

Para la sicóloga Teresa Amabile, profesora en la Harvard Business School, este fenómeno tiene nombre: proyección de autoeficacia. “Los líderes que enuncian estas exigencias creen sinceramente que, si ellos pueden, todos pueden”, señala, “pero ignoran que sus condiciones —económicas, materiales y sociales— son radicalmente distintas. El privilegio los anestesia ante el costo emocional del cansancio”.

Y ese cansancio, que ellos idealizan, no es únicamente simbólico; es clínico, físico… y letal en miles de casos.

Un estudio conjunto de la Organización Mundial de la Salud y la OIT, publicado en 2021, estimó que al menos 745 mil personas murieron en 2016 por enfermedades directamente relacionadas con jornadas laborales prolongadas. Trabajar más de 55 horas por semana aumenta el riesgo de muerte por infarto 17% y por accidente cerebrovascular, 35%; y si el cuerpo colapsa, la mente lo hace aún antes. Según la American Psychological Association, el riesgo de ansiedad y depresión se duplica en quienes trabajan más de 50 horas semanales.

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Andrew Lim, neurólogo de la Universidad de Toronto, advierte que “el cerebro cansado no sólo pierde memoria o atención; también se vuelve más vulnerable a la ira, el error y el dolor. La fatiga crónica es neurodegenerativa”.

Los daños del exceso laboral no se detienen en el cuerpo, se expanden como una onda de choque hacia la vida personal, social y comunitaria. La antropóloga Michèle Lamont ha documentado que las jornadas extendidas disuelven el tiempo afectivo; “la gente ya no tiene espacio para convivir, para cuidar, para compartir. El trabajo se convierte en una religión solitaria que no admite relaciones”, advierte. Arne Kalleberg, sociólogo de la Universidad de Duke, lo llama “la erosión del tiempo humano”, una transformación donde el trabajador deja de vivir para él mismo y se convierte en un engranaje más de la empresa o la oficina, del campo o fábrica.

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Padres ausentes, vidas solitarias

Las consecuencias son visibles: padres ausentes, parejas que apenas se cruzan, amistades que mueren por abandono, cuerpos sin deseo, mentes sin pausa. Todo esto ocurre en nombre de una promesa: que trabajar más traerá más recompensas. Pero esa promesa es, cada vez más, un fraude estructurado.

Un informe de la OIT en 2023 mostró que en la mayoría de los países las horas extras no son remuneradas proporcionalmente y, en sectores precarizados, ni siquiera se pagan. En Estados Unidos, millones de trabajadores realizan semanas de más de 50 horas sin bonificaciones, ni vacaciones compensatorias, ni aumentos salariales reales. Robert Reich, exsecretario de Trabajo estadounidense, denuncia que “la productividad creció 70% desde 1973; los salarios reales, apenas un poco. La diferencia fue directamente a los bolsillos de accionistas y ejecutivos”.

Sin embargo, la narrativa del sacrificio sigue difundiéndose, replicada en discursos empresariales, conferencias de motivación, posts virales y libros de liderazgo. Musk duerme en sus fábricas. Bezos invita a “amar la dureza”. Ma sugiere que quienes rehúyen el modelo 996 (de 9 am a 9 pm 6 días a la semana) son mediocres. Murthy plantea que, si los jóvenes no trabajan más, el país no avanzará. Es una nueva fe laboral donde el esfuerzo no se mide por resultados sino por sufrimiento y ansiedad.

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Luis Andrade, migrante de Dallas que trabaja en el sector de la construcción, cuenta en sus redes que “la espalda ya no me responde”. Incluso en sectores mejor remunerados, se repite una y otra vez el mismo drama. Joanne, ingeniera en Seattle, dice que “el salario es bueno, pero ya no me reconozco”, mientras que Marcus Reed, camionero en Missouri, se queja de que “me pagan las horas extra, sí, pero ya no tengo vida. Y eso no es vivir”.

Pero ¿por qué se sostiene esta visión? ¿Cómo puede una propuesta tan regresiva parecer aspiracional? Parte de la respuesta está en el tipo de liderazgo que estos magnates representan. El antropólogo David Graeber explica que “los magnates ya no quieren parecer herederos o especuladores; quieren parecer mártires. Por eso se inventan un relato de esfuerzo sin descanso. Pero en realidad lo que quieren es justificar su autoridad”. En esa narrativa, no importa si uno es multimillonario o repartidor, vendedor, campesino, obrero, oficinista, chofer o cualquier otra actividad mundana; todos deben “dar el máximo”. “Desde esa visión, la desigualdad no desaparece, pero se espiritualiza y se deforma en una motivación falsa” subraya Castañeda.

Y cuando se les cuestiona, muchos de estos empresarios responden con su argumento favorito: nosotros “hemos creado miles de empleos”. Y es cierto, Tesla, SpaceX, Neuralink, Amazon, Infosys, Alibaba, Google dan a millones de personas trabajo bajo su órbita. Sin embargo, como señala el economista Branko Milanović, “crear empleo no exime a una empresa de someterse a normas justas. De lo contrario, terminamos aceptando que el pan que se ofrece justifica cualquier castigo que venga con él”. El empleo no puede ser excusa para el agotamiento sistemático.

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En la práctica, muchas de estas empresas operan bajo modelos de presión extrema. De acuerdo con reportes y testimonios públicos, en Tesla se han documentado turnos de 16 horas, empleados hospitalizados por agotamiento y represalias por protestar. En Amazon, los trabajadores caminan hasta 16 kilómetros por turno, vigilados por sensores que penalizan segundos de inactividad. En Infosys, el reclamo de Murthy se traduce en presión sobre recién egresados para aceptar cargas sin compensación. En Alibaba, empleados han colapsado físicamente sin que el discurso de Ma se altere.

Frente a esta realidad, se impone una pregunta ética: ¿Puede alguien que nunca ha vivido la subordinación laboral imponer el nuevo orden del trabajo? Para Axel Honneth, teórico del reconocimiento, la respuesta es no. “La justicia exige que quien diseña las condiciones de vida las comprenda desde dentro. Si no lo hace, no está liderando, está dominando”.

Por eso, resistir es defender el derecho a criar, amar, pensar, descansar. “Si el futuro exige jornadas de 70 o 100 horas a la semana, entonces el problema no es el trabajador, es el modelo laboral; porque millones de empleados no quieren producir más, quieren vivir mejor”, concluye Castañeda.

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