San José.— Cubiertos por una potente aureola de idealismo, arropados por una masiva solidaridad mundial, enaltecidos por un prolongado sacrificio bélico popular y honrados por una abundante herencia de sangre de sus mártires, los guerrilleros del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) culminaron, hoy hace 39 años, una de las gestas más gloriosas en la historia de Centroamérica del siglo XX y entraron victoriosos a Managua: el derrocamiento de la dictadura dinástica de los Somoza, que gobernó en Nicaragua de 1934 a 1979.

Pero casi cuatro décadas después de la caída del somocismo, los apellidos de dictador dinástico recayeron sobre el hombre que, con una mujer en el trono (no detrás), emuló a los Somoza al acaparar desde 2007 el control del país, se empoderó sobre los escombros del FSLN y arrastró a Nicaragua a su más grave crisis en el siglo XXI desde el 18 de abril de 2018.

Aparte de que están casados, el hombre —el presidente Daniel Ortega— y la mujer —la vicepresidenta Rosario Murillo— son un implacable nudo de poder.

Aunque en las calles se exige su dimisión, ni él ni ella parecen dispuestos a ceder sus sillas y se asemejan al general Anastasio Somoza, último gobernante de la dinastía: en el ocaso del régimen, y reacio a admitir la debacle, se aferró al poder a sangre y fuego, reprimió con militares y paramilitares y dejó miles de muertos, heridos, lisiados y desaparecidos.

“Con enorme dolor, llegamos a los 39 años del derrocamiento de la dictadura de Somoza. Con enorme dolor, porque las circunstancias se repiten”, dijo el ex presidente costarricense Miguel Ángel Rodríguez (1998-2002). “Duele profundamente”, narró a EL UNIVERSAL.

“De nuevo, un gobierno autocrático, que no respeta los derechos humanos, impide a los ciudadanos desarrollarse y trata de controlar para beneficio de unos pocos toda la riqueza, logra mantenerse en el poder sobre la fuerza de las armas pero con un derramamiento de sangre mucho más grande que el que hubo en las peores épocas de Somoza”, adujo.

La exigencia del movimiento cívico que surgió hace tres meses por un lío con una reforma social es que la pareja deje de reprimir, adelante las elecciones y entregue sus cargos, para conducir a Nicaragua a una democracia de reconstrucción y reconciliación.

La dupla, que rechaza las acusaciones opositoras, domina los aparatos gubernamentales, judiciales, electorales, legislativos, policiales, parapoliciales y paramilitares y manipula los restos del FSLN que, en el fragor de la mortal lucha antisomocista, internacionalmente ganó admiración y respeto.

Obligado a entregar el poder en abril de 1990 al perder en las urnas en febrero de ese año, Ortega convirtió al FSLN en trampolín de su incontrolable ansia individual de recuperar el mando… a cualquier costo, por lo que el valor de soltarlo también es elevado.

Antes de ser derrotado en los comicios de 1996 y 2001, Ortega transformó al FSLN en “orteguista” y “frentista” más que en sandinista y le modificó el viejo rostro con el que, con apoyo de los más humildes, combatió al somocismo en teatros bélicos urbanos y rurales.

Ganador en las elecciones de 2006, Ortega inició su primer quinquenio en 2007 con Murillo al timón y, sostenido con su esposa en los denunciados fraudes electorales de 2011 y 2016, ilegalizó a la verdadera oposición, acosó a la prensa independiente y cercó a la iniciativa privada, empeñado en gobernar de manera consecutiva e indefinida, como los Somoza.

Lejos, a 39 años de distancia, quedaron idealismo, admiración y mártires.

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